Como quizá tuviera relación con su interés por la danza y el arte
dramático, autoricé a Lo a tomar lecciones de piano con cierta señorita
Emperador (como podríamos llamarla los estudiosos franceses), hacia cuya casa
de persianas azules, a poco más de una milla desde Beardsley, Lo podía pedalear
dos veces por semana. La noche de un lunes, a fines de mayo (y más o menos
una semana después de ese ensayo especial al que Lo no me había permitido
asistir), sonó el teléfono de mi estudio (donde yo atacaba el flanco del rey de
Gustave, quiero decir de Gastón) y la señorita Emperador me preguntó si Lo iría
a su casa el martes próximo, pues había faltado el martes anterior y ese mismo
día. Dije que no faltaría... y seguí jugando. Como supondrá el lector, mis
facultades estaban embotadas y dos jugadas después, cuando correspondió
mover a Gastón, comprendí a través de la bruma de mi angustia, que podía
robarme la reina. También él lo advirtió, pero suponiendo que era una trampa de
su astuto adversario, se detuvo un minuto, bufando, silbando, sacudiendo los
carrillos y hasta dirigiéndome miradas furtivas, e hizo movimientos irresolutos
con sus dedos rechonchos, muñéndose por tomar esa jugosa reina y sin
atreverse a hacerlo, hasta que por fin se precipitó sobre ella (¿quién sabe si eso
no le enseñó algunas audacias posteriores?) y yo hube de pasar una hora
interminable sobrellevando el empate. Terminó su coñac y por fin se marchó,
muy satisfecho con su resultado (mon pauvre ami, je ne vous ai jamais revu, et
quoiqu'il y ait bien peu de chance que vous ne voyez mon livre, permettez-moi
de vous dire que je vous serre la main bien cordialement, et que toutes mes
filletes vous saluent). Encontré a Dolores Haze sentada a la mesa de la cocina,
consumiendo un prisma de pastel, fijos los ojos en su libreto. Esos ojos se
alzaron para mirarme con una especie de vacuidad. Al enterarse de mi
descubrimiento permaneció singularmente impávida y dijo d'un petit air
faussement contrit que se sabía una niña muy mala, pero que había sido incapaz
de resistirse al encanto y había empleado esas horas destinadas a la música –ah,
lector mío– para ensayar en un parque público la escena de la selva mágica con
Mona. Dije «muy bien» y me dirigí hacia el teléfono. La madre de Mona contestó:
«Oh, sí, está en casa» y se apartó con una risa neutra de amabilidad materna
para gritar fuera de escena «¡Te llama Roy!» y un instante después, Mona tomó
el tubo y empezó a reñir a Roy con voz monótona, pero no sin ternura, por algo
que él había dicho o hecho, y yo interrumpí, y Mona dijo en su más humilde
registro de contralto «sí, señor», «sin duda, señor», «soy la única culpable de lo
que ocurrió» (¡qué elocución, qué aplomo!), «de veras, no sabe cuánto lo siento»
y todo el repertorio característico de esas pequeñas rameras.
Bajé, pues, la escalera aclarándome la garganta y conteniendo los latidos
de mi corazón. Lo estaba ahora en la sala, en su sillón favorito. Al verla así
repantigada, mordisqueándose una uña, burlándose de mí con sus vaporosos
ojos insensibles, y meciendo un banquillo sobre el cual había posado el talón de
su pie descalzo, advertí de pronto con una especie de náusea cuánto había
cambiado desde que la había conocido, dos años antes. ¿O el cambio había
ocurrido en esas dos últimas semanas? ¿Tendresse? Sin duda, el mito había
estallado. Allí estaba sentada, rígidamente, en el foco de mi ira incandescente.
La bruma de mi deseo habíase diluido y no subsistía otra cosa que esa temible
lucidez. ¡Oh, cuánto había cambiado! Su cutis era el de una vulgar adolescente
desaliñada que se aplica cosméticos con dedos sucios en la cara sin lavar y no
repara en el tejido infectado, en la epidermis pustulosa que se pone en contacto
con su piel. Su lozanía suave y tierna había sido tan encantadora en días
remotos, cuando yo solía hacer rodar por broma su cabeza despeinada sobre mi
regazo... Un vulgar arrebol reemplazaba ahora aquella inocente fluorescencia, un
resfriado había pintado de rojo llameante las aletas de su desdeñosa nariz. Como aterrorizado desvié mi mirada, que se deslizó mecánicamente por el lado interno
de sus piernas desnudas, muy estiradas. ¡Qué pulidas y musculosas me
parecieron! Sus ojos muy abiertos, grises como nubes y ligeramente inflamados,
seguían fijos en mí y a través de ellos descifré el pensamiento de que al cabo
Mona podía estar en lo cierto, de que quizá fuera posible denunciarme sin
exponerse a ser castigada. Qué equivocado había estado. ¡Qué loco había sido!
Todo en ella pertenecía al mismo orden exasperante e impenetrable, la tensión
de sus piernas bien formadas, la planta sucia de su calcetín blanco, el sweater
grueso que llevaba a pesar de estar en un cuarto cerrado, su olor joven y sobre
todo el borde de su cara, con su arrebol artificial y sus labios recién pintados. El
rojo había manchado los dientes delanteros y me asaltó un recuerdo horrible:
una imagen que no era de Monique, sino de otra joven, siglos atrás, elegida por
otro antes de que yo tuviera tiempo para resolver si su sola juventud alejaba el
riesgo de contraer una enfermedad espantosa, y que tenía los mismos pómulos
encendidos y prominentes, una maman muerta, grandes dientes delanteros y un
pedazo de roja cinta mugrienta en el pelo castaño.
—Bueno, habla –dijo Lo–. ¿Te ha satisfecho la averiguación?
—Oh, sí –dije–. Perfecta. Sí... Y no dudo que entre las dos inventasteis la
cosa. En realidad, no dudo que le has dicho todo sobre nosotros.
—Ah, ¿sí?...
Dominé mi respiración y dije:
—Dolores, esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a sacarte de Beardsley,
a encerrarte ya sabes dónde, pero esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a
llevarte en el tiempo necesario para que hagas tu valija. Esto tiene que acabar, o
sucederá cualquier cosa.
—Sucederá cualquier cosa, ¿eh?...
Arrebaté el banquillo que mecía con su talón y su pie cayó con ruido al
suelo.
—¡Eh, despacio! –gritó.
—Ante todo, vete arriba –grité a mi vez, mientras la asía y la obligaba a
levantarse.
A partir de ese momento ya no contuve mi voz y ambos nos gritamos y
ella dijo cosas que no pueden imprimirse. Dijo que me odiaba. Me hizo muecas
monstruosas, inflando los carrillos y produciendo un sonido diabólico. Dijo que yo
había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre. Dijo que
estaba segura de que yo había asesinado a su madre. Dijo que se acostaría con
el primer tipo que se le antojara y que no podía impedírselo. Dijo que subiría a
su cuarto y me mostraría todos sus escondrijos. Fue una escena estridente y
odiosa. La tomé por el puño nudoso, que ella retorcía tratando subrepticiamente
de encontrar un punto débil para librarse en un momento favorable. Pero yo la
retuve con fuerza y en verdad la lastimé bastante (¡así se pudra por ello mi
corazón!) y una o dos veces sacudió el brazo con tal violencia que temí romperle
el puño. Mientras tanto, me miraba con esos ojos inolvidables en que luchaban la
fría ira y las lágrimas ardientes, y nuestras voces cubrían la campanilla del
teléfono, y cuando advertí que llamaba escapó en un segundo.
Como a los personajes de las películas, parecen asistirme los servicios de
la machina telephonica y su dios repentino. Esa vez fue una vecina enfurecida.
La ventana de la derecha estaba abierta en la sala –felizmente, con el visillo
corrido– y tras ella la noche negra y húmeda de una destemplada primavera de
Nueva Inglaterra nos había escuchado, conteniendo el aliento. Siempre he creído
que este tipo de solterona con mente obscena era el resultado de una cría
considerablemente literaria en la ficción moderna; pero ahora sé que la mojigata
y salaz señorita Derecha –o, para disipar su incógnito, la señorita Fenton
Lebone– había asomado tres cuartas partes de su humanidad por la ventana de su dormitorio, luchando por enterarse del motivo de nuestra riña.
«Ese alboroto... no tiene sentido... –graznaba el receptor–, esto no es un
inquilinato... Debo advertirle...»
Pedí disculpas por los ruidosos amigos de mi hija. Son jóvenes, usted
comprende... y corté un nuevo graznido.
Abajo resonó la puerta de la calle. ¿Lo? ¿Habría huido?
A través del ventanuco de la escalera vi un fantasma impetuoso que se
deslizaba entre los arbustos, un punto plateado en la oscuridad –llanta de rueda
de bicicleta– que se movía, centelleaba y desaparecía.
El azar había querido que el automóvil pasara esa noche en un taller
mecánico de la ciudad. No tenía otra alternativa que perseguir a pie a la alada
fugitiva. Aún hoy, a tres años de distancia, no puedo evocar esa calle en una
noche de primavera, esa calle con árboles ya tan poblados, sin un
estremecimiento de pánico. Frente a su puerta iluminada la señorita Lester
paseaba el perro hidrópico de la señorita Fabian. El señor Hyde casi tropezó con
él. Caminaba tres pasos y corría otros tres. Una lluvia tibia empezó a tamborilear
sobre las hojas de castaño. En la esquina siguiente, apretando a Lolita contra
una baranda de hierro, un joven borroso la besaba... no, no era ella. Todavía con
una comezón en mis garras, seguí la carrera.
A media milla del número catorce, la calle Thayer se confunde con un
terreno privado y una calle diagonal; ésta lleva al centro de la ciudad. Frente al
primer bar vi –¡con qué melodía de alivio!– la fulgurante bicicleta de Lolita que
estaba aguardándola. Empujé, en vez de tirar, tiré, empujé, tiré y entré. A unos
diez pasos Lolita, a través del cristal de una cabina telefónica (el dios
membranoso seguía acompañándome), ahuecando la mano sobre el tubo y
confidencialmente inclinada sobre él, fijos sus ojos en mí, se volvió con su
tesoro, cortó a toda prisa y salió meneándose.
—Traté de llamarte a casa –dijo vivazmente–. He tomado una gran
decisión. Pero antes ofréceme una bebida, papá.
Observo a la muchacha indiferente que puso el hielo en el vaso, después el
helado, después el jarabe de cereza, mientras mi corazón ardía de ansia y amor.
Ese puñado de criatura. Mi encantadora criatura. Tiene usted una hija
encantadora, señor Humbert. Siempre la admiramos cuando pasa. El señor Pim
observaba cómo Pippa sorbía su refresco.
J'ai toujours admiré l'oeuvre ormonde du sublime Dublinois. Mientras
tanto, la lluvia se había convertido en una ducha voluptuosa.
—Oye –me dijo Lo haciendo rodar a mi lado la bicicleta, arrastrando un pie
sobre la acera de oscuro brillo–. He decidido algo. Quiero salir de esa escuela. La
odio. Odio la representación. ¡La odio de veras! No quiero volver nunca,
encontraremos otra. Vayámonos en seguida. Empecemos un largo viaje de
nuevo. Pero esta vez iremos a donde yo quiera, ¿no es cierto?
—Soy yo quien elige. C'est entendu? –dijo bamboleandose un poco a mi
lado. Sólo empleaba el francés cuando quería ser una niñita muy buena.
—Bueno, entendu. Ahora apúrate, Lenore, o te empaparás.
Una tempestad de sollozos colmaba mi pecho.
Lo descubrió sus dientes en un adorable mohín de colegiala, se inclinó
adelante y se marchó pedaleando, pájaro mío.
La mano cuidada de la señorita Lester abría la puerta para un perro viejo
de andar derrengado qui prenait son temps.
Lo me esperaba cerca del abedul espectral.
—Estoy hecha una sopa –declaró con voz aguda–. ¿Estás contento? ¡Al
diablo con la representación! ¿Entiendes?
La garra de una bruja invisible cerró la ventana de un primer piso.
En nuestro pasillo, ardiente de luces acogedoras, mi Lolita se quitó el sweater, sacudió su pelo cubierto de diamantes, tendió hacia mí los brazos
desnudos y levantó la rodilla.
Quizá interese saber a los psicólogos que tengo la habilidad –caso harto
singular, supongo– de verter torrentes de lágrimas evocando tempestades
pasadas.
Se rectificaron los frenos, se limpió el radiador, se ajustaron las válvulas y
Humbert, inhábil mecánico pero prudente papá, abonó ésas y otras reparaciones
y mejoras, de modo que el automóvil de la difunta señora Humbert quedó en
estado respetable y listo para emprender un nuevo viaje.
Habíamos prometido a la Beardsley School, a la buena Beardsley School,
que regresaríamos no bien terminara mi compromiso con Hollywood (insinué que
Humbert sería asesor principal de una película relacionada con el
«existencialismo», que por entonces aún no hacía furor). En realidad jugaba con
la idea de escurrirme por la frontera mexicana –ya era más valiente que un año
antes– y resolver allí el futuro con mi pequeña concubina, que medía ya un
metro cincuenta y pesaba cuarenta kilos. Habíamos sacado a relucir nuestros
libros y mapas turísticos. Ella había trazado el itinerario con cuidado infinito.
¿Había que agradecer a su afición teatral esa razón de su aire juvenil y esa
adorable ansiedad por explorar la rica realidad? En esa pálida pero tibia mañana
dominical experimenté la extraña levedad de los sueños cuando dejamos la casa
del asombrado profesor Quim y corrimos por la calle principal hacia la carretera.
El vestido de algodón a rayas blancas y negras de mi amor, su vistoso sombrero
azul, sus calcetines blancos, sus mocasines pardos, no iban del todo bien con la
gran aguamarina hermosamente tallada y pendiente de una cadenilla de plata
que brillaba en su pecho: una gota de lluvia primaveral regalada por mí.
Pasamos ante el New Hotel y Lo rió.
—¿Cuánto pides por tus pensamientos? –dije.
Ella tendió la palma abierta, pero en ese instante debí aplicar los frenos
repentinamente, al ver la luz roja. Mientras esperábamos, otro automóvil se
deslizó junto al nuestro; una mujer joven de pelo brillante y broncíneo, largo
hasta los hombros (¿dónde la había visto?) saludó a Lo con un resonante
«¡Hola!» y dirigiéndose a mí, efusivamente (¡ya la había situado!), dijo
subrayando algunas palabras:
—Qué vergüenza eso de sacar a Dolly de la representación... debió usted
oír al autor... cómo la elogió después de aquel ensayo...
—Luz verde, pedazo de tonto –susurró Lo.
Simultáneamente, agitando en fulgurante adiós un brazo con brazaletes,
Juana de Arco (en una representación que había visto en el teatro local) se alejó
violentamente de nosotros para precipitarse en la avenida Campus.
—¿Quién era? ¿Vermont o Rumpelmeyer?
—No, Edusa Gold... la tipa que nos adiestraba.
—No me refería a ella. ¿Quién fue el autor de esa obra?
—Ah, sí, desde luego. Una vieja. Clara no-sé-cuántos. Había un montón de
gente allá.
—¿De modo que te elogió?
Y mi amada emitió esa nueva risilla –quizá relacionada con sus ardides
teatrales– que había empezado a afectar.
—Eres una criatura extraña, Lolita –dije, quizá con otras palabras–. Desde
luego, me alegra que hayas olvidado esa idea absurda del teatro. Pero lo extraño
es que abandonaras todo justo una semana antes de que se produzca la cosa.
Oh, Lolita, deberías ser más cuidadosa con tus entusiasmos. Recuerdo que abandonaste Ramsdale por el campamento, y el campamento por un viaje de
placer, y presiento otros cambios violentos en tu disposición. Debes ser más
cuidadosa. Hay cosas que no pueden dejarse. Debes perseverar. Debes tratar de
ser un poco más buena conmigo, Lolita. Además, deberías vigilar tu
alimentación. La circunferencia de tus muslos no debería pasar los cuarenta
centímetros. Más... sería fatal (bromeaba, desde luego). Ahora emprendemos un
largo y dichoso viaje. Recuerdo...
Recuerdo que cuando era niño me deleitaba con un mapa de Norteamérica
donde los «Montes Apalaches» corrían libremente de Alabama a New Brunswick,
de modo que la región toda que atravesaban –Tennessee, las Virginias,
Pensilvania, Nueva York, Vermont, New Hampshire y Maine– se mostraba a mi
imaginación como una Suiza o hasta un Tibet gigantesco, toda montaña, pico
tras pico gloriosamente diamantino, coniferas gigantes, le montagnard émigré
con una magnífica piel de oro, y Felix tigris auratus y Pieles Rojas bajo catalpas.
Que todo ello degenerara en míseras tierras suburbanas y un humeante
incinerador de desperdicios era aterrador. ¡Adiós, Appalachia! Dejándola,
cruzamos Ohio, los tres estados, que empiezan con «I» y Nebraska –ah, ese
primer soplo del oeste–. Viajábamos holgadamente, con más de una semana
para llegar a Wace, Continental Davile, donde Lo deseó apasionadamente ver las
danzas ceremoniales que señalan la apertura de la estación de la Cueva Mágica,
y por lo menos tres semanas para llegar a Elphinstone, perla de un estado del
oeste, donde Lo anheló trepar la Roca Roja, desde la cual se había arrojado poco
antes una madura estrella cinematográfica después de una riña de borrachos con
su gigolo.
De nuevo nos dieron la bienvenida en discretos alojamientos, inscripciones
que decían:
«Deseamos que se sienta usted como en su casa. Todos los enseres han
sido cuidadosamente registrados antes de su llegada: El número de su automóvil
quedará anotado aquí. Economice el agua caliente. Nos reservamos el derecho
de rechazar sin explicaciones a cualquier persona objetable. No arroje ninguna
clase de desperdicios en el inodoro. Gracias. Vuelva a visitarnos. La
Administración. Consideramos a nuestros huéspedes como las personas mejores
del mundo».
En esos lugares espantosos pagamos diez dólares por camas gemelas, las
moscas revoloteaban más allá de la puerta sin tela metálica y al fin lograban
meterse en el cuarto, las cenizas de nuestros predecesores aún permanecían en
los ceniceros, un pelo de mujer serpeaba en la almohada, oíamos a nuestro
vecino que colgaba su chaqueta en el armario, las perchas estaban
ingeniosamente atadas a la barra por medio de alambres para evitar robos y,
supremo insulto, los cuadros sobre las camas gemelas eran gemelos idénticos.
También advertí que la moda comercial cambiaba. Los acoplados tendían a
reunirse, a ir formando una caravansay10 (Lo no parecía interesada por mi
explicación, pero el lector quizá la encuentre curiosa), se agregaba un segundo
piso, después un vestíbulo, los automóviles se llevaban a un garage común y ese
conjunto de cabinas se convertía en un buen hotel.
He de advertir al lector que no ría de mi ofuscación mental. Ahora es fácil
para él y para mí descifrar un destino pasado; pero un destino en formación no es, créaseme, uno de esos honrados relatos policiales donde todo cuanto debe
hacer uno es prestar atención a las claves. Una vez leí una novela policial
francesa donde las claves estaban en bastardilla. Pero no es así como procede
McFate, aunque llegue uno a reconocer ciertas oscuras indicaciones.
Por ejemplo: no podría jurar que no hubo por lo menos una ocasión, antes
de cruzar el oeste medio o en los comienzos de esa travesía, en que Lo procuró
obtener cierta información o ponerse en contacto con una persona o personas
desconocidas. Habíamos parado en una estación de servicio, bajo el signo de
Pegaso, y ella se deslizó del asiento y huyó a la parte posterior del edificio
mientras la cubierta del motor levantada (bajo la cual me había inclinado para
observar las manipulaciones del mecánico) me la ocultaron por un momento;
inclinado a mostrarme indulgente, no hice más que sacudir mi benévola cabeza,
aunque hablando con propiedad, esas visitas estaban prohibidas, ya que intuía
que los baños –y también los teléfonos– eran por motivos indiscernibles los
puntos donde mi destino podía precipitarse. Todos tenemos objetos fatales –un
paisaje reiterado en unos casos, un número en otros–, cuidadosamente elegidos
por los dioses para suscitar acontecimientos de especial significación: aquí debe
tropezar John, allí debe sufrir Jane.
Lo cierto es que mi automóvil estaba listo y lo retiré de los surtidores para
que atendieran a un camión de auxilio, cuando el volumen cada vez más grande
de su ausencia empezó a pesar sobre mí en esa ventosa opacidad. No era ésa la
primera vez ni sería la última que miraba con tal desasosiego todas las
trivialidades de las paradas que parecen casi sorprendidas, como campesinos
boquiabiertos, de encontrarse en el campo de visión de un viejo detenido; ese
techo de basura verde, esas llantas en venta, muy negras sobre la pared muy
blanca, esas fulgurantes latas de aceite para motor, esa heladera roja con
bebidas variadas, las cuatro, cinco, siete botellas vacías en el diagrama
incompleto para palabras cruzadas de sus celdas de madera, esa cucaracha que
caminaba pacientemente por el lado interior del vidrio de la oficina. Desde la
puerta abierta llegaba la música de una radio y como su ritmo no armonizaba
con la ondulación y el estremecimiento de las plantas animadas por el viento,
tenía uno la impresión de presenciar una escena cinematográfica que vivía su
propia vida, mientras el piano o el violín seguían una línea musical
completamente ajena a la flor estremecida, la rama oscilante. El último sollozo
de Charlotte vibraba en mí de manera incongruente, mientras Lolita vibraba
desde una dirección totalmente inesperada con su vestido flameando contra el
ritmo. Dijo que había encontrado ocupado el baño para damas y se había dirigido
a la señal de la Concha, en la cuadra siguiente. Decían allí que estaban
orgullosos de sus acogedoras instalaciones. Esas postales con franqueo pagado,
decían, estaban a la espera de sus comentarios. Pero no hubo postales. No hubo
comentarios.
Ese mismo día o el siguiente, después de una marcha tediosa a través de
tierras cultivadas, llegamos a un pueblo agradable y nos detuvimos en el
alojamiento. «Los Castaños» –cabañas agradables, praderas verdes y húmedas,
manzanos, un viejo columpio y un crepúsculo tremendo que mi niña agotada
ignoró–. Había querido atravesar Kasbeam porque estaba sólo treinta millas al
norte de su ciudad natal, pero a la mañana siguiente la encontré apática, sin
deseos de volver a ver la acera donde había jugado cinco años antes. Por
motivos obvios yo había puesto reparos a ese desvío, aunque ambos estábamos
de acuerdo en no atraer la atención de ninguna manera, permaneciendo en el
automóvil y sin hablar con antiguos amigos. Mi alivio ante el abandono del
proyecto se vio enturbiado por la idea de que si Lo hubiera intuido mi total
oposición a las posibilidades nostálgicas de Pisky, no habría cedido tan
fácilmente. Cuando se lo dije con un suspiro, suspiró a su vez y se declaró indispuesta. Quería quedarse en la cama por lo menos hasta la hora del té, con
un montón de revistas; si para entonces se sentía mejor, seguiríamos viaje hacia
el oeste. Debo decir que estaba muy lánguida ella. Nuestra cabaña estaba en la
cima arbolada de una colina, y desde nuestra ventana podía verse el camino que
serpeaba hacia abajo y después corría entre dos filas de castaños derecho como
la raya del pelo, hacia la bonita ciudad, singularmente nítida y como de juguete a
la distancia en esa mañana pura. Podía distinguir a una niña-elfo sobre una
bicicleta-insecto, y un perro, quizá demasiado grande en proporción, tan
preciosos como peregrinos con sus mulas que ascienden por pálidos caminos de
cera en los cuadros antiguos, con personajes minúsculos rojos y colinas azules.
Tengo el gusto europeo de valerme de mis propios pies cuando es posible
prescindir del automóvil, y caminé despaciosamente, topándome durante mi
marcha con la ciclista –una niña fea y rechoncha con trenzas, seguida de un
inmenso San Bernardo con órbitas como pensamientos–. En Kasbeam, un
peluquero decrépito me cortó el pelo de manera harto mediocre. Parloteaba
acerca de un hijo suyo jugador de béisbol, y a cada estallido me escupía en el
cuello; de cuando en cuando se limpiaba los anteojos en mi delantal o
interrumpía sus trémulos tijeretazos para exhibir recortes doblados de diarios
amarillentos. Yo estaba tan distraído que me sobresalté al comprender, mientras
él me enseñaba una fotografía sobre un caballete, en medio de las viejas
lociones grisáceas, que el joven jugador de béisbol había muerto treinta años
antes.
Bebí una taza de café insípido y caliente, compré unas bananas para mi
monita y pasé diez minutos en una rosticería. Debió pasar por lo menos una hora
y media antes de que este peregrino de regreso a su hogar apareciera en el
camino sinuoso que subía hasta el castillo de los castaños.
La niña que había visto en mi trayecto hacia la ciudad, estaba ahora
cargada de ropa lavada y ayudaba a un hombre deforme de cabeza grave y
rasgos groseros que me recordó el personaje de «Bertoldo» en la comedia
italiana. Cuando llegué estaban limpiando las cabañas, agradablemente
espaciadas entre la profusa vegetación. Era mediodía, y casi todas, con un último
estallido de sus puertas persianas, se habían librado de sus ocupantes. Una
pareja de ancianos momificados en un último modelo salía de uno de los garages
contiguos. En otro asomaba, como por una vaina, una carrocería roja; y cerca de
nuestra cabaña, un joven fuerte y apuesto, de pelo negro y ojos azules, subía
una heladera fuerte y portátil a su camioneta rural. Por algún motivo me dirigió
una tímida sonrisa cuando pasé. Al frente, sobre la hierba, en la sombra
ramificada de los árboles profusos, el San Bernardo vigilaba la bicicleta de su
ama y no muy lejos una mujer joven, entregada a la vida de familia, había
sentado a una criatura extasiada en el columpio y la mecía suavemente,
mientras un celoso niño de dos o tres años incomodaba cuanto podía,
procurando empujar o atraer la tabla del columpio hasta que al fin consiguió que
lo golpeara y empezó a aullar, tendido de espaldas en la hierba, mientras su
madre seguía sonriendo amablemente a ninguno de sus dos hijos. Recuerdo esas
minucias con tanta claridad quizá porque había de revisar mis impresiones de
cabo a rabo unos minutos después. Además, algo en mí permanecía alerta desde
aquella terrible noche en Beardsley. De pronto quise sustraerme a la sensación
de bienestar producida por mi caminata, por la joven brisa estival que envolvía
mi cuello, el suave crujido de la granza húmeda, el jugoso depósito que al fin
había conseguido succionar de un diente cariado y hasta el agradable peso de
mis provisiones, que la condición de mi corazón no debía permitirme llevar. Pero
aun esa mísera bomba mía parecía trabajar apaciblemente, y me sentí adolori
d'amoureuse largueur, para citar al viejo Ronsard, cuando llegué a la cabaña
donde había dejado a mi Dolores.
Con gran sorpresa, la encontré vestida. Estaba sentada al borde de la
cama, con pantalones y blusa, y me miró como sin reconocerme. La brevedad de
su blusa parecía destacar, más que disimular, la línea suave y audaz de sus
pechos pequeños, y esa audacia me irritó. No se había lavado, pero tenía los
labios recién pintados, aunque muy al descuido, y sus dientes anchos brillaban
como marfil manchado de vino. Parecía encendido por una llama diabólica que
nada tenía que ver conmigo.
Dejé mi pesado envoltorio y miré los tobillos desnudos de sus pies con
sandalias, después su cara inocente, después otra vez sus pies pecaminosos.
—Has salido –dije.
Había granos de granza en sus sandalias.
—Acabo de levantarme –contestó–. He salido un segundo –agregó,
interceptando mi mirada a sus pies–. Quería verte regresar.
Advirtió las bananas y se dirigió hacia la mesa.
¿Qué sospecha especial se insinuaba en mí? Ninguna, en verdad... Pero
esos ojos melancólicos, cándidos, esa tibieza singular que manaba de ella... No
dije nada. Miré los meandros del camino, tan distintos en el marco de la ventana.
Quien deseara traicionar mi buena fe habría encontrado espléndida esa vista.
Con apetito creciente, Lo se dedicó a las frutas. Súbitamente, recordé la sonrisa
propiciatoria de Johnny, el vecino de la camioneta. Salí precipitadamente. Todos
los automóviles habían desaparecido, salvo su camioneta. Su mujer encinta
subía en ella con su criatura y el otro niño, más o menos inválido.
—¿Qué pasa, a dónde vas? –gritó Lo desde la entrada.
No dije nada. Empujé su blandura dentro del cuarto y la seguí. Le arranqué
la blusa. Desnudé el resto de su persona. Le quité las sandalias. Pero el olor que
busqué en toda ella era tan leve que no podía discernirse del antojo de un
maniático.