Había un lago a pocas millas de Ramsdale; lo visitamos a diario durante
una semana de gran calor, a fines de julio. Ahora me veo obligado a describir
con algunos tediosos pormenores nuestro último viaje al lago, en una mañana
tropical de un miércoles.
Habíamos dejado el automóvil en una playa de estacionamiento, no lejos
del camino, y caminábamos por una vereda abierta en el bosque de pinos, cuando Charlotte observó que Jean Farlow, en pos de efectos de luz raros (Jean
pertenecía a la vieja escuela de pintura), había visto a Leslie zambulléndose «en
el ébano» (como se había burlado John), a las cinco de la mañana, del sábado
anterior.
—El agua debía de estar muy fría –dije.
—Eso no interesa –dijo mi lógica y maldita esposa–. Es un tipo
infranormal, ¿comprendes? Además (pronunciando con una dicción cuidadosa
que empezaba a dañar mi salud), tengo toda la impresión de que Louise está
enamorada de ese tonto.
La impresión... «Tenemos la impresión de que Dolly no anda bien», etc.
(de un viejo informe de la escuela).
Los Humbert caminaban, en sandalias y batas.
—¿Sabes, Hum? Tengo un sueño muy ambicioso –sentenció lady Hum
bajando la cabeza (pudorosa a causa de su sueño y hermanada con el suelo
ocre)–. Me gustaría conseguir una criada de veras, como la muchacha alemana
de que alguna vez hablaron los Talbot. Y hacerla vivir en nuestra casa.
—No hay cuarto –dije.
—Vamos –dijo con una curiosa sonrisa–, sin duda subestimas las
posibilidades del hogar de los Humbert, chéri. La pondríamos en el cuarto de Lo.
De todos modos, ya tenía pensado convertir esa covacha en cuarto de
huéspedes. Es el más frío y feo de la casa.
—¿Qué estás diciendo? –exclamé con la piel de los pómulos tensa (me
tomo el trabajo de acotar este detalle, porque con la piel de mi hija me ocurría lo
mismo cuando sentía recelo, repugnancia, irritación).
—¿Ofendo tus recuerdos románticos? –preguntó mi mujer, aludiendo a su
primera entrega.
—¡No, demonios! –exclamé–. Me pregunto dónde pondrás a tu hija cuando
tengas a tus huéspedes y a tu criada.
—Ah... –dijo la señora Humbert, con expresión soñadora, sonriendo,
emitiendo su «Ah» simultáneamente con una suave exhalación de aire y alzando
una ceja–. La pequeña Lo, mucho me lo temo, no está incluida para nada en el
proyecto. Lo se irá directamente del campamento a una buena escuela donde
haya disciplina, disciplina estricta y una firme instrucción religiosa. Y después...
el Beardsley College. Lo he planeado todo. No tienes que preocuparte por eso...
Siguió diciendo que ella, la señora Humbert, tendría que vencer su pereza
habitual y escribir a la hermana de la señorita Phalen, que enseñaba en St.
Algebra. De pronto surgió el lago deslumbrante. Dije que me había olvidado los
anteojos negros en el automóvil, que ya la alcanzaría...
Siempre había pensado que retorcerse las manos era un ademán ficticio –
el oscuro resultado, quizá, de algún rito medieval–; pero mientras me dirigía al
bosque para entregarme a la meditación y la angustia, ése era el ademán
(«¡Mira, señor, estas cadenas!») que más se habría acercado a la expresión
tácita de mi estado de ánimo.
Si Charlotte hubiera sido Valeria, yo habría sabido cómo «manejar» la
situación; y «manejar» es la palabra exacta. En aquellos días me bastaba
retorcer la frágil muñeca de la gorda Valechka (se había golpeado en el suelo al
caer de una bicicleta) para que cambiara inmediatamente de opinión. Pero nada
semejante era posible con Charlotte. Esa suave norteamericana me asustaba. Mi
leve sueño de dominarla por medio de la pasión que sentía hacia mí se reveló
absolutamente equivocado. No me atrevía a hacer nada por no enturbiar la
imagen mía que Charlotte adoraba. Yo la había adulado cuando ella era la
terrible dueña de mi chiquilla y algo servil persistía aún en mi actitud hacia ella.
El único triunfo que ocultaba en mi mano era su ignorancia de mi monstruoso
amor hacia Lo. Los sentimientos de Lo con respecto a mí la fastidiaban, pero mis propios sentimientos no podía adivinarlos. Yo podía haber dicho a Valeria: «Mira,
gorda tonta, c'est moi qui décide qué debe hacerse con Dolores Humbert». A
Charlotte no podía decirle siquiera (con tono propiciatorio): «Excúsame, querida,
pero no estoy de acuerdo. Demos a la niña una oportunidad más. Permíteme ser
su tutor durante un año. Tú misma me lo pediste una vez». En realidad, no podía
decir nada acerca de Lo a Charlotte sin traicionarme. ¡Oh, nadie puede imaginar
(como nunca había imaginado yo mismo) lo que son esas mujeres de principios!
Charlotte, que no advirtió la falsedad de todas las convenciones cotidianas y
normas de conducta, de todos los alimentos y los libros y las personas que
prefería, era capaz de distinguir en seguida una entonación falsa en cuanto dijera
yo para tratar de retener a Lo. Era como un músico que es un individuo vulgar y
odioso en la vida corriente, desprovisto de tacto y gusto, pero que oye una nota
falsa con destreza diabólica. Para persuadir a Charlotte era preciso romperle la
cabeza. Y si le rompía la cabeza, también se rompería la imagen que ella se
había hecho de mí. Si decía: «O dispongo lo que me parece bien acerca de Lolita
y tú me ayudas a hacer las cosas bien, o nos separamos en seguida», Charlotte
habría empalidecido como una mujer de vidrio y habría respondido lentamente:
«Muy bien. Aunque te retractes o expliques, hemos terminado». Y habríamos
terminado.
Ése era el lío. Recuerdo que llegué a la plaza de estacionamiento y bombee
un chorro de agua con gusto a herrumbre y la bebí ávidamente, como si hubiera
podido darme sabiduría mágica, juventud, libertad, una concubina menuda.
Durante un instante, envuelto en mi bata púrpura, meciendo mis pies en el aire,
me senté en el filo de una mesa rústica, bajo los pinos. No muy lejos, dos
doncellitas con pantalones cortos y corpiños salieron de una letrina salpicada por
el sol y con un letrero que decía: «Damas». Mascando su chicle, Mabel (o la
doble de Mabel) pedaleaba laboriosamente, distraídamente, una bicicleta, y
Marion, sacudiéndose el pelo a causa de las moscas, estaba sentada detrás, con
las piernas muy abiertas. Y así, lentamente, absortas, se mezclaron con la luz y
la sombra. ¡Lolita! La solución natural era eliminar a la señora Humbert. Pero
¿cómo?
Ningún hombre logra jamás el crimen perfecto; el azar, sin embargo,
puede lograrlo. Recordemos la famosa liquidación de cierta madame Lacour, en
Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido, con
barba, que según se pensó después había sido un amante secreto de la dama, se
dirigió a ella en una calle atestada de gente, poco después de su casamiento con
el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda, mientras el
coronel, una especie de pequeño bull-dog, se colgaba del brazo del asesino. Por
una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de
las mandíbulas del enfurecido espeso (mientras varios curiosos cerraban círculo
en torno al grupo), un italiano medio chiflado que vivía en la casa más cercana
del lugar donde se desarrollaba la escena hizo estallar por un curioso accidente
cierta clase de explosivo en el cual trabajaba y en seguida la calle se convirtió en
un alboroto de humo, ladrillos que volaban y gente que disparaba. La explosión
no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour); pero el
vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió feliz y contento.
Pero observen ustedes qué ocurre cuando el autor del hecho planea una
impunidad perfecta.
Regresé al lago. El lugar donde nosotros y otras parejas «simpáticas» (los
Farlow, los Chatfield) nos bañábamos era una especie de pequeña ensenada; mi
Charlotte lo prefería porque era casi «una especie de playa privada». La parte
más frecuentada del lago estaba a la izquierda y no podía verse desde nuestra
ensenada. A la derecha, los pinos pronto cedían lugar a una curva de pantanos
que de nuevo se convertía en bosque, al lado opuesto.
Me senté junto a mi mujer tan silenciosamente que se sobresaltó.
—¿Nos bañamos? –dijo.
—Dentro de un minuto. Déjame seguir pensando una cosa...
Pensé. Pasó más de un minuto.
—Bueno. Ahora, vamos.
—¿Figuraba yo en esos pensamientos?
—Sí, desde luego.
—Ojalá que sea así... –dijo Charlotte, entrando en el agua, que puso piel
de gallina en sus pesados muslos.
Entonces, juntando las manos extendidas, apretando la boca y
componiendo una expresión muy poco agraciada bajo su gorra de baño negra,
Charlotte se zambulló entre grandes salpicaduras.
Ambos nadábamos lentamente en el trémulo resplandor del lago. En la
orilla opuesta, a unos mil pasos (si es que puede uno caminar sobre el agua),
pude distinguir las siluetas minúsculas de dos hombres que trabajaban como
castores en la playa. Sabía exactamente quiénes eran: un policía retirado de
origen polaco y el plomero retirado que poseía casi toda la madera a esa orilla
del lago. Sabía también que estaban construyendo un embarcadero, sólo por la
triste diversión que eso les deparaba. Los golpes que llegaban hasta nosotros
parecían mucho más grandes que cuanto podríamos distinguir de los brazos y
herramientas de esos enanos. En verdad, era como si el encargado de esos
efectos sonoros trabajara a destiempo con el titiritero, sobre todo porque el
pesado resonar de cada golpe diminuto se arrastraba más allá de su versión
visual. La breve franja de arena blanca que era «nuestra playa» –de la cual nos
habíamos apartado un poco en busca de profundidad–, estaba vacía en días de
trabajo. No había nadie en torno de nosotros, salvo las dos figurillas tan
ocupadas de la orilla opuesta y un aeroplano particular color rojo oscuro que
planeó sobre nosotros y desapareció en el azul. El lugar era, en verdad, perfecto
para un súbito crimen entre burbujas, y contaba además con un detalle
interesantísimo: el hombre de ley y el hombre de agua, bastante cerca para
presenciar un accidente y bastante lejos para no observar un crimen. Estaban
bastante cerca para oír a un bañista enloquecido que se agitara y pidiera a gritos
que alguien salvara a su mujer a punto de ahogarse; y estaban demasiado lejos
para distinguir (si miraban demasiado pronto) que el nadador desesperado
sujetaba a su mujer debajo del agua. Todavía no me encontraba en esa etapa;
sólo quiero expresar la facilidad del acto, lo cuidado del planteo. Mientras tanto,
Charlotte seguía nadando con concienzuda torpeza (era una sirena muy
mediocre), pero no sin cierto solemne placer (¿acaso no estaba su tritón junto a
ella?); y al tiempo que yo observaba, con la rigurosa lucidez de una futura
meditación (es decir, tratando de ver las cosas como recordaría haberlas visto),
la vítrea blancura de su cara mojada tan poco tostada a pesar de todos sus
esfuerzos, y sus labios pálidos, y la desnuda frente convexa, y la tensa gorra
negra, y la carnosa nuca mojada, me dije que cuanto debía hacer era quedarme
a la zaga, tomar aliento, atraparla por el tobillo y sumergirme con mi cadáver
cautivo. Digo cadáver porque la sorpresa, el pánico y la falta de experiencia la
harían aspirar de golpe un mortal galón de lago, mientras yo la sujetaría por lo
menos durante un minuto, con los ojos abiertos bajo el agua. El gesto fatal pasó
como la cola de un cometa a través de la blancura del crimen completa. Era
como un terrible ballet silencioso: el bailarín sostenía a la bailarina por los pies y
se hundía en la penumbra cristalina. Yo no podía subir a la superficie en busca de
un bocado de aire, sin dejar de sujetarla bajo el agua, para después volver a
sumergirme tantas veces como fuera necesario. Y sólo cuando el telón cayera
para siempre sobre ella, me permitiría pedir auxilio. Y cuando veinte minutos
después, los títeres cada vez más grandes llegaran en un bote a remo, pintado a medias, la pobre señora Humbert Humbert, víctima de un calambre o una
oclusión coronaria, o de ambas cosas, estaría de cabeza sobre el limo del fondo,
a unos treinta pies de la sonriente superficie del lago.
Sencillo, ¿no es cierto? Sólo que... ¡no me resolvía a hacerlo!
Charlotte nadaba a mi lado –una foca confiada y torpe–, y toda la lógica de
mi pasión gritaba en mis oídos: ¡Éste es el momento! Pero no podía. Me volví en
silencio hacia la playa, y en silencio, concienzudamente, ella también volvió, y el
infierno seguía gritando su consejo y yo seguía sin resolverme a ahogar a la
pobre criatura gorda y resbalosa. Los gritos se hicieron cada vez más remotos,
mientras yo me hacía clara cuenta del melancólico hecho de que ni al día
siguiente, ni el viernes, ni ningún otro día o noche podría ya darle muerte. Oh,
me veía a mí mismo golpeando de alienación los pechos de Valeria o
lastimándola de algún otro modo, y me veía con igual claridad disparando contra
el vientre de su amante y haciéndole exclamar «¡Aaah!» y desplomarse. Pero no
podía matar a Charlotte, sobre todo cuando las cosas no eran a la postre tan
desesperadas, quizá, como parecían a primera vista en esa desdichada mañana.
Si la atrapaba por el pie a pesar de sus pataleos, si veía sus ojos estupefactos y
oía su voz atroz, si pasaba por esa ordalía, el espectro de mi mujer me acosaría
durante toda la vida. Si hubiera vivido en 1447, y no en 1947, acaso habría
vendado los ojos de mi naturaleza apacible administrando a mi mujer algún
veneno clásico de una ágata hueca, algún delicado filtro letal. Pero en nuestra
era de la clase media no habrían resultado los métodos empleados en los
dorados palacios del pasado. Ahora hay que ser científico si se quiere ser
asesino. No, yo no era una cosa ni la otra. Señores y señoras del jurado, la
mayoría de los delincuentes sexuales que anhelan un contacto palpitante,
suavemente plañidero, pero no forzosamente copulativo, con una jovencita, son
extranjeros inocuos, inadaptados, pasivos, tímidos, sólo piden a la comunidad
que les permita observar su comportamiento inofensivo y soi-disant aberrante,
sus ínfimas, cálidas, húmedas manías privadas de desviación sexual, sin que la
policía y la sociedad caiga sobre ellos. ¡No somos demonios sexuales! ¡No
violamos como los buenos soldados! Somos caballeros tristes, suaves, con ojos
de perro, con bastante demonio para sofrenar nuestra ansiedad en presencia de
adultos, pero dispuestos a dar años y años de vida por una sola oportunidad de
tocar a una nínfula. Hay que descartarlo: no somos asesinos. Los poetas nunca
matan. Ah, mi pobre Charlotte, no me odies en tu eterno cielo, entre una
alquimia eterna de asfalto y goma y metal y piedra... pero gracias a Dios, sin
agua, sin agua.
Sin embargo, esa vez Charlotte se salvó por los pelos, para hablar con
objetividad. Y ahora llega lo esencial de mi parábola del crimen perfecto.
Nos sentamos sobre nuestras toallas, en el sol sediento. Ella miró
alrededor, soltó sus breteles y se volvió sobre el vientre para dar a su espalda
una oportunidad de ser festejada. Dijo que me quería. Suspiró hondamente.
Tendió una mano y buscó sus cigarrillos en el bolsillo de su bata. Se sentó y
fumó. Se examinó el hombro derecho. Me besó pesadamente con la boca
abierta, llena de humo. De pronto, bajo el banco de arena que había a nuestras
espaldas, al pie de los matorrales y pinos, rodó una piedra, y después otra.
—¡Esos niños que se lo pasan espiando! –dijo Charlotte sujetándose de
nuevo los breteles y volviendo a acostarse–. Tendré que hablarle de ellos a Peter
Krestovski.
En el sendero se oyó un crujido, una pisada y Jean Farlow apareció con su
caballete y sus pinceles.
—Nos asustaste –dijo Charlotte.
Jean dijo que había estado allí en un verde escondrijo, espiando a la
naturaleza (por lo común los espías son fusilados), tratando de acabar una vista del lago, pero era inútil, no tenía ningún talento (cosa absolutamente cierta).
—¿Usted no ha tratado nunca de pintar, Humbert?
Charlotte, que estaba un poco celosa de Jean, quiso saber si John también
vendría al lago. Regresaría a su casa a la hora del almuerzo. La había dejado allí
en su camino hacia Parkington y la recogería en cualquier momento. Era una
mañana espléndida. Ella siempre se sentía como una traidora con Cavall y
Melampo por dejarlos atados en días tan deslumbrantes. Se sentó en la blanca
arena, entre Charlotte y yo. Llevaba pantalones cortos. Sus largas piernas
morenas eran para mí casi tan atractivas como las de una yegua castaña. Al
sonreír mostraba las encías.
—Estuve a punto de pintarlos en mi cuadro –dijo–. Y hasta descubrí algo
en que ustedes no repararon. Usted (dirigiéndose a Humbert) tenía puesto su
reloj pulsera, sí, señor, lo tenía.
—Sumergible –dijo suavemente Charlotte, poniendo boca de pescado.
Jean puso mi puño sobre su rodilla, examinó el regalo de Charlotte y volvió
a depositar la mano de Humbert en la arena, con la palma hacia arriba.
—De modo que tú puedes verlo todo desde allí –dijo Charlotte con
coquetería.
Jean suspiró.
—Una vez –dijo– vi a dos niños, un varón y una chiquilla, haciendo el amor
aquí mismo, en el crepúsculo. Sus sombras eran gigantescas. Y ya te he contado
aquello del señor Tomson, al amanecer... La próxima vez espero ver al viejo
gordo Ivor... Ese hombre está completamente chiflado. La última vez me contó
un cuento realmente indecente sobre su sobrino. Parece que...
—¡Hola! –dijo la voz de John.
Mi costumbre de callar cuando me sentía disgustado o, más exactamente,
el aura fría e irrespirable de mi disgustado silencio solía enloquecer de miedo a
Valeria, que sollozaba y se lamentaba diciendo: Ce qui me rend folle, c'est que je
ne sais à quoi tu penses quand tu est comme ça. Traté de callar con Charlotte:
se puso a gorjear y cacarear tomándome de la barbilla. ¡Una mujer asombrosa!
Opté por retirarme a mi antiguo cuarto, ahora «estudio» permanente,
mascullando que después de todo tenía que escribir una obra especializada, y la
animosa Charlotte siguió embelleciendo el hogar, parloteando por teléfono y
escribiendo cartas. Desde mi ventana, a través del temblor de las hojas de los
álamos, la veía cruzar la calle y enviar su carta a la hermana de la señorita
Phalen.
La semana de chaparrones y días nublados que transcurrió después de
nuestra última visita a las inmóviles arenas del lago, fue una de las más tétricas
que puedo recordar. Después aparecieron dos o tres confusos rayos de
esperanza... antes del sol definitivo.
Se me ocurrió que tenía una mente muy ágil para planear y que podía
utilizarla. Si no me atrevía a mezclarme con los proyectos relativos a su hija
(cada vez más cálida y tostada en los días luminosos de insalvable distancia),
podía sin duda urgir algunos medios generales para afirmarme de una manera
general, para después encauzarla hacia una ocasión particular.
Una noche, la propia Charlotte me dio la oportunidad que yo esperaba.
—Tengo una sorpresa para ti –dijo mirándome con ojos de amor sobre su
cucharada de sopa–. En el otoño nos iremos a Inglaterra.
Tragué mi cucharada, me sequé los labios con papel rosado (¡ah, los
frescos y ricos lienzos del Hotel Mirana!) y dije:
—También yo tengo una sorpresa para ti, querida: No iremos a Inglaterra. —¿Por qué, qué pasa? –dijo ella mirando con más sorpresa de la que yo
había previsto, mis manos (que doblaban y rasgaban y estrujaban y volvían a
rasgar involuntariamente la inocente servilleta de papel).
Pero mi rostro sonriente la tranquilizó.
—La cosa es muy simple –respondí–. Hasta en los hogares más
armoniosos, como el nuestro, no todas las decisiones las toma la mujer. Hay
ciertas cosas que el marido debe resolver. Me imagino muy bien el
estremecimiento que tú, una sana muchacha norteamericana, sentirás al cruzar
el Atlántico en el mismo buque que Lady Bumble, o Sam Buble, el rey de la carne
envasada, o una ramera de Hollywood. Y no dudo que tú y yo haríamos un
hermoso anuncio para la agencia de viajes cuando nos fotografíen mirando (tú
con los ojos bien abiertos, yo dominando mi envidiosa admiración) los centinelas
de Palacio, o Scarlet Guards, o Beaver Eaters, o como se los llame. Como bien
sabes, sólo tengo tristes recuerdos del viejo mundo podrido... Los anuncios en
colores de tus revistas no cambiarán la situación.
—Querido... –dijo Charlotte–. Yo no...
—Espera un minuto. Esto que discutimos es algo al margen. Ahora me
refiero a algo más general. Cuando querías que pasara mis tardes tomando sol
en el lago en vez de trabajar, cedí alegremente y me convertí en un atractivo
muchacho bronceado, en vez de seguir comportándome como un estudioso y,
bueno... como un educador. Cuando me llevas a Burdon con los encantadores
Farlow, te sigo mansamente. No, espera. Cuando decoras tu casa, no intervengo
en tus ideas. Cuando resuelves... cuando resuelves toda clase de asuntos, puedo
estar en desacuerdo completo o parcial... pero no digo nada. Ignoro el detalle.
No puedo ignorar lo general. Me encanta que seas mi dueña, pero cada juego
tiene sus reglas. No estoy enfadado. No, no hagas eso. Pero soy una mitad de
este hogar, y tengo una voz débil pero clara.
Charlotte se me había acercado, había caído de rodillas y sacudía la cabeza
lentamente, pero con vehemencia, mientras aferraba mis pantalones. Dijo que
nunca había pensado en eso. Dijo que yo era su dueño y su dios. Dijo que Louise
se había marchado, que hiciéramos el amor en seguida. Dijo que yo debía
perdonarla, o moriría...
Ese incidente me llenó de júbilo. Le dije que no era cuestión de pedir
perdón, sino de cambiar su modo de ser. Y resolví sacar ventaja de ello para
pasarme un buen tiempo, aislado y huraño, trabajando en mi libro... o al menos
fingiendo trabajar.
La cama turca de mi antiguo cuarto se había convertido ahora en el sofá
que siempre había sido en el fondo, y Charlotte me había advertido desde el
principio de nuestra unión que el cuarto se volvería «la guarida de un escritor».
Un par de días después del «asunto Inglaterra», estaba yo sentado en un sillón
nuevo y muy cómodo con un vasto volumen en mi regazo, cuando Charlotte
golpeó con el dedo anular y entró. Qué diferentes eran sus movimientos de los
de mi Lolita cuando solía visitarme en sus blue jeans sucios, oliendo a huerto y a
ninfolandia, chabacana y descarada, oscuramente depravada, con la parte
inferior de la camisa desabrochada. Pero permítaseme decir algo. Tras el ímpetu
de la Haze menor y el aplomo de la Haze mayor, corría un hilo de tímida vida
que tenía el mismo gusto, que murmuraba del mismo modo. Un gran doctor
francés me dijo una vez que en los parientes próximos la más leve regurgitación
estomacal tiene la misma «voz».
Charlotte entró, pues. Sentía que no todo andaba bien entre nosotros. Yo
había fingido dormirme la noche anterior (y la noche anterior a ésa) en cuanto
nos habíamos acostado, para levantarme al amanecer.
Tiernamente, me preguntó si no me «interrumpía».
—No, por el momento –dije volviendo el volumen C de la Enciclopedia de las niñas para examinar un grabado impreso en la retiración, como dicen los
impresores.
Charlotte se dirigió hacia una mesilla de imitación caoba, con un cajón.
Puso la mano sobre ella. La mesita era horrible, sin duda, pero no le había hecho
nada.
—Siempre he querido preguntarte –dijo (en tono comercial, no coqueto)–
para qué está cerrado esto. ¿La quieres en tu cuarto? Es un objeto tan feo...
—Deja eso en paz –dije (estaba en un Camping en Escandinavia).
—¿Tiene llave?
—Está escondida.
—Oh, Hum...
—Guardo cartas de amor.
Me echó una de esas miradas heridas que me irritaban tanto y después,
sin saber si yo hablaba en serio ni cómo continuar la conversación, permaneció
mirando el vidrio de la ventana –más que a través de él–, tamborileando con sus
agudas uñas rosadas, mientras yo volvía lentamente varias páginas (Canadá,
Campo, Canciones, Conducta).
Al fin (Canoas) rodó hasta mi sillón y se sentó pesadamente en el brazo,
envuelto en tweed, inundándome con el perfume que usaba mi primera mujer.
—¿Desea su señoría aquí el verano? –preguntó, señalando un paisaje
otoñal en un estado del este.
—¿Por qué? –dije con lentitud y nitidez.
Ella se encogió de hombros. Acaso Harold solía tomarse vacaciones en
otoño. Estación apacible. Reflejo condicional por parte de Charlotte.
—Creo que sé dónde se encuentra eso –dijo sin dejar de señalar–.
Recuerdo que hay un hotel, El cazador encantado. ¿Bonito, verdad? Y la comida
es una delicia. Y nadie molesta a nadie.
Restregó su mejilla contra mi sien. Valeria pronto pasó por todo eso.
—¿Te gustaría comer algo especial para la comida, querido? John y Jean
vendrán a visitarnos un poco más tarde.
Respondí con un gruñido. Me besó en el labio inferior y dijo inspiradamente
que haría una torta (subsistía la tradición desde mis días de inquilino de que yo
adoraba las tortas) y me devolvió mi ociosidad.
Dejé cuidadosamente el libro abierto donde Charlotte se había sentado (las
hojas intentaron moverse, pero un lápiz las detuvo) y revisé el escondrijo de la
llave: estaba bajo la vieja y cara navaja que usaba antes de que ella me
comprara otra mejor y más barata. ¿Era ése el lugar perfecto, allí, bajo esa
navaja, en la hendidura de su estuche de terciopelo? El estuche estaba en un
baúl donde guardaba diversos papeles. ¿Podía encontrar un sitio mejor? Es
curioso lo difícil que resulta esconder cosas, sobre todo cuando se tiene una
mujer que pasa el tiempo bregando con los muebles.
Creo que fue exactamente una semana después de nuestra última visita al
lago cuando el correo de la tarde trajo una respuesta de la segunda señorita
Phalen. La dama escribía que acababa de volver a St. Algèbre, después del
entierro de su hermana: «Euphemia nunca fue la misma desde que se rompió la
cadera». En cuanto a la hija de la señora Humbert, deseaba informar que ya era
demasiado tarde para anotarla ese año; pero ella, la Phalen sobreviviente,
estaba del todo segura de que si el señor y la señora Humbert llevaban a Dolores
en enero, su admisión era cosa hecha.
Al día siguiente, después del almuerzo, fui a ver a «nuestro» doctor, un
tipo afable cuyo tacto admirable y su fe absoluta en unas pocas drogas patentadas encubrían su ignorancia y su indiferencia hacia la ciencia médica. El
hecho de que Lo volvería a Ramsdale era un tesoro de anticipación. Debía
prepararme plenamente para ese acontecimiento. En realidad, ya había
empezado mi campaña antes, cuando Charlotte aún no había tomado su cruel
decisión. Debía asegurarme de que cuando llegara mi encantadora niña, esa
misma noche, y, después, noche tras noche, hasta que St. Algèbre me la
arrebatara, tendría los medios para hacer dormir a dos personas tan
profundamente que ningún sonido o roce las despertara. Durante casi todo el
mes de julio ensayé con varios polvos soporíferos, experimentándolos en
Charlotte, gran tomadora de píldoras. La última dosis que le di (ella pensó que
era una tableta de bromuro suave para aplacar sus nervios) la derrumbó durante
cuatro largas horas. Puse la radio al máximo. Le había encendido una luz en la
cara. La sacudí, la pinché, la pellizqué, y nada alteró el ritmo de su respiración
calma y poderosa. Sin embargo, cuando hice algo tan simple como darle un
beso, despertó de inmediato, fresca y fuerte como un pulpo (y apenas pude
escapar). Eso no resultaría, pensé. Había que encontrar algo más seguro. Al
principio, el doctor Byron no pareció creerme cuando le dije que su última
prescripción no era rival digna de mis insomnios. Sugirió que volviera a probar, y
durante un momento distrajo mi atención mostrándome retratos de su familia.
Tenía una hija fascinante de la edad de Dolly; pero advertí sus tretas e insistí
para que me prescribiera la píldora más fuerte que existiera. Me sugirió que
jugara al golf, pero acabó recomendándome algo que, según dijo, «daría buen
resultado». Abrió un botiquín y tomó un frasco lleno de cápsulas de color azul-
violeta, con una banda púrpura en un extremo. Dijo que acababan de lanzarse al
mercado y eran especiales no para neuróticos que se tranquilizan con una
prescripción de agua hábilmente administrada, sino para grandes artistas
insomnes, que debían morir unas cuantas horas por día a fin de vivir siglos. Me
encanta burlar a los doctores y, mientras me regocijaba interiormente, me metí
las píldoras en el bolsillo encogiéndome significativamente de hombros. La
verdad es que tuve que andarme con cuidado con esas píldoras. Una vez,
durante otra entrevista, un estúpido lapso me hizo mencionar mi última estadía
en el sanatorio; y creo que vi estremecerse las puntas de sus orejas. Como ni
Charlotte ni nadie tenía la suficiente perspicacia para enterarse de mi pasado,
expliqué apresuradamente que había llevado a cabo algunas investigaciones
entre dementes, para una novela. Pero no importa; el viejo granuja tenía una
muchachita encantadora...
Salí del consultorio exultante. Conduciendo el automóvil de mi mujer con
un dedo, regresé a casa alegremente. Ramsdale tenía, después de todo, muchos
encantos. Las cigarras rehilaban su canto; la avenida estaba recién lavada.
Suavemente, como deslizándome sobre seda, doblé hacia nuestra callecita
soñolienta. Todo parecía perfecto ese día. Tan azul, tan verde... Sabía que el sol
brillaba porque la llave del encendido se reflejaba en el parabrisas; y sabía que
eran exactamente las tres y media porque la enfermera que daba masajes a la
señorita Vecina todas las tardes bajaba por la estrecha acera con sus medias y
zapatos blancos. Como de costumbre, el histérico setter de Junk me ladró
mientras bajaba la pendiente, y como de costumbre el periódico local aguardaba
a la entrada, donde Kenny acababa de arrojarlo.
El día anterior había acabado el régimen de recogimiento impuesto por mí
mismo, y esa tarde llamé jubilosamente al abrir la puerta de la sala. Charlotte
estaba sentada ante el escritorio del rincón, volviéndome su nuca color crema y
sus greñas broncíneas. Usaba la misma blusa amarilla y los pantalones castaños
con que me recibió el día en que la conocí. Todavía con la mano apoyada en la
falleba, repetí mi animoso grito. La mano que escribía se detuvo. Charlotte
permaneció sin moverse un instante; después se volvió lentamente y apoyó el codo en el respaldo curvo de la silla. Su rostro, desfigurado por la emoción, no
era un espectáculo agradable para mis ojos. Miró mis piernas y dijo:
—La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la
vieja estúpida Haze ha dejado de ser una incauta. Ahora... ahora...
Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo
que Humbert Humbert dijo –o intentó decir– carece de importancia. Charlotte
siguió:
—Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te
acercas... me asomaré gritando a la ventana. ¡Atrás!
Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.
—Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a
ver a esa desgraciada mocosa. ¡Fuera de este cuarto!
Salí. Me dirigí al ex-semi-estudio. Con los brazos en jarra, permanecí un
instante absolutamente inmóvil y sereno, observando desde el umbral la mesita
violada, con su cajón abierto, una llave en la cerradura, otras cuatro sobre la
tabla de la mesa. Atravesé el descanso rumbo al dormitorio de los Humbert y con
toda tranquilidad retiré mi diario de debajo de las almohadas y lo guardé en mi
bolsillo. Después empecé a bajar las escaleras, pero me detuve en la mitad:
Charlotte hablaba por teléfono, situado junto a la puerta lateral del cuarto de
estar. Quise oír lo que decía: cancelaba un pedido por algún otro. Después volvió
a la sala. Recobré el ritmo normal de mi respiración y crucé el pasillo hacia la
cocina. Allí abrí una botella de whisky. Charlotte no resistía el whisky. Fui al
comedor y a través de la puerta entreabierta, contemplé la voluminosa espalda
de Charlotte.
—Arruinas mi vida y la tuya –dije serenamente–. Seamos civilizados. Todo
es alucinación tuya. Estás loca, Charlotte. Las notas que has encontrado son
fragmentos de una novela. Tus nombres y el de ella figuran en ellos por mera
casualidad... sólo porque los tenía a mano. Piénsalo. Te daré un trago.
No respondió ni se volvió; siguió escribiendo sus vertiginosos garabatos.
Una tercera carta, sin duda (ya había dos en sus sobres sellados sobre el
escritorio). Volví a la cocina.
Tomé dos vasos (¿a St. Algèbre, a Lo?) y abrí la heladera. Me rugió
frenéticamente mientras le arrancaba el hielo de su corazón. Corregirlo.
Hacérselo leer de nuevo. No recordaré los detalles. Cambiar, falsificar. Escribir un
fragmento y mostrárselo, o dejarlo por ahí. ¿Por qué gimen a veces tan
horriblemente las canillas? Una situación horrible, en verdad. Los cubitos de hielo
en forma de almohadas –almohadas para el osito polar, Lo– emitieron sonidos
chirriantes, crujientes, torturados, mientras el agua caliente los soltaba de sus
cárceles. Acerqué los vasos. Eché en ellos el whisky y un chorro de soda. La
heladera ladró al cerrarse. Llevando los vasos crucé el comedor y hablé a través
de la puerta de la sala, que estaba apenas entreabierta, sin espacio siquiera para
dejar pasar mi codo.
—Te he preparado un trago –dije.
No respondió, la vieja loca, y dejé los vasos sobre el aparador, junto al
teléfono, que había empezado a llamar.
—Habla Leslie, Leslie Tomson –dijo Leslie Tomson, el aficionado a los
baños al alba–. La señora Humbert, señor... La han atropellado, venga pronto.
Respondí, quizá con cierta brusquedad, que mi mujer estaba sana y salva,
y todavía con el receptor en la mano abría la puerta y dije:
—Este tipo dice que te han matado, Charlotte...
Pero en el cuarto no estaba Charlotte.
Me precipité afuera. La parte opuesta de nuestra calle ofrecía un aspecto
singular. Un gran Packard negro y brillante había trepado el empinado jardín de
la señorita Vecina avanzando en sesgo desde la calzada (donde había caído una manta de viaje) y allí estaba, resplandeciendo al sol, con las puertas abiertas
como alas, con las ruedas delanteras hundidas en las siemprevivas. A la derecha
anatómica del automóvil, sobre el cuidado césped de la pendiente, un anciano
caballero de bigotes blancos, impecablemente vestido –traje gris cruzado,
corbata de moño a lunares– yacía de espaldas, con las piernas juntas, como una
figura de cera de tamaño natural. Debo trasladar en una secuencia de palabras el
impacto de una visión instantánea; su acumulación física en las páginas
desfigura el verdadero fogonazo, la indisoluble unicidad de mi impresión: la
manta caída, el automóvil, el muñeco-anciano, la enfermera de la señorita
Vecina corriendo entre crujidos, con un vaso semivacío en la mano, de regreso
hacia la oculta entrada de la casa, donde podía imaginarse a la semidesvanecida,
aprisionada, decrépita dama chillando, pero no bastante fuerte como para apagar
los ladridos rítmicos del setter de Junk, que corría de grupo en grupo, desde un
montón de vecinos ya reunidos en la acera junto a la manta que estaba
registrando, hacia el automóvil –que había perseguido hasta allí– y por fin hasta
un tercer grupo formado por Leslie, dos policías y un hombre fornido de anteojos
de carey. Debo explicar aquí que la inmediata aparición de los gendarmes,
apenas un minuto después del accidente, se debió a que apuntaban el número
de los automóviles ilegalmente estacionados en una esquina, a dos cuadras de la
pendiente; que el tipo de anteojos era Frederick Beale, hijo, conductor del
Packard; que su padre, de setenta y nueve años, a quien la enfermera había
echado agua en el verde lecho donde yacía, no era víctima de un síncope, sino
que se recobraba cómodamente y metódicamente de un leve ataque cardíaco, o
de su posibilidad; y por fin, que la manta caída sobre la calzada (cuyas rajaduras
verdes y retorcidas solía señalarme con reprobación mi mujer) ocultaba los
restos mutilados de Charlotte Humbert, derribada y arrastrada por el automóvil
de los Beale al cruzar corriendo la calle para echar tres cartas en el buzón,
situado en la esquina del jardín de la señorita Vecina. Una bonita niña con un
sucio vestido rosa me alcanzó las cartas; me libré de ellas rompiéndolas en
pedazos y guardando sus restos en el bolsillo de mi pantalón.
Al fin llegaron tres doctores y los Farlow para sumarse a la escena. El
viudo, un hombre de excepcional dominio, no lloraba ni desvariaba. Quizá
tartamudeaba un poco, pero sólo abría la boca para impartir las informaciones o
directivas que eran estrictamente necesarias en cuanto a la identificación,
examen y destino de una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos,
sesos, pelo broncíneo y sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando sus
dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los ojos húmedos, lo acostaron en el
cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el
dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente como
la solemnidad de la ocasión lo requería.
No hay motivos para que me demore, en la relación de estos hechos, sobre
las formalidades previas al entierro o en el entierro mismo, tan apacible como lo
había sido el matrimonio. Pero debo referir unos pocos incidentes relativos a los
cuatro o cinco días posteriores a la absurda muerte de Charlotte.
La primera noche de mi viudez me emborraché tanto que dormí casi tan
profundamente como la niña que había dormido en esa cama. A la mañana
siguiente me apresuré a revisar los pedazos de cartas que guardaba en mi
bolsillo. Estaban demasiado mezclados para reconstruir cada una de ellas.
Supuse que «... y te conviene encontrarlo, pues no puedo comprarte...» provenía
de una carta a Lo; otros fragmentos parecían aludir a la intención de Charlotte
de huir con Lo a Parkington, o quizá de regreso a Pisky, para impedir que el
buitre arrebatara su precioso corderillo. Otros pedazos –nunca había supuesto
que tenía manos tan fuertes– se referían evidentemente a una inscripción no en
St. Algèbre, sino en otra escuela cuyos métodos tenían fama de ser tan duros, inhumanos y estériles (aunque en ella se jugaba al croquet bajo los olmos) que
se había ganado el apodo de «Reformatorio para señoritas». Por fin, la tercera
carta se dirigía sin duda a mí. Leí algunas frases como «... después de un año de
separación podremos...», «... oh, querido, querido mío, oh mi...», «... pero que
si me hubieras traicionado con una mujer...», «... o tal vez moriré...» Pero en
general, todo cuanto pude espiar me reveló poca cosa; los varios fragmentos de
esas tres apresuradas misivas que tenía reunidos en las palmas de mis manos
estaban tan confundidos como lo habían estado en la cabeza de la pobre
Charlotte. Ese día, John tuvo que entrevistarse con un cliente, y Jean dio de
comer a sus perros, de modo que me vi provisionalmente privado de la compañía
de mis amigos. Esas amables personas temían que me suicidara al quedarme
solo, y como no había otros amigos a mi disposición (la señorita Vecina se
encontraba incomunicada, los McCoo estaban ocupados en la construcción de
una casa nueva, a varias millas de la mía, y los Chatfield habían viajado a Maine,
solicitados por alguna dificultad familiar), asignaron a Leslie y Louise la misión de
hacerme compañía, so pretexto de ayudarme a ordenar y empacar varias cosas
huérfanas. En un momento de soberbia inspiración, mostré a los bondadosos y
crédulos Farlow (esperábamos que Leslie llegara para su cita con Louise) una
pequeña fotografía de Charlotte que había encontrado entre sus cosas. Sonreía
desde una roca, a través del pelo revuelto. Había sido tomada en abril de 1934,
una primavera memorable. Durante una visita de negocios a los Estados Unidos,
yo había tenido ocasión de pasar varios meses en Pisky. Nos habíamos conocido
y... habíamos tenido una intensa aventura. Pero, ay, yo estaba casado y ella
estaba comprometida con Haze. Cuando volví a Europa, seguimos escribiéndonos
por intermedio de un amigo, ya muerto. Jean susurró que había oído algunos
rumores y miró la instantánea; sin dejar de mirarla, la tendió a John, y John se
quitó la pipa de los labios y miró a la encantadora e inmóvil Charlotte Becker, y
me la devolvió. Después, ambos se marcharon por unas pocas horas. La dichosa
Louise retozaba con su galán en el sótano.
No bien se marcharon los Farlow, apareció un clérigo de barbilla azulada.
Traté de que la entrevista fuera lo más breve posible, aunque sin herir sus
sentimientos ni despertar sus dudas. Sí, consagraría mi vida entera al bienestar
de la niña. Le mostré una crucecita que Charlotte Becker me había dado cuando
éramos jóvenes. Yo tenía una prima, una solterona respetable que vivía en
Nueva York. Allí encontraríamos una buena escuela privada para Dolly. ¡Oh, las
argucias de Humbert!
Pensando en Louise y Leslie, que podían informar –cosa que no dejaron de
hacer– a John y Jean, hablé por teléfono a gritos tremendos (larga distancia) y
simulé una conversación con Shirley Holmes. Cuando John y Jean volvieron, los
embauqué por completo diciéndoles, en un balbuceo deliberadamente confuso y
desesperado, que Lo había partido con su grupo a una excursión de cinco días y
no era posible dar con ella.
—Dios santo –dijo Jean–. ¿Qué haremos ahora?
John dijo que la cosa era muy simple: llamaría a la policía para que
alcanzara a las excursionistas; apenas le llevaría una hora de tiempo. En
realidad, él mismo conocía el campo y...
—Oigan –siguió–: puedo ir allá ahora mismo. Y tú puedes dormir con Jean
(en realidad no agregó esto último, pero Jean apoyó su oferta con tal
apasionamiento que pareció implicada en sus palabras).
Me abatí. Discutí con John para que las cosas volvieran a su estado
anterior. Dije que no podía soportar a la chiquilla a mi alrededor, sollozando,
abrazándome. Era tan nerviosa... La experiencia podía influir sobre su futuro. Los
psicoanalistas hablaban de casos así. Hubo un súbito silencio.
—Bueno, tú eres el doctor –dijo John, no sin cierta brusquedad–. Pero después de todo, yo era amigo y consejero de Charlotte. De cualquier modo,
quisiera saber qué piensas hacer con la niña.
—John. Lo es la hija de él, no de Harold Haze –exclamó Jean–. ¿No
comprendes que Humbert es el verdadero padre de Dolly?
—Comprendo –dijo John–. Lo siento. Sí... comprendo... No me había dado
cuenta. Esto simplifica las cosas, desde luego. Y hagas lo que hicieras, estará
muy bien.
El desconsolado padre siguió diciendo que iría en busca de su delicada hija
inmediatamente después del entierro, y que haría lo posible por distraerla en
lugares muy diferentes... quizá un viajecillo a Nuevo México o California.
Siempre, claro está, que su padre viviera.
Encarné con tal arte la serenidad de la desesperación absoluta, la
contención previa a un frenético estallido, que los inapreciables Farlow me
mudaron a casa de ellos. Tenían un cuarto de huéspedes, como siempre existen
en este país; y eso fue conveniente, yo temía el insomnio y un espectro.
Debo explicar ahora mis razones para mantener alejada a Dolores. Desde
luego, al principio, recién eliminada Charlotte, cuando volví a entrar en mi casa
como padre único y me eché dos whiskys con soda entre pecho y espalda y me
encerré en el cuarto de baño para aislarme de vecinos y amigos, sólo hubo una
cosa en mi mente, en mis latidos: la conciencia de que pocas horas después, la
tibia Lolita de pelo castaño, mi Lolita solamente mía, estaría en mis brazos,
derramando lágrimas que sorbería con mis labios no bien asomaran.
Pero mientras permanecía pensando con los ojos desorbitados, todo
encendido frente al espejo, John Farlow llamó suavemente a la puerta para
preguntarme si me sentía bien. Y comprendí en seguida que sería una locura de
mi parte traerla a esa casa, con todos esos entrometidos ajetreándose a mi
alrededor y proyectando apartarla de mí. En verdad, la imprevisible Lo podría
demostrar –¿quién podía decirlo?– cierta estúpida desconfianza hacia mí, un
vago temor o cosa semejante... y adiós al mágico premio en el instante mismo
del triunfo.
Hablando de entrometidos, tuve otra visita: la del amigo Beale, el tipo que
eliminó a mi mujer. Pesado y solemne, parecido al asistente de un verdugo, con
sus mandíbulas de bulldog, sus ojuelos negros, sus anteojos de espesa armazón
y su nariz conspicua, fue presentado por John, que nos dejó cerrando la puerta
tras sí, con el mayor tacto. Mi grotesco visitante dijo que tenía dos hijas gemelas
en la misma clase que mi hijastra, y desenrolló un gran diagrama que había
hecho del accidente. Como habría dicho mi hijastra, el diagrama «estaba
fenómeno», con toda clase de flechas y líneas de puntos en tintas de diferentes
colores. El trayecto de la señora Humbert estaba ilustrado en varios puntos por
una serie de esas siluetas que se usan en las estadísticas y los anuncios. Su
propio camino tropezaba claramente e ineludiblemente con una línea sinuosa
trazada con seguridad y que representaba dos virajes sucesivos –uno hecho por
el automóvil de Beale para evitar el perro de Junk (el perro no figuraba) y el
segundo, una especie de exagerada continuación del primero, hecho para evitar
la tragedia–. Una cruz muy negra indicaba el lugar donde la pequeña silueta
había ido a dar en la acera. Busqué alguna marca similar que indicara el lugar de
la pendiente donde el inmenso padre de cera de mi visitante se había reclinado,
pero no la había. Ese caballero, sin embargo, firmaba el documento como
testigo, debajo del nombre de Leslie Tomson, la señora Vecina y otras pocas
personas.
Mientras su lápiz-picaflor volaba delicadamente y diestramente de un
punto a otro, Frederick demostró su absoluta inocencia y la distracción de mi
mujer: mientras él evitaba al perro, ella resbaló sobre el asfalto recién lavado y
cayó adelante, cuando en realidad debió echarse atrás (Fred demostró cómo hacerlo con un sacudón de sus altas hombreras). Dije que, en verdad, no era de
él la culpa, y la investigación coincidió conmigo.
Resoplando violentamente por las negras ventanas de su nariz, sacudió su
cabeza y mi mano; después, con aire de perfecto savoir vivre y caballerosa
generosidad, se ofreció para pagar los gastos del entierro. Esperaba que yo
rehusara su ofrecimiento. Con un ebrio sollozo de gratitud, lo acepté. Eso lo
desconcertó. Lentamente, con incredulidad, repitió lo que acababa de decir. Volví
a agradecérselo, aún más profusamente que antes.
Después de esa fantasmal entrevista, se aclaró por el momento la bruma
de mi mente. ¡No era de asombrarse! Había visto concretamente al agente del
destino. Había palpado la carne misma del destino... y sus hombreras. Había
ocurrido una brillante, monstruosa, súbita mutación, y allí estaba el instrumento.
En la maraña del diagrama (ama de casa apresurada, pavimento resbaladizo, un
maldito perro, un automóvil grande, un mono sentado al volante) podía
distinguir confusamente mi propia y vil contribución. De no haber sido yo tan
tonto –o un genio tan intuitivo– para guardar ese diario mío, los fluidos
producidos por el furor vindicativo y el ardor de la vergüenza no habrían cegado
a Charlotte en su carrera hacia el buzón. Pero aun habiéndola cegado, nada
habría ocurrido si el destino preciso, ese fantasma sincronizador, no hubiera
mezclado en su alambique el automóvil y el perro y el sol y la sombra y la
humedad y el débil y el fuerte y la piedra. ¡Adiós, Marlene! El ceremonioso
apretón de manos del gordo destino (encarnado por Beale, antes de salir de mi
cuarto) me arrancó de mi sopor; y lloré, señores y señoras del jurado: lloré.
Olmos y álamos volvían sus estremecidas espaldas contra una súbita
ráfaga y una negra nube asomaba sobre la torre blanca de la iglesia de Ramsdale
cuando miré en torno a mí por última vez. Dejaba en pos de aventuras
desconocidas la triste casa donde había alquilado un cuarto sólo dos meses
antes. Los visillos –económicos y prácticos visillos de bambú– estaban bajos. En
las entradas o en la casa, su rico tejido se presta al drama moderno. Una gota de
lluvia cayó sobre mis nudillos. Volví a la casa en busca de algo, mientras John
acomodaba mi equipaje en el automóvil. Entonces ocurrió algo gracioso. No sé si
en estas trágicas notas he destacado bastante la peculiar atracción que la
apostura del autor –seudocéltico, atractivamente simiesco, juvenilmente varonil–
ejercía para mujeres de toda edad y ambiente. Desde luego, tales declaraciones
hechas en primera persona pueden parecer ridículas. Pero de cuando en cuando
debo recordar al lector mi aspecto, así como un novelista profesional que
atribuye a un personaje suyo una cierta afectación o un perro, debe mostrar esa
afectación o ese perro cada vez que el personaje aparece en el curso del libro.
Pero en el caso actual es aún más importante. Mi núbil Lo sucumbía al encanto
de Humbert como al de la música sincopada; la adulta Lotte me quería con una
pasión madura, posesiva, que ahora deploro y respeto más de lo que me tomo el
trabajo de decir. Jean Farlow, de treinta y un años y absolutamente neurótica,
también parecía sentir una fuerte atracción por mí. Era agradable, con algo de
talle indígena a causa del matiz siena de su piel. Sus labios eran como anchos
pólipos carmesíes, y cuando emitía su risa inconfundible mostraba grandes
dientes romos y encías pálidas.
Era muy alta, usaba pantalones con sandalias o polleras acampanadas con
zapatos de bailarina, bebía cualquier alcohol fuerte en cualquier cantidad, había
tenido dos abortos, escribía relatos sobre animales, pintaba, como sabe el lector,
paisajes, alimentaba ya el cáncer que la mataría a los treinta y tres años y yo la
encontraba sin la menor atracción. Júzguese, pues, mi alarma cuando pocos
segundos antes de marcharme (estábamos en el pasillo), Jean, con sus dedos
siempre trémulos, me tomó por las sienes y con lágrimas en sus brillantes ojos celestes intentó sin éxito pegarse a mis labios.
—Cuídate –dijo–. Besa a tu hija por mí.
Un trueno resonó en la casa toda y ella agregó:
—Quizá en alguna parte, algún día, en momentos menos tristes, volvamos
a vernos...
(Jean, dondequiera que estés, en un espacio temporal negativo o en un
tiempo espiritual positivo, perdóname todo esto, inclusive los paréntesis).
Después, cambié apretones de manos con los dos en la calle, en la calle
empinada, y todo giró y huyó ante el blanco diluvio que se acercaba, y un
camión con un colchón proveniente de Filadelfia fue acercándose a una casa
vacía, y el polvo corrió y remolineó sobre la laja de piedra donde Charlotte –
cuando levantaron la manta– aparecía curvada, con los ojos intactos, las negras
pestañas aún mojadas, pegoteadas, como las tuyas, Lolita.