Alguien aporreó la puerta y me hizo abrir los ojos. La luz estaba apagada. Al parecer, Carlos la había apagado cuando yo me dormí. Le miré y estaba durmiendo como un angelito. El de detrás de la puerta seguía llamando a alguien. Salí de mis pensamientos y me enteré de que vociferaba aterrado el nombre de Carlos. Me levanté rápidamente y abrí la puerta. Era Ismael y tenía cara de pánico.
—¿Está Carlos aquí? —preguntó rápidamente cruzando el umbral. Divisó al buscado y lo despertó a gritos—: ¡Carlos, despierta!
—¿Qué pasa, tío? —inquirió somnoliento.
—A Lucas le ha dado un amarillo*, tienes que venir ya. Tú eres el experto.
«¿Qué cojones acaba de decir? ¡¿Un amarillo?! Me cago en todo», grité en mi interior con el corazón en la boca. Carlos se levantó velozmente y estuvo a punto de caerse debido a que se le enredó un pie en la sábana. Yo corrí detrás de ellos, exhausta. Salimos a la calle y los alcancé cuando se arrodillaron a los pies de varias personas. Entre ellos estaba mi hermano que sujetaba la cabeza de Lucas, intentando despertarlo. No vi el rostro de Lucas, la gente estaba en medio.
Carlos me pidió que le trajese Coca-Cola fría y comida. Eché una carrera hasta la cocina quitando a la gente de mi camino. Agarré un paquete de galletas y una Coca-Cola que estaba en el frigorífico. Se las llevé sin aire en mis pulmones. Ismael estaba levantando las piernas de Lucas. Le pasé a Carlos lo que había traído. Junto a mi hermano le dieron algo que beber y agua. Lucas yacía inconsciente sobre la grava del jardín y estaba lívido. Parecía un zombi.
Madre del amor hermoso, hasta dónde había llegado la fiesta.
Lucas empezó a espabilarse un poco enseguida y bebió casi medio litro de Coca-Cola. De las galletas no quedó ni rastro. Más tarde, vomitó y tuve que apartar la vista. Muchos del corro ya se habían ido porque vieron que había despertado. Para distraerme, miré la hora. Eran las dos y media. ¡Tan solo las dos y media!
Tras aproximadamente dos minutos, no pude contener mi curiosidad y me di la vuelta hacia ellos. Lucas ya estaba totalmente despierto y lo habían puesto de pie. Era de esperar que lo llevasen a una cama, pero a la mía no. Ni de coña.
Durante el camino empezó a sudar mucho y le entró el pánico. Le explicaron que todo estaría bien y que no se alarmase. Supuse que era algo normal. Cuando le miré a los ojos, los vi muy rojos, inyectados en sangre. Parecía un demonio.
Fui delante de ellos para evitar que entrasen en mi cuarto y le pregunté a Pablo dónde lo iban a llevar. Me respondió que a su habitación. Menos mal. Entré con ellos y, por suerte, no había nadie en el dormitorio. Lo tumbaron en la cama y yo fui a por más para comer. Cuando salí de la habitación me topé con Maite. ¡Al fin! Le dije que me acompañase y ella accedió, comunicándome que tenía cosas que contarme. Seguro que ya había ligado. Le conté lo que acababa de pasar con Lucas y vino conmigo a la habitación de Pablo.
Lucas estaba un poco menos pálido que antes, sin embargo, la preocupación entre los que estábamos en la habitación era palpable. Nunca había visto a alguien en ese estado. Parecía que estaba muerto, madre mía.
—¡Menudo susto nos has dado, cabrón! —exclamó Ismael.
¿Menudo? Había sido un susto terriblemente aterrador. ¡Joder!
—¿En qué pensabas? —inquirió Carlos—. Podría haberte pasado algo grave.
Lucas se quedó sin habla cuando él hizo esa pregunta, pero a los segundos mojó sus labios secos y ligeramente blanquecinos y habló:
—Lo siento, fumé más de la cuenta. —Agachó la cabeza tras decirlo.
—Joder, te voy a prohibir la marihuana, tío —gruñó Pablo.
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La fiesta caótica
Teen FictionEstoy acostumbrada a ser invisible en el instituto, a tener dos mejores amigos que no son para nada invisibles y una mala suerte de miedo. Mi vida cambió por completo cuando mi mejor amigo cumplió los diecisiete. Tras su fiesta sorpresa, nada volvió...