Capítulo 2- Equipo

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Luces, flashes, centelleando, impidiéndole mantener los ojos abiertos. Se sucedían, uno tras otro, imitando las luces de un viejo cortometraje de cintas en blanco y negro. El sonido ensordecedor sincronizaba con el tambaleo bajo sus pies. Sentía cómo poco a poco perdía el equilibrio, sin poder dar un solo paso. 

En algún momento, no supo medir cuál, su visión se volvió más nítida. Delante de ella se alzaba un pasillo, con filas de asientos dobles a cada lado. Más allá, los vagones se unían, uno tras otro. Estaba en un tren que no tenía fin. Al fin fue capaz de despegar un pie del suelo y avanzar. Uno, dos, tres pasos. Las vías chirreaban contra la parte inferior del móvil, candentes, con un sonido furioso y estremecedor que sofocaba a sus oídos.  Estaba a mitad del vagón, cuando oyó algo diferente, una alteración de la normalidad de esa extraña secuencia.

-¡No!- gritó una voz cargada de angustia. Casi podían percibirse mil historias en ella- ¡No! ¡Basta!-

Catherine se dio la vuelta y vio a un hombre parado a pocos metros de ella, mirando en su dirección pero sin observarla. Ella se giró para confirmar de que no hubiera nada detrás de ella. Él parecía estar concentrado en algo allí, pero solo había más materia inerte. Volvió su vista hacia el sujeto. El cabello rubio oscuro le caía sobre la frente, empapado en sudor. No cesaba de balbucear, y parecía tan indefenso que Cath no dudo en querer acercarse. Avanzó y quiso hablarle.

-¡No! ¡Déjame! ¡No lo merezco!- la interrumpió bruscamente, sobresaltándola. Ella comenzó a sentir aceleración en los latidos de su corazón. Veía en sus ojos claros, inundados de angustia, la pérdida de toda esperanza.

Aquella imagen la desmoronaba sin explicación. Una oleada invisible le golpeó el pecho y, de pronto, se quedaba sin aire. Quería llorar, correr, escapar, liberarse de algo que desconocía y aún así la compenetraba con aquel sentimiento. Dentro de sí misma podía hallar una sintonía acorde a la de aquellos ojos, misma que se profundizaba más a cada segundo hasta agobiarla y sumirla en un estado inútil de exaltación. Se sentía ida, perdida, sin rumbo, varada en medio de la nada y sin conocimiento.

-¡No!- gritó.



 Ginebra, Suiza. Actualidad.

-Perdimos al blanco. Repito; perdimos al blanco- insistía un hombre, a través del radio, con dejo de resignación y un distinguido acento suizo.

-Recibido, soldado- le respondió el sujeto al otro lado, imitando perfectamente su expresión lingüística- Descansa, esta es una liebre imposible de perseguir. Mañana continuaremos con la búsqueda-

-Recibido, capitán. Regresaremos al punto de reunión-

-Bien, no me esperen. Antes haré una ronda de reconocimiento- 

-Recibido-

El nombrado capitán apagó el radio y lo estrelló contra la pared. Se agachó a recoger un chip de rastreo entre los trozos y le quitó una pieza, para luego arrojar el resto por la cornisa del edificio. Desde allí, en la losa del inmueble, podía ver el perfecto atardecer. Casi podía saborear los inconfundibles chocolates suizos de la confitería a tres calles, y divisar las estridentes bombillas eléctricas de la ciudad de las luces, que a lo lejos comenzaban a encenderse a aquellas horas de la tarde. El sol se ocultaba por el oeste, en la frontera con Francia, y amenazaba con dejarlo en la oscuridad. Él rió para sus adentros: el astro no tenía en cuenta con quién trataba. Él no le temía a la oscuridad. Sin duda prefería las calles sombrías, donde las imágenes eran difusas. Las necesitaba para moverse con libertad, al igual que un sigiloso felino callejero.

Los dioses de los que jamás oíWhere stories live. Discover now