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Aguantar una clase de sociología de tres horas un martes por la noche no había sido tan malo como pensé que sería, pero para cuando salí me moría de hambre. Antes de volver a mi apartamento, me dirigí a Sheetz -una cadena de gasolineras con tienda incorporada que no teníamos en Texas- y me compré una EAG. Una ensalada al gusto para llevar, con mucho pollo braseado y mayonesa.

Mmm. Muy saludable. El aparcamiento estaba lleno de coches, incluso habían dejado algunos en el terreno cercano al oeste del campus. No estaba tan abarrotado cuando me había ido a mis clases de por la tarde, y me pregunté qué estaba pasando. Logré encontrar un lugar casi al lado de la carretera y, mientras sacaba la llave, mi teléfono móvil, situado en el portavasos, empezó a repiquetear.

Sonreí cuando vi que se trataba de un mensaje de BamBam. Nos habíamos intercambiado los números de teléfono en una de las clases, dado que él sí vivía en una de las residencias.

«El arte apesta»,era todo lo que decía el texto.

Riéndome, le contesté con otro mensaje acerca de nuestras tareas, que eran reconocer qué cuadros pertenecían a qué épocas. Gracias a Dios por Google, porque así era como pensaba hacer mis deberes.

Salí del coche, cogiendo mi bolso y la comida. El aire estaba húmedo y pegajoso, y me recogí el pelo con las manos, deseando haberme rapado toda la cabeza. Aunque ya se podía oler el otoño, y me estaba apeteciendo que hiciera más frío. A lo mejor incluso que llegara a nevar en invierno. Crucé el aparcamiento, bien iluminado, para dirigirme a la colmena central de apartamentos. Me alojaba en el piso más alto -el quinto-, y parecía que muchos estudiantes también vivían aquí, aunque no hubieran llegado hasta hoy, pero tan pronto como llegué a la acera comprendí de dónde venían todos esos coches.

La música atronaba desde algún lugar de mi bloque. Había un montón de luces encendidas y pude oír fragmentos de conversación mientras subía las escaleras. Al llegar a la quinta planta, encontré a los culpables de todo eso. El piso del otro lado del pasillo, del que me separaban otros dos, tenía una fiesta en marcha. La puerta estaba entreabierta y las luces y la música inundaban el rellano.

Una leve envidia me revolvió el estómago mientras abría mi propio piso. Todas esas risas, el ruido y la música tenían pinta de ser divertidos. Parecía todo tan normal, como algo a lo que podría estar yendo, pero las fiestas...

Las fiestas nunca acababan bien para mí. Cerrando la puerta tras entrar, me quité los zapatos y dejé caer la mochila en el sofá. Amueblar el apartamento había supuesto una merma en mis ahorros, pero iba a vivir aquí como mínimo cuatro años, y pensé que ya lo vendería todo cuando me fuera, o me lo podría llevar.

Y además eran mis cosas. Eso significaba mucho para mí. La fiesta al otro lado del pasillo seguía en marcha mucho después de que me hubiera acabado la no tan saludable ensalada, me hubiese puesto unos pantalones cortos y una camiseta de manga larga para dormir, y hubiese terminado los deberes de arte. Justo después de medianoche dejé de leer lo que nos habían encargado en literatura inglesa y me dirigí al dormitorio.

Pero me detuve en el recibidor, retorciendo los dedos de los pies en la alfombra. Escuché una explosión de risas ahogadas, y supe que tenían que haber dejado la puerta abierta, porque sonaba más alto incluso que antes. Me quedé congelado, mordiéndome el labio inferior. ¿Qué pasaría si abriera la puerta y reconociera a alguien de la facultad? Obviamente era un universitario el que estaba dando la fiesta. A lo mejor le conocía. Bueno, y si fuese cierto, ¿qué? Tampoco es que me fuera a unir yendo en pijama, y con el cabello más deshecho del mundo.

Me di la vuelta y encendí la luz del baño, mirándome al espejo. Sin nada mas que ojeras, las pocas pecas de mi nariz llamaban la atención y mi cara parecía más ruborizada de lo normal. Me incliné sobre el lavabo, del que mi madre se habría burlado, y me acerqué más a mi reflejo.

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