Oh, bruja

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Oculto entre las altas y grisáceas montañas, justo en tierras injustamente olvidadas, un bosque se mecía suavemente con la brisa congelante. Una vegetación triste, apagada, y depresiva, capaz de hacer perder hasta la más bellísima motivación. Las ramas de un tenue café, gruñían al chocar con otras, causando sonidos del mismísimo demonio.

Cubierto por aquel solitario bosque, y embriagado intensamente por la brava desdicha, un pequeño e indefenso pueblo era escondido con alto egoísmo; la vegetación nunca le dejaría brillar.
Dentro de él, un neutro número de familias luchaban por sobrevivir. El traicionero otoño había arribado, dando por perdidas varias de las cosechas en las que los campesinos habían trabajado arduamente, destruyendo un gran poseedor de esperanzas.

Pero no todo estaba perdido, unas cuantas patatas seguían en función, seguían dando una milagrosa oportunidad. Al ser un lugar bastante chico, el rumor llegó a todos los habitantes, cómo locos se pusieron a buscar.
Todo sitio era permitido para revisar, menos las cercanías del bosque, los habitantes sentían extremo pavor por esa área tan tétrica y helada, ni sus negras prendas les servirían de cobijo. El clima, y la apariencia no era lo único que se temía. Entre ellos, habían relatos de que un ente de existencia maligna habitaba en él; varios lo confirmaban mientras otros dudaban.

Aún así, el pueblo tenía necesidades.

Por mandato de su madre, al único varón de la casa se le pidió ir en busca de ese codiciado alimento, la familia debía ser alimentada de inmediato.

Más por obligación que por ganas, el joven zorro se levantó de donde reposaba. Se sentía realmente agotado, ya había hecho un par de obligaciones ese día. Con el uso de su pantalón de color negro, y una camisa de blanco, hizo uso de su formal gabardina oscura cual noche. Se dispuso a dar inicio, pero su progenitora dio un grito más:

— ¡Nicholas, lleva a las niñas contigo! — que bien, un encargo más.

Él ya no era un niño, podía cuidarse y ese tipo de cosas, hasta tenía la oportunidad de negarse a llevar a las pequeñas; pero no tuvo de otra. Agarrando el saco que colgaba de la entrada, Nick esperó a que las niñitas salieran tomadas de las manos, para después cerrar la puerta de su casa de madera.

Tomando la delantera, Wilde recorrió la mayor parte de los enormes campos, secos, y terrosos. Parecía no haber nada de importancia, pero bastó excavar un poco para que las patatas se dieran a conocer. Ansioso, el mayor le ordenó a sus hermanas sostener el saco, ellas lo abrieron; el joven no tardó en arrancar, y lanzar los alimentos en el recipiente de tela.

Tras encontrarlas, los hermanos se dirigieron a casa. El joven mantenía el tieso saco en sus espaldas, estaba orgulloso, usó las mismas técnicas que alguna vez su padre le enseñó. Vaya hombre, tan trabajador y dedicado, nunca le hizo falta a su familia; cada mañana despertaba temprano, se alistaba, y tomaba su machete, con dedicación cortaba leña del bosque, una leña bastante buena; al final del cansado día, las vendía en el centro del poblado, todo lo que ganaba era para alimentos, y ropa. Hasta que un fatal día, su ejemplar llama se apagó, dejando viuda a su amada esposa.

Nick siempre fue el consentido de su padre, pero al fallecer, no recibió ni un poco de cariño. Su señora madre se centraba en las niñas, eran su completa adoración. Nunca le hirió, jamás le preocupó el ser querido por esa mujer, aunque tenía una meta, y lucharía por ganarse el título de buen hijo; eso era todo lo que añoraba.

— ¿Puede haber caldo de papa, Nick? — preguntó una de las gemelas, a paso firme seguían a su hermano.

— Ah, claro — afirmó sin entablarle mirada, se aferró a la mugrienta tela. — Tenemos las suficientes patatas para cocinar caldo.

S H I N E [Nicudy's One Shot's]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora