Prólogo

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Cath era una chica simple, ordinaria, normal. Cada día se despertaba y luchaba por un futuro mejor, con el apoyo de su familia y amigos. Ellos siempre estarían para ella, sin importar qué, y al reverso. Era amada y mimada. Sus padres no eran ideales, pero la amaban, su hermana se sentía incompleta y ella se preocupaba por ayudarla. Estudiaba por el día y salía los fines de semana, le gustaba bailar pero solo por diversión, practicaba deportes a menudo... y, ¿saben algo? Todo eso es mentira.

Las gotas de lluvia derretían el día hasta convertirlo en un mar de sueños roídos, aunque ella solo podía ver ácido prediciendo el fin del mundo. Las nubes nocivas cubrían cualquier esperanza de ver el sol, o algún cambio. Un simple haz que desmintiera su fe ciega. Quería seguir creyendo en madres que te dan las buenas noches y amigas que alientan tu romance ficticio con el listillo de la clase. Y, aún así, en el rincón más profundo de sí misma, sabía que no era posible. Todo estaba cambiando, ir a contrarreloj ya no era una opción. Pero, ¿cómo se suelta algo que forma parte de ti mismo?

Recordaba aquellos momentos, pero no era capaz de guardarlos como tesoros. Tenían que seguir allí, vivos, frente a ella y sucediéndose una y otra vez. Rodeándola, meciéndola, moldeando su personalidad y diciéndole: esto mereces, esto debes ser y amar. A cada día, hora y minuto, haciendo de ella un ser. Porque ahora no se sentía a sí misma. No, no estaba viva, casi no podía oír los latidos de su corazón o acariciar el aire emanado por sus pulmones. Su consciencia moría de a poco, mientras su inconsciente agonizaba preso del dolor agudo que provoca desconocerse a sí mismo y no saber qué será de tu existencia. Al sacudir el baúl de los recuerdos, son los recuerdos los que acaban por sacudirlo a uno. Ahora lo entendía, porque eran estos los que le mostraban la realidad. Todos eran una mentira. Ella misma lo era. Catherine Turner jamás fue real.

Su ropa se prendía a su cuerpo como una segunda piel y la humedad le calaba los huesos, pero no sentía frío. Tal vez eso tampoco existía y era parte de la ilusión. Era cuestión de tiempo para que se acostumbrara y vislumbrara todas las mentiras que la rodeaban. No, no iban a acabarse, jamás las revelarían por completo. Eran tantas, y tan latentes... Era imposible, tanto como lo que estaba frente a sus ojos.

Su madre amaba aquel rosal de flores pálidas, bañadas en leche y petrificadas por la magia de la naturaleza, solía decir que era como presenciar una obra maestra del museo de arte frente a Shelly's Pool. Sin embargo, Catherine ya no podía opinar lo mismo. Las rosas marchitas eran la cereza del pastel en el lúgubre aspecto que había adoptado aquella estructura tan impersonal: el antes risueño hogar de los Turner. La puerta rota a la mitad perfecta, en un zigzagueo casi imposible, con estacas de astillas amenazando con ajusticiar el hecho de que un intruso se escabullera por la boca del lobo. Dientes filosos y amenazantes. Ella se preguntaba si podía considerarse una intrusa y aquello era la bestia que la devoraría. En sus circunstancias, no se extrañaba que pudiera adelantarse su propio final.

Quería moverse hacia adelante, acercarse... pero una fuerza sobrehumana se lo impedía. O tal vez solo era su miedo, que no le permitía entender que su familia no estaría allí dentro. Pero, ¿y si lo estaba? ¿Y si estaban en peligro? ¿Cómo no estarlo en un sitio como aquel? Finalmente, dio un paso. Y fue el último: una mano se posó sobre su hombro, deteniéndola. El tacto era frío, pero todo lo contrario a escalofriante. A penas se sobresaltó, permaneciendo tiesa y tensa en la vereda frente al inmueble. Lo oía en los susurros del viento: no había peligro en aquella mano. Sin embargo, su portador no dejaría de ser un alma de semblante gélido.

-Debemos irnos- la voz monótona de Iance hizo eco en la soledad de las calles de Mashville- Ya no hay nada para nosotros aquí-

-¿Y dónde sí? -Le cuestionó Cath, en un tono muerto que removió una ligera pena en el hombre. Misma que se disipó tan inexistente como llegó. Entonces, ella se giró y le dedicó su mirada vacía- ¿Vas a volver con tu cuento de un mundo ideal, donde seres como nosotros podemos ser felices y comer perdices? ¿Qué me dice que no eres también objeto de esta... "ilusión"?- pareció mascullar en esa palabra todo el rencor que permanecía en su interior. Pero era imposible: el mismo no dejaba de ahogarla y no parecía pretender abandonarla en un futuro muy cercano.

-Es la verdad, Catherine-

Transcurrió un largo minuto de silencio, durante el que ambos viajaron por mundos de pensamientos diferentes. Hasta aterrizar en el mismo punto.

-Vamos- concluyó él y la adolescente aceptó que no tenía nada mejor que hacer.


Los dioses de los que jamás oíWhere stories live. Discover now