Los trámites del divorcio demoraron mi viaje y las tinieblas de otra guerra
mundial ya se habían posado sobre el globo cuando, después de un invierno de
tedio y neumonía en Portugal, llegué por fin a los Estados Unidos. En Nueva York
acepté con avidez la liviana tarea que se me ofreció; consistía, sobre todo, en
redactar y revisar anuncios de perfumes. Me felicité por la periodicidad irregular
y los aspectos semiliterarios de ese trabajo; me ocupaba de él cuando no tenía
nada que hacer. Por otro lado, una universidad de Nueva York me apremiaba a
que completara mi historia comparada de la literatura francesa para estudiantes
de habla inglesa. El primer volumen me llevó un par de años, durante los cuales
rara vez le consagré menos de quince horas diarias de trabajo. Cuando evoco
esos días, los veo nítidamente divididos en una amplia zona de luz y una
estrecha banda de sombra: la luz pertenecía al solaz de investigar en bibliotecas
suntuosas; la sombra, a los deseos atormentadores y los insomnios sobre los
cuales ya he dicho bastante. El lector, que ya me conoce, imaginará con facilidad
cómo me cubría de polvo y me acaloraba al tratar de obtener un vislumbre de
nínfulas (siempre remotas, ay) jugando en Central Park, y cómo me repugnaba
el brillo de desodorizadas muchachas de carrera que un alegre perro en una de
las oficinas descargaba sobre mí. Omitamos todo eso. Un tremendo agotamiento nervioso me envió a un sanatorio por más de un año; volví a mi trabajo, sólo
para hospitalizarme de nuevo.
Una sana vida al aire libre pareció prometerme algún alivio. Uno de mis
doctores favoritos, tipo cínico y encantador, de pequeña barba parda, tenía un
hermano, y ese hermano organizaba una expedición al Canadá ártico. Me vinculé
a ella para «registrar reacciones psíquicas». Con dos jóvenes botánicos y un
viejo carpintero, compartía de cuando en cuando (y nunca con demasiado éxito)
los favores de nuestra dietista, la doctora Anita Johnson, que muy pronto, con
alegría de mi parte, fue remitida de vuelta. Yo tenía una noción muy vaga sobre
el objeto de la expedición. A juzgar por el número de meteorólogos incluidos en
ella, supongo que rastreábamos hasta su cubil (en algún punto de la isla del
Príncipe de Gales, entiendo) el fluctuante polo norte magnético. Un grupo,
juntamente con los canadienses, estableció una estación magnética en Pierre
Point, Melville Sound. Otro grupo, igualmente extraviado, recogió plancton. Un
tercer grupo estudió la tuberculosis en la tundra. Bert, el fotógrafo, un tipo
inseguro con el cual hube de participar en buena parte de menesteres
domésticos (también él tenía ciertas perturbaciones físicas), sostenía que los