Capítulo IV - Cabos Sueltos.

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Una voz familiar me sacó de mis pensamientos, era la única persona ajena a mí que podía encontrarme ahí en este momento.

—Eva, cuanto tiempo sin vernos.
—¿Qué haces aquí?
—¡Qué modales los tuyos! ¿Así saludas a una vieja amiga?

En ese momento me levanté del suelo, con ayuda de Dayana, quien permanecía en silencio.

—Soraya... no es momento ni el lugar. Si me disculpas, me retiro. Vamos, Dayana. —dije, sin hacer contacto visual.
—No pensarás irte y dejarme aquí tirada. —pude sentir cómo me halaba bruscamente hacia ella.

Dayana intervino, la separó de mí y la tomó del cuello.

—Donde le pongas de nuevo una mano encima, me responderás a mí, ¿estamos?
—Esto no se quedará así. Tendrás noticias mías pronto. —dijo ella, mientras se zafaba de la mano de mi amiga.

Salimos del cementerio y entramos al carro, Dayana conducía de regreso, era evidente que yo no estaba en condiciones de conducir, mi cabeza estaba repleta de escenas, todo era confuso.

—No quiero ir a mi casa, ¿puedo quedarme contigo? —pregunté, bastante apenada.
—Descuida, posiblemente mañana o pasado estaré viajando, así que puedes quedarte con la excusa de que vas a cuidarme el apartamento. Sé cómo es tu madre. Necesitarás algo de ropa, pasamos por tu casa y nos vamos.
—Está bien. Gracias, Dayana.
—Descuida, para eso somos las amigas.

Durante el camino no tocó el tema, pero sabía que en cualquier momento lo haría.

Soraya...

Era la clase de muchachita caprichosa que no dejaba torcer su voluntad hasta que obtenía lo que quería. En varias ocasiones se me insinuó, sin importarle que estuviera presente Ángela, quien solo guardaba silencio ante sus acciones.

Un día, estaba en la biblioteca, repasaba algunos apuntes de cálculo mientras esperaba que Ángela saliera de su última clase. Caía la tarde, el clima estaba frío, había pocos estudiantes por ser casi la hora de cierre.

Estaba concentrada, enfocada, en ese punto que si cae un alfiler al piso lo percibes y brincas del susto... unos pasos rítmicos —atribuibles a tacones—, cada vez más fuertes, se escuchaban cada vez más cerca de mí. Traté de ignorar el ruido. Sentí como unas manos delicadas cubrían mis ojos. Traté de librarme del jueguito, pero fue peor.

—¿Quién es? —pregunté molesta.
—¿De verdad quieres saber? —capté de inmediato al escuchar su voz. Se trataba de Soraya.
—¿Qué quieres?, basta de juegos, Soraya.
—Te quiero a ti, dentro de mí, ahora. —dijo muy cerca de mi oído, estremeciéndome por dentro.

No fui capaz de reaccionar en contra de lo que se me venía encima, se sentó en mis piernas, abierta de par en par, abrazada a mi cuello y peligrosamente cerca de mis labios.

—¡Bájate!, nos pueden ver. —estaba nerviosa, miraba hacia la entrada de la biblioteca con insistencia.
—Que nos vean. —dijo, sin ningún pudor, mientras estrechaba la distancia entre nuestros labios.

Era muy descocada para vestirse, traía una minifalda que dejaba ver parte de su trasero, blusa semitransparente con top blanco escotado, tan ajustado que sus pechos parecían querer brotar con fuerza. Era una mujer muy hermosa, no podía negarlo, ni resistirme a ello.

Ella comenzó a besarme sin siquiera avisar, puso mis manos en sus pechos, invitándome a tocarlos. En este punto, no había marcha atrás.

Mis manos comenzaron a recorrerla sin pudor, ella buscaba mis besos y yo los correspondía, la intensidad era abrumadora, y el ritmo de nuestra respiración se aceleraba cada vez más.

Pasado TormentosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora