La cabina de dos cuartos que habíamos reservado en un alojamiento de
Elphinstone resultó pertenecer al tipo de construcciones de luciente pino que
tanto gustaba a Lo en los días de nuestro despreocupado viaje anterior. ¡Oh, qué
diferentes eran las cosas ahora! Después de todo... Bueno, en verdad... Después de todo, señores, se hacía cada vez más evidente que todos esos detectives
idénticos en automóviles cambiantes eran ficciones de mi manía de persecución,
imágenes tautológicas basadas en la coincidencia y el parecido casual. Soyons logiques, decía la parte gálica de mi cerebro, y desarraigaba la noción de un
viajante de comercio o un gángster de comedia, chiflado por Lolita, que me perseguía y burlaba y sacaba no poco provecho de mis extrañas relaciones con la ley. Recuerdo que hasta desarrollé una explicación de la llamada telefónica desde «Birdsley»... Pero si podía olvidar a Trapp, si había olvidado mis convulsiones en
el jardín de Champion, no podía hacer lo mismo con la angustia de saber a Lolita tan inasequible, tan remota y adorada en las vísperas de una nueva etapa, cuando mis alambiques me decían que dejaría de ser una nínfula, que dejaría de torturarme.
En Elphinstone me aguardaba una nueva preocupación, abominable, perfectamente gratuita y amorosamente preparada. Lo había permanecido
silenciosa y hosca durante la última etapa -doscientas millas montañosas,
incontaminadas por huellas gris-humo o bandidos zigzagueantes-. Apenas miró
la famosa roca de forma curiosa y espléndido rubor que se destacaba sobre las montañas y que había sido el punto de partida hacia el nirvana para una corista
temperamental. La ciudad había sido recién construida, o reconstruida, sobre el chato suelo de una meseta a siete mil pies de altura. Pronto habría de aburrir a Lo, esperaba, y zarparíamos hacia California, hacia la frontera mexicana, hacia bahías míticas, desiertos con pitas, espejismos. José Lizarrabengoa, como
recordarán ustedes, había planeado llevarse a su Carmen a los États Unis.
Conjuré un partido de tenis en Centroamérica, en el cual participaban
brillantemente Dolores Haze y varias campeonas de colegios californianos. Los viajes de buena voluntad y deporte. ¿Por qué suponía yo que seríamos felices en el extranjero? Un cambio de ambiente es la falacia tradicional sobre la cual
descansan los amores -y los pulmones- condenados.
La señora Hays, una viuda vivaz, enrojecida como un ladrillo y con ojos celestes que dirigía el alojamiento, me preguntó si acaso era yo suizo, porque su hermana se había casado con un profesor de ski suizo. Sí, lo era, mientras que
mi hija era medio irlandesa. Firmé, la señora Hay me dio la llave y una sonrisa trémula y, aún sonriendo, me indicó dónde estacionar el automóvil. Lo bajó y se estremeció ligeramente: el luminoso aire del crepúsculo era decididamente
fresco. No bien entró en la cabina, se arrojó en una silla ante una mesa de juego
y apoyó la cabeza en el ángulo de su brazo doblado. Dijo que se sentía muy mal.
Mientes, pensé; mentiras para evitar mis caricias. Yo me sentía
apasionadamente abrasado; pero ella empezó a sollozar con insólita intensidad cuando intenté mimarla. Lolita enferma. Lolita moribunda. ¡Le ardía la piel! Le tomé la temperatura por vía oral, y después consulté una fórmula borroneada en una libreta. Después de reducir laboriosamente los grados Fahrenheit - incomprensibles para mí- a los íntimos grados centígrados de mi niñez, encontré que tenía 40,4 grados, cosa que por fin significaba algo. Sabía que las nínfulas
histéricas pueden pasar por todas las temperaturas, inclusive las que exceden un
límite fatal. Y le habría dado un vaso de vino caliente con canela y dos aspirinas, le habría besado sin más la frente ardorosa, si tras un examen de su encantadora úvula -uno de los tesoros de su cuerpo- no hubiera advertido que
estaba demasiado roja. La desvestí. Su aliento era agridulce. Su rosa parda sabía
a sangre. Temblaba de la cabeza a los pies. Se quejó de una dolorosa rigidez de las vértebras superiores y yo pensé, como todo padre norteamericano habría hecho, en la poliomielitis. Abandonando toda esperanza de contacto sexual, la envolví en una manta y la llevé al automóvil. La amable señora Hays había
avisado al médico, mientras tanto. «Tiene usted suerte de que haya ocurrido aquí», me dijo: no sólo el doctor Blue era el mejor hombre del distrito, sino que el hospital de Elphinstone era todo lo moderno que podía imaginarse, a pesar de
su capacidad limitada. Perseguido por un Erlkonig heterosexual fui hacia allí,
deslumbrado por un crepúsculo real y guiado por una mujeruca, una bruja portátil -quizá hermana de Erlkonig- a quien me había recomendado la señora Hays y a la que nunca volvería a ver. El doctor Blue, cuya ciencia era sin duda
infinitamente inferior a su reputación, me aseguró que era un virus infeccioso, y
cuando aludí a su grippe relativamente reciente, dijo lacónicamente que ése era
otro cantar. Había tenido en sus manos cuarenta casos parecidos. Todo eso
sonaba como la «calentura» de los antiguos. Me pregunté si debía mencionar, con una risilla, que mi hija de quince años había tenido un accidente sin importancia al trepar un cerco con un amigo, pero sabiéndome borracho decidí
posponer la información hasta que fuera necesaria. Dije a un esperpento rubio que oficiaba como secretaria, que mi hija tenía «prácticamente dieciséis años» ¡Mientras yo no miraba, se la llevaron! Insistí en vano para que me permitieran
pasar la noche en un colchón, en cualquier escondrijo de ese maldito hospital.
Subí una escalera constructivista, traté de localizar a mi amada para decirle que le convendría estarse callada, si se sentía tan mareada como todos nosotros. En un momento dado, fui terriblemente grosero con una enfermera muy joven, de
carrillos hinchados y partes glúteas superdesarrolladas y con deslumbrantes ojos
negros. Me enteré que tenía origen vasco. Su padre era un pastor importado, un
instructor de perros ovejeros. Al fin volví al automóvil y me quedé allí no sé cuántas horas, acurrucado en la oscuridad, perplejo por esa nueva soledad mía, mirando boquiabierto ya el edificio del hospital, confusamente iluminado,
cuadrado y bajo entre los muchos jardines de su cuadra, ya a las estrellas y los
bordes serrados de la haute montagne donde en ese instante el padre de Mary, el solitario Joseph Lore, soñaba con Oloron, Lagore, Rolas -que sais-je!- o con seducir a una oveja. Esos fragantes pensamientos vagabundos siempre han sido
un solaz para mí en momentos de insólita desazón, y sólo cuando a pesar de libaciones harto generosas me sentí entumecido por la noche infinita, pensé en volver al alojamiento. La vieja había desaparecido y no conocía muy bien el camino. Amplios senderos de granza atravesaban soñolientas sombras rectangulares. Percibí lo que parecía la silueta de una horca en lo que parecía el patio de una escuela; en otra cuadra surgió del abovedado silencio el pálido templo de una secta local. Al fin encontré la carretera y después el alojamiento, donde millones de insectos revoloteaban en torno al letrero de neón:
«Totalmente ocupado». A las tres de la mañana, después de una de esas intempestivas duchas calientes que sólo ayudan a fijar la desesperación y el cansancio, me tendí en la cama de Lo, que olía a castañas y rosas, a menta, a ese delicado y peculiar perfume francés que le había permitido usar hacía poco.
Sólo entonces fui capaz de asimilar el hecho de que por primera vez en dos años
estaba separado de mi Lolita. Simultáneamente se me ocurrió que su enfermedad era como el desarrollo de un tema que tenía el mismo gusto y el
tono que la serie de impresiones vinculadas que me habían atormentado y maravillado durante nuestro viaje. Imaginé a ese agente secreto, o amante
secreto, o alucinación, o lo que fuere, rondando el hospital... Y la aurora apenas
«había entibiado sus manos», como dicen las espigadoras de lavanda en mi tierra natal, cuando me sorprendí tratando de volver a entrar en esa cárcel y llamando a sus puertas, verdes, sin haber desayunado, sin tener donde
sentarme, desesperado.
Eso ocurrió el martes, y el miércoles o jueves Lo reaccionó
maravillosamente, como la maravilla que era, a cierto «suero» (esperma de
gorrión o ubre de mamífero). El doctor dijo que un par de días más... y andaría «brincando» de nuevo.
De las ocho veces que la visité, sólo la última quedó nítidamente grabada
en mi recuerdo. Fue toda una proeza para mí, porque ya me sentía roído por la
infección que también había empezado a socavarme a mí. Nadie podrá saber qué
esfuerzo tuve que hacer para llevar ese ramillete, esa carga de amor, esos libros que había comprado después de viajar sesenta millas: las Obras dramáticas de Browning, la Historia de la danza, Payasos y Golondrinas, El ballet ruso, Flores de la Montaña, Antología teatral, Tennis, por Hellen Wells, que había ganado el
Premio Nacional para Cadetes a los quince años. Mientras trepaba hacia la puerta
del cuarto privado de mi hija (trece dólares por día), Mary Lore, la enfermera bestialmente joven que me había tomado una manifiesta antipatía, apareció con una bandeja de desayuno, la depositó con un rápido ademán sobre una silla en el
corredor y volvió a entrar en el cuarto meneando las nalgas -quizá para advertir a la pobre Dolores que su tiránico padre se acercaba con suelas de goma, libros y un ramillete: había compuesto este último con flores silvestres y hermosas hojas recogidas por mis propias manos enguantadas en un paso de la montaña, al amanecer (durante esa semana fatal apenas dormí).
¿Comería bien mi Carmencita? Eché una mirada a la bandeja. Sobre un plato manchado de huevo había un sobre arrugado. Había contenido algo, puesto
que un lado estaba roto, pero no había dirección en él. Sólo un presuntuoso dibujo heráldico con la inscripción «Hotel Ponderosa» en letras verdes. Después me entretuve en un chassé-croisé con Mary, que reapareció nuevamente -es
maravillosa la rapidez con que se mueven y lo poco que hacen esas jóvenes enfermeras de grandes traseros-. Miró el sobre que había puesto nuevamente
sobre el plato, alisado.
-Será mejor que no toque -dijo moviendo la cabeza en dirección al sobre- Podría quemarse los dedos.
Contestarle estaba por debajo de mi dignidad. Todo cuanto dije fue:
-Je croyais que c'était una cuenta, no un billet-doux...
Después, entrando en el cuarto soleado:
-Bonjour, mon petit.
-Dolores -dijo Mary Lore, que entró conmigo, se me adelantó, la gorda ramera, parpadeó y empezó a doblar muy rápidamente una frazada blanca-, tu papá oree que recibes cartas de tu amiguito. Soy yo -palmeándose con
insolencia una crucecilla de oro que llevaba al pecho- quien las recibe. Y mi papá
sabe tanto franchute como usted.
Salió del cuarto. Dolores, encendida y broncínea, con los labios recién pintados, el pelo cepillado, los brazos desnudos extendidos sobre el limpio
cobertor, yacía inocentemente, sonriéndome a mí o a nada.
Sobre la mesa de luz, junto a una servilleta de papel y un lápiz, su anillo de topacio ardía al sol.
-Qué flores tan fúnebres -dijo-. Gracias lo mismo. Pero, ¿quieres dejar de hablar en francés? Fastidias a todos.
Con su ímpetu habitual volvió a entrar la maldita enfermera. Olía a orín y ajos y llevaba el Desert News, que su paciente aceptó con presteza, ignorando
los volúmenes suntuosamente ilustrados que le había comprado.
-Mi hermana Ann -dijo Mary (información de último momento con arrière-
pensé)- trabaja en el Hotel Ponderosa.
Pobre Barba Azul. Cuánta brutalidad. Est-ce que tu ne m'aimes plus, ma Carmen? Nunca me había querido. En ese instante supe que mi amor era
desesperado... y supe también que las dos muchachas conspiraban, tramaban en
vasco o en zemfiriano, contra mi amor desesperado. Más aún, diré que Lo hacía doble juego, puesto que también engañaba a la tonta y sentimental Mary, a
quien habría dicho, tal vez, que quería irse a vivir con su encantador tío, y no con su padre, cruel y melancólico. Otra enfermera, que nunca identifiqué, y el idiota de la aldea -que acarreaba camisolas y ataúdes hasta el ascensor- y los imbéciles pájaros verdes en una jaula de la sala de espera... todos conspiraban
en esa sórdida trama. Supongo que Mary creía que el profesor Humbertoldi, padre de comedia, se oponía a los amores entre Dolores y el sucedáneo de su
padre, el rollizo Romeo (porque tú eras más bien grasiento Romeo, a pesar de toda esa «nieve» y ese «juego de goce»).
Me dolía la garganta. Permanecí frente a la ventana, tragando,
contemplando las montañas, la romántica roca alta en el cielo sonriente y conspirador.
-Carmen -dije (solía llamarla así, a veces), saldremos de esta ciudad horrible no bien te levantes.
-Entre paréntesis -dijo la gitanilla levantando las rodillas y volviendo otra página-, necesito todos mis vestidos.
-... porque, en realidad -continué-, no tenemos nada que hacer aquí.
-No tenemos nada que hacer en ninguna parte -dijo Lolita.
Me eché en un sillón de cretona, abrí el atractivo libro sobre botánica, e intenté, en el zumbido febril del cuarto, identificar mis flores. Resultó imposible.
Al fin sonó en algún punto del pasillo una campanilla musical.
No creo que hubiera en ese ostentoso hospital más de media docena de pacientes (tres o cuatro eran maniáticos, según me había informado Lo,
alegremente). El personal no tenía demasiado trabajo, pero, también por mera ostentación, las ordenanzas eran rígidas. También es cierto que yo iba en las horas prohibidas. No sin un imperceptible dejo de soñadora malice, la visionaria
Mary (la próxima vez habría une belle dame toute en bleu flotando a través del Cañón Rugiente) me tomó de una manga y me hizo salir. Le miré la mano. La dejó caer. Mientras salía, mientras salía por mi propia voluntad, Dolores Haze me recordó que a la mañana siguiente debía llevarle... No recordaba dónde estaban
las diversas cosas que necesitaba...
Ya fuera del alcance de mi vista, mientras la puerta se movía, se cerraba, se había cerrado, gritó:
-Tráeme la valija nueva gris y el baúl de mamá.
Pero a la mañana siguiente yo temblaba y me emborrachaba y moría en la cama del alojamiento, que Lo había usado unos minutos apenas, y lo mejor que
podía hacer era enviar dos envoltorios por medio del beau de la viuda, un
camionero robusto y amable. Imaginé a Lo mostrando sus tesoros a Mary... Sin
duda, deliraba un poco... y al día siguiente, más que un cuerpo sólido, seguía siendo una vibración, pues cuando miré por la ventana del cuarto de baño hacia el terreno adyacente, vi la hermosa y joven bicicleta de Lo afirmada sobre sus soportes, con la rueda delantera desviada, como siempre y un gorrión sobre el
asiento. Pero era la bicicleta de la dueña. Sonreí apenas, sacudí la cabeza ante mis pobres y tiernas imaginaciones, y volví bamboleándome a la cama; allí me quedé quieto como un santo
-¡Santo, Dios! Mientras Dolores
en un resplandor de sol,
lee historias divertidas
en su revista de cine- representado por numerosos especímenes dondequiera que Dolores se posara, y
en la ciudad se celebraba alguna festividad local, a juzgar por los fuegos de
artificio, verdaderas bombas que explotaban sin cesar; y a la una menos cinco de
la tarde oí el susurro de unos labios junto a la puerta entreabierta de mi cabina,
y después una llamada.
Era el grandote de Frank. Permaneció enmarcado en el vano de la puerta, una mano sobre la jamba, inclinándose un poco adelante.
Cómo está. La enfermera Lore llamaba por teléfono. Quería saber si yo estaba mejor y si iría esa tarde.
A veinte pasos, Frank parecía una montaña de salud. A cinco, como ahora, era un mosaico rubicundo de cicatrices; había sido despedido a través de una
pared; pero a pesar de sus muchas heridas, era capaz de manejar un camión tremendo, de pescar, cazar, beber y retozar alegremente con las damas que encontraba junto al camino. Ese día, ya porque fuera una gran festividad o
porque deseara entretener a un hombre enfermo, se quitó el guante que solía usar en la mano izquierda (la que tenía apoyada en el marco de la puerta) y reveló al fascinado doliente no sólo la falta completa del cuarto y quinto dedos, sino también una muchacha desnuda, con pechos cinabrios y triángulo de tinta
china, pulcramente tatuada en el dorso de su mano mutilada; el índice y el dedo medio eran tas piernas, mientras el puño llevaba su cabeza coronada de flores. Oh, delicioso... reclinada contra el marco, como un hada traviesa...
Le pedí que dijera a Mary Lore que me quedaría la tarde entera en la cama y en algún momento del día siguiente me pondría en contacto con ella, si me
sentía bastante polinesio.
Advirtió la dirección de mi mirada e hizo que la cadera derecha de la mujercita se meneara amorosamente.
-Formidable -asintió el grandote Frank.
Palmeó el marco de la puerta y se llevó silbando mi mensaje. Por la tarde, seguí bebiendo y a la mañana la fiebre había desaparecido. Aunque me sentía blando como un sapo, me puse la bata roja sobre el pijama amarillo maíz y me dirigí a la cabina telefónica. Todo andaba bien. Una voz enérgica me informó que sí, que todo andaba bien: habían dado de alta a mi hija el día anterior; a eso de
las dos, su tío, el señor Gustave, había ido a buscarla con un cachorro de cocker spaniel y una sonrisa para todos y un Cadillac negro, y había pagado la cuenta de Dolly en efectivo, y les había dicho que me dijeran que no me preocupara,
que me cuidara, que ellos se marchaban al rancho del abuelo, según lo convenido.
Elphinstone era, y espero que lo sea todavía, una ciudad pequeña y atractiva. Se extendía como una maquette, con sus arbolitos de paño verde y sus casas de tejados rojos sobre el valle.
Creo que ya he hablado de su escuela modelo y de su templo y de sus espaciosas manzanas rectangulares, algunas de las cuales, cosa extraña, no eran
sino insólitos terrenos de pastoreo con un mulo o un unicornio pastando en la
bruma matinal del reciente julio. Muy divertido: durante una vuelta que hizo gemir la granza rocé el automóvil estacionado y dije (telepáticamente, espero) a
su dueño gesticulante que regresaría después, dirección: Bird School12 Bird, New Bird. El gin mantenía en vilo mi corazón pero nublaba mi cerebro, y después de algunos lapsos comunes en las secuencias de los sueños, me encontré en la
mesa de entradas, tratando de golpear al médico y aullando a personas escondidas debajo de sillas y clamando por Mary, que, afortunadamente, no
estaba presente. Manos poderosas me asieron por la bata y arrancaron el bolsillo. Creo que me había sentado sobre un paciente calvo de cabeza atezada (a quien había confundido con el doctor Blue) que al fin se levantó diciendo con un acento ridículo: «Bueno, ¿quién es aquí el neurótico?» Después, una enfermera flaca y seria se presentó ante mí, con siete libros hermosos, hermosos
y una manta exquisitamente doblada, y me pidió un recibo. Y en el súbito silencio advertí la presencia de un policía, al cual me señalaba el dueño del
automóvil dañado. Firmé dócilmente el simbólico recibo entregando así a Lolita a
todos esos gorilas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Un paso en falso... y habría tenido que explicar toda una vida de crimen. De modo que simulé que volvía en mí de una ofuscación. Pagué al dueño del automóvil lo que consideré justo.
Al doctor Blue, quien entonces me daba un apretón de manos, hablé con lágrimas en los ojos del alcohol con que sostenía demasiado generosamente un
corazón fatigado, pero no necesariamente enfermo. Ante el hospital en general me disculpé con tal arrebato que casi me abatió, si bien añadí que no estaba en muy buenos términos con el resto del clan Humbert. A mí mismo me susurré que
todavía tenía mi revólver, que todavía era un hombre libre..., libre para rastrear a los fugitivos, libre para destruir a mi hermano.
Mil millas de un camino suave como seda separaban Kasbeam -donde, con gran candor de mi parte, el demonio rojo había aparecido por primera vez- de la fatal Elphinstone, a la cual habíamos llegado una semana antes del Día de la
Independencia.
El viaje nos había llevado casi todo junio, pues apenas habíamos andado más de ciento cincuenta millas por día. Pasábamos el resto del tiempo -hasta cinco días, en un caso- en diversos paraderos, todos ellos también dispuestos de
antemano, sin duda. Ése, pues, era el trecho por el cual debía buscar el rastro del demonio; ésa fue la tarea a la cual me consagré después de varios días
indescriptibles, durante los cuales fui y vine por los caminos infinitamente reiterados en la vecindad de Elphinstone.
Imagíname, lector, con mi timidez, mi repudio de toda ostentación, mi sentido inherente del comme il faut; imagíname disfrazando el frenesí de mi dolor con una trémula sonrisa propiciatoria mientras urdía algún pretexto para echar una ojeada al registro del hotel. «Ah, es casi seguro que pasé por aquí una
vez -decía-. Permítame usted ver los asientos de mediados de junio... no, creo que después de todo me equivoco... Qué hermoso nombre para una ciudad, Kawtagain. Muchas gracias». O: «Hay un cliente mío aquí... He perdido su
dirección... ¿Puedo?...» De cuando en cuando, sobre todo si el encargado del lugar pertenecía a cierto sombrío tipo masculino, la inspección personal de los libros me era negada.
Tengo aquí un memorándum: entre el 5 de julio y el 18 de noviembre, cuando volví a Beardsley por unos pocos días, registré, si no permanecí en ellos, trescientos cuarenta y dos hoteles, alojamientos y casas para turistas. Esa cifra incluye unos cuantos registros entre Chestnut y Beardsley, en uno de los cuales encontré una sombra del demonio («N. Petit Larousse, III»). Debía espaciar mis
investigaciones con toda cautela para no atraer una atención indebida. Y por lo menos en cincuenta lugares me limité a preguntar en la administración... Pero
ésas eran preguntas fútiles, y prefería echar una cierta base de verosimilitud y buena voluntad pagando un cuarto innecesario. Mi investigación demostró que de los trescientos o más libros revisados, veinte por lo menos me suministraron
una clave: el demonio errabundo se había detenido con más frecuencia que
nosotros o bien -era muy capaz de eso- había inventado registros adicionales para abastecerme bien de datos falsos. Sólo en un caso había residido en el mismo alojamiento de acoplados que nosotros, a pocos pasos de la almohada de Lolita. En algunos casos había tomado un cuarto en la misma manzana o en las
cercanías. No pocas veces había esperado en algún punto intermedio entre dos
lugares. Con qué nitidez recordaba a Lolita, justo antes de nuestra partida de
Beardsley, echada en la alfombra de la sala, estudiando libros de viajes y mapas
turísticos y marcándolos con su lápiz labial... Describí asimismo que el demonio había previsto mis investigaciones y
había dejado seudónimos insultantes dirigidos a mí. En la administración del
primer alojamiento que visité, el «Ponderosa», su anotación, entre otras doce evidentemente humanas, decía: «Dr. Gratiano Forbeson, Mirandola, N. Y.». Sus
connotaciones de la comedia italiana no dejaron de impresionarme, desde luego.
La dueña se dignó informarme que el caballero había permanecido en su alojamiento cinco días con un fuerte resfrío, que había dejado su automóvil en algún taller de reparaciones y que había partido el 4 de julio. Sí, una muchacha
llamada Ann Lore había trabajado en otra época en el alojamiento, pero ahora
estaba casada con un fiambrero y vivía en Cedar City. Una noche de luna me topé con Mary, de zapatos, como un autómata, pero logré humanizarla cayendo de rodillas y suplicándole que me ayudara. No sabía una sola palabra, me juró.
¿Quién era ese Gratiano Forbeson? Pareció vacilar. Exhibí un billete de cien
dólares. Lo alzó contra la luz de la luna. «Es su hermano», susurró al fin. Le arranqué de las manos frías de luna el billete y escupiéndole una palabrota
francesa me volví y eché a correr, eso me enseñó a no confiar sino en mí mismo.
Ningún detective podría descubrir las claves que Trapp había adaptado a mi
mente y mi estilo. No podía suponer, desde luego, que me dejara en algún lugar su dirección y su nombre verdaderos; pero esperaba que resbalara en el brillo de su propia sutileza, atreviéndose, por ejemplo, a introducir un toque de color más
intenso y personal de lo que era estrictamente necesario, o revelando demasiado
en una suma de partes cuantitativas que revelaban demasiado poco. Algo consiguió: consiguió que yo mismo y mi angustia tomáramos parte de su juego demoníaco. Con infinita destreza vacilaba, tambaleaba y readquirí un equilibrio imposible, dejándome cada vez con la esperanza deportiva -si puedo emplear
semejante palabra al hablar de traición, furor, desolación, horror y odio- de que
la próxima vez se descubriría. Nunca lo admiramos al acróbata de traje de
lentejuelas que camina con gracia meticulosa sobre la cuerda floja, en la luz de
talco. ¡Pero cuánto más extraño es el arte del que camina sobre esa cuerda con
ropas andrajosas, encarnando a un borracho grotesco! Yo habría de conocer ese
arte.
Las pistas dejadas no establecieron su identidad, pero reflejaron su
personalidad, o al menos una personalidad homogénea y curiosa; su índole, su
tipo de humorismo -o a lo sumo, las muestras mejores-; las características de
su mente y sus afinidades con la mía. Se burlaba de mí, me imitaba. Sus
alusiones eran muy intelectuales. Era un hombre de muchas lecturas. Sabía
francés. Era versado en logomaquia y logopedalogía. Era aficionado a la
erudición sexual. Tenía una caligrafía femenina. Podía ocultar su nombre, pero
no disfrazar, por más que las inclinara, sus tes, sus eles, sus jotas. Quelquepart
Island era una de sus residencias preferidas. No usaba estilográfica, cosa que
habría significado -como explicaría cualquier psicoanalista- que era un ondinista.
Todos esperamos misericordiosamente que haya ninfas acuáticas en la Estigia.
Su rasgo principal era su pasión por el suplicio de Tántalo. ¡Dios, qué
tormento era el pobre tipo! Desafiaba mi erudición. Me enorgullezco lo bastante
de saber algo como para mostrarme modesto por no saber nada. Y me atrevería
a decir que interpreté torcidamente algunos elementos en esa persecución
criptográmica. ¡Qué estremecimiento de triunfo y odio sacudía mi frágil esqueleto
cuando entre los nombres insulsos e inocentes del registro de un hotel su
acertijo demoníaco me eyaculaba en la cara! Advertí que cuando temía que sus
enigmas se hicieran demasiado recónditos, aun para un intérprete como yo, me
cebaba con uno fácil. «Arse Lupin» era obvio para un francés que recordaba las
historias detectivescas de su juventud. Y casi no era preciso conocer a Coleridge
para apreciar el dudoso chiste de «A. Person, Porlocn, Inglaterra». De gusto
horrible, pero esencialmente sugestivo de una personalidad culta -que no era la
de un policía, de un turista común, de un viajante obsceno-, eran nombres
ficticios tales como «Arthur Rainbow», evidentemente el autor disfrazado de Le
Batteau Bleu -permitidme reír un poco también a mí, caballeros- y «Morris
Shmetterling», de L'Oiseau Ivre (touché, lector). El tonto pero divertido «D.
Orgon, Elmira, N. Y.» provenía de Molière, desde luego, y como yo había tratado
de interesar poco antes a Lolita en una famosa obra del siglo XVIII, recibí como a
un viejo amigo el «Harry Bumper, Sheridan, Wyo.». Una enciclopedia corriente
me informó quién era el peculiar «Phineas Quimby, Lebanon, N. H.»; y cualquier
buen freudiano de nombre alemán y cierto interés en la prostitución religiosa,
reconocerá de inmediato la alusión de «Dr. Kitzler, Edyx, Miss.» Ese tipo de
diversión era ostentoso pero personal y, por ende, inocuo. Entre las anotaciones
que detuvieron mi atención como pistas indudables per se, pero que me
desconcertaron con respecto a sus sutilezas, no he de mencionar muchas, puesto
que presiento que ando a tientas en una niebla fronteriza donde fantasmas verbales se convierten quizá en turistas reales. ¿Quién era «Johnny Randal,
Ramble, Ohio»? ¿O era una persona de verdad que tenía una caligrafía similar al
autor de «N. S. Aristoff, Catagela, N. Y.»? ¿Qué era eso de «Catagela»? ¿Y cómo
se explicaba «James Mayor Morell, Hoaxton, Inglaterra», «Aristófanes»,
«hoax»...13 eso estaba claro, pero, ¿qué era lo que no comprendía?
Había en toda esa seudonimia una tensión que me provocaba palpitaciones
especialmente dolorosas. Cosas como «G. Trapp, Geneva, N. Y.», demostraban
la traición de Lolita. «Aubrey Beardsley, Quelquepart Island» sugerían más
lúcidamente que el mensaje telefónico que los comienzos de la aventura debían
situarse en el este. «Lucas Picador, Merrymay, Pa.», insinuaba que mi Carmen
habían revelado mi patético sentimentalismo al impostor. Horriblemente cruel,
por cierto, era «Will Brown, Dolores, Colo.». El lúgubre «Harold Haze,
Tombstone, Arizona» (que en otras épocas habría suscitado mi sentido del
humor) sugería una familiaridad con el pasado de la niña e insinuaba como en
una pesadilla que mi presa era un amigo de la familia, quizá un antiguo amor de
Charlotte, quizá un «enderezador de entuertos» («Donald Quix, Sierra, Ne.»).
Pero el dardo más punzante fue el anagrama anotado en el registro de «El
Castaño»: «Ted Hunter, Cane, N. H.»14.
Los números de las chapas de automóviles garabateados por todos esos
Personajes y Orgon y Morrel y Trapp sólo me confirmaron que los encargados de
los alojamientos omiten verificar si los automóviles de sus huéspedes están
correctamente registrados. Desde luego, las referencias -indicadas de manera
incompleta o incorrecta- a los automóviles alquilados por el demonio para sus
etapas entre Wace y Elphinstone eran inútiles. El número del rojo inicial era un
rompecabezas de números traspuestos, omitidos o alterados, pero formando
combinaciones con referencias mutuas (tales como «WS 1564» y «SH 1616» y
«Q 32888» y «CU 883222»), tan hábilmente urdidas que casi nunca revelaban
un común denominador.
Se me ocurrió que después de entregar aquel convertible a cómplices
suyos, en Wace, algún sucesor pudo ser menos cuidadoso e inscribir en la
administración de algún hotel el arquetipo de esas cifras correlacionadas. Pero si
localizar al demonio a lo largo de un camino que, según me constaba, había
atravesado, era cosa tan vaga y estéril, ¿cómo rastrear a conductores
desconocidos que habían viajado por caminos desconocidos?
Cuando llegué a Beardsley, en el transcurso de la terrible recapitulación
que ya he discutido con bastante extensión, habíase formado en mi mente una
imagen completa. Y a través del siempre azaroso proceso de eliminación había
reducido esa imagen a la única fuente concreta que podía suministrar la
celebración morbosa y la memoria embotada.
Salvo el reverendo Rigor Mortis (como lo llamaban las niñas) y el anciano
caballero que enseñaba alemán y latín (materias optativas), no había profesores
varones en Beardsley School. Pero en dos ocasiones especiales, un profesor de
historia del arte de Beardsley College había visitado la escuela para mostrar a las
alumnas en una linterna mágica fotografías de castillos franceses y de cuadros
del siglo XX. Yo habría deseado asistir a esas proyecciones y conferencias, pero
Dolly, como de costumbre, me pidió que no lo hiciera. Recuerdo asimismo que
Gastón se había referido a ese conferenciante como un garçón brillante, pero eso
era todo; la memoria se negaba a suministrar el nombre del aficionado a los castillos.
El día fijado para la ejecución, atravesé la cellisca y los jardines del
Beardsley College hacia la secretaría. Allí me informaron que el nombre del tipo
era Riggs (suena como el de un ministro), que era soltero, y que al cabo de diez
minutos saldría del «Museo», donde se encontraba dando clase. En el pasaje que
llevaba al auditorio me senté sobre un mísero banco de mármol donado por
Cecilia Dalrymple Ramble. Mientras esperaba allí, en prostática incomodidad,
borracho, sin haber dormido, con el revólver en mi puño en el bolsillo del
impermeable, se me ocurrió de pronto que estaba loco y a punto de cometer una
estupidez. No había una sola oportunidad en un millón de que Albert Riggs,
profesor asociado, ocultara a mi Lolita en su casa de Beardsley, calle Pritchard
número 24. No podía ser el villano. Era absolutamente ridículo. No hacía más
que perder allí mi tiempo y mi cordura. Él y ella estarían en California, no en esa
ciudad.
Al fin advertí una vaga conmoción detrás de unas estatuas blancas; una
puerta -no la que había observado hasta entonces- se abrió de repente y una
cabeza bastante calva y dos ojos castaños y brillantes avanzaron entre una
bandada de muchachas.
Me era totalmente desconocido, pero insistió en que nos habían presentado
durante una reunión al aire libre en Beardsley School. ¿Cómo estaba mi deliciosa
jugadora de tenis? Tenía que dar otra clase. Me vería después.
Otro intento de identificación se resolvió con menos presteza: por medio
de un anuncio en una de las revistas de Lo me atreví a ponerme en contacto con
un detective privado, ex boxeador, y sólo para darle cierta idea del método
empleado por el demonio lo puse al corriente de la clase de nombres y
direcciones reunidas.
Pidió un buen adelanto y durante dos años -¡dos años, lector!- ese imbécil
estuvo cotejando esos datos absurdos. Ya había cortado toda relación monetaria
con él cuando un día se me apareció con un dato triunfal: un indio de ochenta
años llamado Bill Brown, vivía cerca de Dolores, en Colorado.
El tema de este libro es Lolita; y ahora qué he llegado a la parte que (de
no habérseme anticipado otro mártir de la combustión interna) podría llamarse
Dolores Disparue, es punto menos que inútil analizar los tres años vacuos que
siguieron. Además de citar algunos pormenores imprescindibles, sólo deseo dar
la impresión general de una puerta lateral que se abre en pleno fluir de la vida, y
de una ráfaga de negro tiempo rugiente que sofoca con el latigazo de su huracán
un grito de solitaria desesperación.
Es singular que pocas veces o nunca soñara con Lolita tal como la
recordaba, como la veía constantemente, maniáticamente, en mi conciencia
despierta durante insomnios y pesadillas diurnas. Con más exactitud: rondaba
por mis sueños, pero aparecía en ellos con extraños o ridículos disfraces de
Valeria o Charlotte, o una cruza de ambas. Ese espectro híbrido me perseguía,
arrojando velo tras velo, en una atmósfera de gran melancolía y aversión, o me
invitaba lánguidamente desde un vasto lecho o una dura yacija, con la carne
abierta como la válvula de la cámara de una pelota de fútbol. Me encontraba -mi
dentadura postiza rota o definitivamente perdida- en horribles chambres garnies
donde me entretenía en tediosas sesiones de vivisección que por lo común
terminaba con Charlotte o Valeria entregadas al llanto en mis brazos
ensangrentados, tiernamente besadas por mis labios fraternales en medio del
desorden de un remate: bric-à-brac vienés, lástima, impotencia, las pelucas
castañas de trágicas ancianas recién chamuscadas.
Un día saqué del automóvil y destruí un montón de revistas para
adolescentes. De la edad de piedra, en el fondo; muy modernas, o al menos
micénicas, en cuanto a la higiene. Una actriz muy hermosa y en plena sazón, con
pestañas inmensas y un labio inferior rojo y pulposo, usando un champú.
Anuncios, modas. Que c'était loin, tout cela! Es deber de la dueña de casa
suministrar batas a sus huéspedes. Detalles no tomados en cuenta quitan todo
brillo a la conversación. Todos conocemos a las «mondadoras» (las que mondan
la cutícula durante una reunión). Todo caballero -a menos que sea muy maduro
o importante- debe quitarse los guantes antes de dar la mano a una mujer.
Haga que él sueñe con usted usando la nueva faja X...: ¡excitante! Barrigas
chatas, caderas airosas. Tristam: una película inolvidable. El enigma marital de
los Joe-Roe mantiene a sus admiradoras en suspenso. Usted puede llegar a ser
encantadora en un minuto y gastando poco dinero. Historietas. Niña-mala-pelo-
castaño-padre-gordo-con-cigarrillo... Niña-buena-pelirroja-padre-apuesto-con-
bigote-retorcido. Et moi qui t'offrais mon génie... Recordé los versos no
desprovistos de cierto encanto que solía escribirle en una especie de jerigonza
cuando Lo era muy niña. «Debe decirse perigonza», me decía ella burlonamente.
Viernes, vírgula, virgen
enano verde
verdularia cantárida
erre con erre.15
Otras cosas relacionadas con ella eran menos fáciles de evocar. Hacia fines
de 1949, adoré y acaricié y maculé con mis besos y mis lágrimas de tritón un par
de zapatos de goma, una camisa de muchacho, unos viejos blue jeans usados
por ella y encontrados en el baúl del automóvil, una gorra arrugada con la
insignia de la escuela y otros tesoros igualmente fútiles. Después, cuando
comprendí que perdía la cordura, reuní esos objetos surtidos, les agregué lo que
había amontonado en Beardsley (un cajón de libros, su bicicleta, chaquetas
raídas, zapatos para la lluvia) y el día de su quincuagésimo cumpleaños lo envié
todo como regalo anónimo a un asilo para huérfanos situado junto a un lago
ventoso, en la frontera canadiense.
Es muy posible que un hipnotizador eficaz hubiera extraído de mí y
dispuesto según una ordenación lógica ciertos recuerdos inconexos que he
enhebrado en mi libro, con ostentación mucho mayor de la que acompañaba su
aparición en mi mente (aun cuando sabía que debía buscar en el pasado). Por
entonces, apenas creía que perdía contacto con la realidad; y después de pasar
el resto del invierno y casi toda la primavera siguiente en un sanatorio de
Quebec -donde ya había estado antes-, resolví arreglar algunos asuntos en
Nueva York y marcharme después a California para seguir allí la busca.
Éstos son unos versos bilingües que compuse en mi retiro:
Wanted, wanted: Dolores Haze
Hair: brown. Lips: scarlet.
Age: five thousand three hundred days.
Profession: none, or «starlet».