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Llegados a ese punto, tenía dos opciones: sobreponerme a mi desastroso intento de asistir a la primera clase de mi carrera, o volverme a casa, meterme en la cama y taparme con la colcha. Deseaba decidirme por la segunda, pero yo no era así.

Si huir y esconderme hubiese sido mi modus operandi, nunca habría sobrevivido al instituto.

Bajé la mirada para comprobar que el amplio brazalete de plata que llevaba en la muñeca izquierda estaba en su lugar. Casi no había sobrevivido al instituto.

Mi madre y mi padre me habían montado una escena cuando les había informado de mis planes de ir a una universidad que estaba en la otra punta del país. Si hubiese escogido Harvard, Yale o Sweet Briar, me habrían apoyado desde el principio. Pero ¿una universidad que no estaba entre las mejores? Qué vergüenza. Lo cierto es que no me entendían. Nunca me entendieron. No había modo alguno de que fuera a la misma universidad a la que ellos habían ido, o de que me inscribiera en la facultad en la que la mayoría de la gente de su club de campo obligaba a sus hijos a inscribirse.

Quería ir allí donde no fuera a ver una mirada de desdén que me resultara familiar, o escuchar los susurros que todavía salían de la boca de la gente, corrosivos como el ácido. Allí donde la gente no hubiese oído la historia, o alguna versión de la verdad que había sido repetida una vez y otra; hasta que algunas veces me preguntaba qué era lo que realmente había ocurrido en el Halloween de hacía cinco años.

Aunque nada de eso importaba aquí. Nadie me conocía. Nadie sospechaba nada. Y nadie sabía lo que escondía mi brazalete en los días de verano, cuando no me podía poner una camiseta de manga larga.

Venir aquí había sido mi decisión y también había sido lo correcto. Mis padres me habían amenazado con borrarme del fideicomiso familiar, lo que me pareció muy divertido. Yo tenía mi propio dinero, dinero sobre el que no tenían control alguno desde que cumplí los dieciocho. Un dinero que me había ganado. En su opinión, les había decepcionado una vez más, pero si me hubiese quedado en Texas, o cerca de esa gente, ya estaría muerto.

Mirando la hora en mi teléfono móvil, me puse en pie y me eché el bolso al hombro. Por lo menos no llegaría tarde a mi clase de historia.

La clase de historia se daba en el pabellón de ciencias sociales, al pie de la colina que había subido corriendo antes. Atravesé el aparcamiento de la parte posterior del edificio Byrd y crucé la calle, que estaba abarrotada de gente. A mi alrededor, los estudiantes paseaban en grupos o en parejas; era obvio que muchos de ellos ya se conocían. En vez de sentirme desplazado, había una bonita sensación de libertad en poder caminar hasta clase sin ser reconocida.

Apartando de mi mente el fracaso total de esa misma mañana, entré en el pabellón Whitehall y subí el primer tramo de escaleras a mi derecha. El pasillo de arriba estaba lleno de estudiantes esperando a que las aulas se quedaran vacías. Sorteé los grupos de gente riendo, esquivando a algunos que todavía parecían medio dormidos. Encontré un hueco desde donde podía vigilar mi futura clase y me senté contra la pared, relajando las piernas. Me froté las manos contra los vaqueros, emocionado por empezar la clase de historia. La mayoría de la gente se aburriría como una ostra en: Historia 101, pero era la primera clase de mi carrera, y en lo que me quería especializar.

Y si tenía suerte, de aquí a cinco años, estaría trabajando en un frío museo o una silenciosa biblioteca, catalogando textos antiguos o piezas arqueológicas. No era la más glamurosa de las profesiones, pero sí perfecta para mí.

Mejor que lo que deseaba ser antes, un bailarin profesional viviendo en Nueva York.

Y esa era otra cosa por la que mi madre se sentía decepcionada. Todo ese dinero gastado en clases de ballet desde que pude caminar, desperdiciado después de que cumpliera catorce años.

•||Te esperaré||•♡•«M a r k s o n»•♡•[ADAPTACIÓN]•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora