Si procuro describir esas cosas no es para revivirlas en mi infinita desdicha
actual, sino para discernir la parte infernal y la parte celestial en ese mundo
extraño, terrible, enloquecedor... el amor de la nínfula. Lo bestial y lo hermoso
se juntaban en un punto, y es esa frontera la que desearía precisar. Pero siento
que no puedo hacerlo por completo. ¿Por qué?
La estipulación del código romano según la cual una niña de doce años
puede casarse, fue adoptada por la Iglesia y aún subsiste, más o menos tácita,
en algunas partes de los Estados Unidos. A los quince, el matrimonio es legal en
todas partes. No hay nada de malo, digamos, en ambos hemisferios, en que un
bruto de cuarenta años atiborrado de bebida se quite sus prendas empapadas en sudor y se acueste con su joven esposa. «En climas de temperaturas tan
estimulantes y templadas como el de St. Louis, Chicago y Cincinnati (dice una
vieja revista de la biblioteca de la cárcel) las niñas maduran poco después de los
doce años de edad». Dolores Haze nació a menos de trescientas millas de la
estimulante Cincinnati. No he hecho más que seguir a la naturaleza. Soy el fiel
sabueso de la naturaleza. ¿Por qué, entonces, este horror del que no logro
desprenderme?
Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas
bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas papas fritas, die Kleine me
lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue
cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca
torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los
ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y
tolerancia ante la flaqueza infantil.
Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de
tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto»,
como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero
«una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la
leal Lolita se negó a decirme su nombre.
—¿Fue Grace Angel? –pregunté.
Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa...
—¿Fue acaso Rose Carmine?
—¡No, claro que no! Su padre...
—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?...
Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:
—Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas?
Se lo expliqué.
—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no... Si
quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la
muy presuntuosa... Su padre es empresario.
Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte
solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año
pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot...»
Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas.
—¡Dios, no! –exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho
una mano agitada por un temblor falso.
Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita
había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a
Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»?
Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante
años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas
con Hazel Smith, en el garage de su tío y Kenneth Knight –el más inteligente–
solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y...
—Volvamos al campamento –dije.
Y al fin escuché toda la historia.
Bárbara Burke, una rubia fornida dos años mayor que Lo y la mejor
nadadora del campamento, tenía una canoa muy especial que compartía con Lo
«porque además de ella yo era la única que podía llegar a la Isla del Sauce»
(alguna prueba de natación). Durante el mes de julio, todas las mañanas –repara
bien en ello, lector: cada dichosa mañana...– Charlie Holmes ayudaba a Bárbara
y Lo a llevar el bote a Onyx o Eryx (dos lagos pequeños, entre los bosques).
Charlie era el hijo de la directora del campamento, tenía trece años y era el
único varón humano en un par de millas a la redonda (salvo un viejo operario
cansino y sordo como una tapia y un granjero que aparecía a veces en un Ford
destartalado para vender huevos en el campamento, como todos los granjeros).
Todas las mañanas, pues, oh lector mío, los tres niños tomaban un atajo a través
del inocente y hermoso bosquecito, vibrante de todos los emblemas de la
juventud, rocío, cantos de pájaros, y en un lugar determinado, entre el profuso
sotobosque, Lo oficiaba de centinela mientras Bárbara y el muchachito se
abrazaban tras un matorral.
Al principio, Lo se negó a «probar cómo era la cosa», pero la curiosidad y
la camaradería prevalecieron, y muy pronto ella y Bárbara lo hicieron
sucesivamente con el silencioso, rudo y tosco aunque infatigable Charlie, que
tenía tanto atractivo como una zanahoria cruda. Si bien admitía que era
«bastante divertido» y «bueno para la piel», me alegra decir que Lolita tenía el
mayor desdén por las maneras y la mentalidad de Charlie. Por lo demás, su
temperamento no había sido excitado por ese asqueroso demonio. Al contrario,
creo que lo había embotado, a pesar de lo «divertido» de la cosa.
Ya estaban a punto de dar las diez. Al mermar mi deseo, una pálida
sensación de horror suscitada por la opacidad real de un gris día neurálgico se
apoderó de mí y zumbó en mis sienes. Tostada, desnuda, frágil, Lo, volviendo
hacia el espejo su cara demacrada, se irguió con los brazos en jarra, los pies
(calzados en zapatillas nuevas con ribete de marabú) apartados, y a través de la
cortina de su pelo se dirigió a sí misma una mueca vulgar. Del corredor llegaron
las voces arrulladoras de las criadas de color, y al fin hubo un débil intento de
abrir nuestra puerta. Indiqué a Lo que entrara en el cuarto de baño y se diera el
baño que necesitaba tanto. La cara era una mescolanza espantosa, con detalles
de papas fritas. Lo se probó un deux-pièces marinero de lana, después una blusa
sin mangas con una falda de mucho vuelo, a cuadros; pero el primer conjunto le
iba demasiado apretado y el segundo demasiado amplio, y cuando le supliqué
que se diera prisa (la situación empezaba a asustarme), Lo arrojó perversamente
a un rincón hermosos regalos míos, y se puso el vestido del día anterior. Cuando
al fin estuvo lista, le di un bolso nuevo de imitación becerro (en el cual había
deslizado unas monedas) y le dije que se comprara una revista en el vestíbulo.
—Bajaré en un minuto –le dije–. Y en tu lugar, querida, yo no hablaría con
extraños.
Salvo mis pobres regalitos, no había demasiado que empacar; pero estaba
obligado a consagrar una peligrosa cantidad de tiempo (¿qué tramaría Lo abajo?)
arreglando la cama de manera que sugiriera el nido abandonado de un padre
inquieto y su hija traviesa, en vez del saturnal de un ex-convicto con una pareja
de viejas gordas rameras. Después acabé de vestirme y llamé al botones canoso
para que se llevara las valijas.
Todo andaba bien. Allí, en el vestíbulo, Lolita estaba sumergida en un sillón
rojo-sangre, sumergida en una espeluznante revista cinematográfica. Un
individuo de mi edad, con traje de tweed (el genre del hotel se había
transformado en el curso de la noche en una espuria atmósfera de señores
provincianos), observaba a Lolita por encima de su cigarro y su diario viejo.
Lolita llevaba sus calcetines blancos y profesionales y sus zapatos deportivos y
ese llamativo vestido rosa de escote cuadrado. Una salpicadura de luz exánime
destacaba el dorado de sus piernas y brazos tostados. Allí estaba, con las piernas
descuidadamente cruzadas, corriendo las líneas y pestañeando de cuando en
cuando. La mujer de Bill lo había adorado mucho antes de que se conocieran: en
realidad, ella admiraba en secreto al famoso joven actor cuando lo veía comer
helados en la confitería del Schowb. Nada podía ser más infantil que su nariz
respingada, su cara pecosa o la mancha púrpura en el cuello (donde había banqueteado un vampiro), o el movimiento inconsciente de su lengua explorando
una franja rosada en torno a sus labios hinchados. Nada podía ser más inocente
que leer historias sobre Bill, un enérgico actorzuelo que se hacía sus propios
vestidos y estudiaba literatura seria; nada podía ser más candoroso que la raya
de su brillante pelo castaño, y la sedosa pelusa de las sienes; nada podía ser
más ingenuo... Pero qué envidia repugnante habría sentido ese individuo
obsceno –sea quien fuere; se parecía un poco a mi tío Gustave, también un gran
admirador de le découvert– de haber sabido que cada nervio mío aún estaba
ungido y rodeado por la sensación de su cuerpo, el cuerpo de algún daimon
inmortal disfrazado de niña.
¿Ese cerdo rosado que era el señor Swoon estaba bien seguro de que mi
mujer no había telefoneado? Sí, lo estaba. Si llamaba, ¿quería decirle que nos
habíamos marchado a Aunt Clares? Sí, encantado. Pagué la cuenta y levanté a
Lo de su sillón. Fue leyendo hasta el automóvil. Siempre leyendo, la llevé hasta
una cafetería, pocas cuadras al sur. Oh, comió con buena gana. Hasta apartó su
revista para comer, pero un curioso embotamiento había reemplazado su
habitual vivacidad. No ignoraba que mi pequeña Lo podía ser intratable; me
crucé de brazos y sonreí, esperando un estallido. No me había bañado ni
afeitado. Mis nervios estaban tensos. No me gustaba el modo en que mi amante
se encogió de hombros y frunció la nariz cuando intenté iniciar una conversación
trivial. Con una sonrisa pregunté si Phyllis estaba al corriente de todo antes de
reunirse con sus padres en Maine.
—Oye: dejemos ese tema –me dijo Lo con una mueca doliente.
Después intenté, también infructuosamente, de interesarla en el mapa
caminero. Permítaseme recordar a mi paciente lector, cuyo apacible
temperamento debió imitar Lolita, que nuestro destino era la alegre ciudad de
Lepingville, cercana al hipotético hospital. Ese destino era en sí perfectamente
arbitrario (como habrían de serlo, ay, muchos otros) y metí en él mis pies
preguntándome cómo explicar todo ello y qué otros objetivos plausibles
inventaría después de ver todas las películas de Lepingville. Humbert se sentía
cada vez más incómodo. Esa sensación era muy peculiar: una tensión oprimente
y horrible, como si hubiera estado sentado frente al pequeño espectro de alguien
a quien había dado muerte.
Al regresar al automóvil, una expresión de dolor pasó por el rostro de Lo.
Volvió a pasar, más significativamente, cuando se sentó a mi lado. Sin duda la
reprodujo por segunda vez para que yo reparara bien en ella. Cometí la tontería
de preguntarle qué le pasaba. «Nada, estúpido», dijo. «¿Cómo», pregunté.
Permaneció callada. Dejamos Briceland. La locuaz Lo seguía en silencio. Frías
arañas de pánico corrieron por mi espalda. Era una huérfana. Una niña solitaria,
desamparada, con la cual un adulto había tenido un triple contacto esa misma
mañana. El cumplimiento del sueño de toda mi vida, ¿había sobrepasado toda
esperanza? En todo caso, podía decirse que había excedido su propia marca... y
se había precipitado en una pesadilla. Y permítaseme ser absolutamente franco:
en el fondo de ese negro vórtice sentía de nuevo el escozor del deseo, tan
monstruoso era mi apetito. A los tormentos de la culpa se mezclaba la idea
agonizante de que su malhumor me prohibiría hacer el amor con ella no bien
encontrara un camino tranquilo donde estacionar en paz. En otras palabras, el
pobre Humbert Humbert era terriblemente desdichado, y mientras guiaba su
automóvil, obstinado y demente, hacia Lepingville, hurgaba en su mente en pos
de alguna broma que le diera pretexto para volverse hacia su compañera de
asiento. Pero fue ella quien rompió el silencio.
—Oh, una ardilla aplastada –dijo–. Qué vergüenza.
—Sí, ¿no es cierto? (rápido, esperanzado Humbert).
—Paremos en la próxima estación de servicio –siguió Lo–. Quiero ir al cuarto de baño,
—Pararemos donde quieras –dije.
Y entonces, el verdor de una arboleda encantadora, solitaria, enhiesta
(robles, creo; en esa época los árboles americanos estaban más allá de mis
conocimientos) devolvió el eco de nuestro motor, un camino rojizo y cubierto de
helechos volvió su cabeza a nuestra derecha antes de entrar en el bosquecillo y
sugerí que quizá...
—Sigue –chilló agudamente mi Lo.
—Está bien, no te enfades (¡al suelo, pobre bestia, al suelo!).
—Puerco –dijo, sonriéndome dulcemente–. Criatura repugnante. Yo era
una niña fresca como una flor, y mira lo que has hecho de mí. Debería llamar a
la policía y decirle que me has violado. Oh, puerco, puerco, viejo puerco.
¿Bromeaba? En sus palabras absurdas vibraba una siniestra histeria.
Después, con un sonido sibilante, empezó a quejarse de dolores, dijo que no
podía estar sentada, dijo que le había roto algo. El sudor me corría por el cuello y
estuvimos a punto de aplastar a un animalejo que cruzó el camino con la cola
erguida, y mi malhumorada compañera volvió a insultarme. Cuando nos
detuvimos en la estación de servicio, bajó sin decir una palabra y estuvo ausente
largo rato. Lentamente, amorosamente, un individuo entrado en años, de nariz
rota, limpió mis parabrisas. En todas partes hacen de manera diferente; usan
desde franelas hasta cepillos con jabón. Este tipo empleó una esponja rosa.
Al fin apareció. Con voz neutra que me hacía tanto daño, me dijo:
—Dame unas monedas. Quiero llamar al hospital para hablar con mamá.
¿Cuál es el número?
—Sube –dije–. No puedes llamar.
—¿Por qué?
—Sube y cierra la puerta.
Subió y cerró la puerta. El viejo encargado de la estación de servicio le
sonrió. Enfilé hacia el camino.
—¿Por qué no puedo llamar a mi madre si quiero hacerlo?
—Porque tu madre está muerta –respondí.
En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas,
una caja de dulces, una caja de toallas higiénicas, dos tortas, un juego de
manicura, un reloj de viaje con cuadrante luminoso, un anillo con un topacio
verdadero, una raqueta de tenis, patines, zapatos blancos de talones altos,
anteojos largavista, una radio portátil, goma de mascar, un impermeable
transparente, algunas prendas de vestir –pantalones de vestir, toda clase de
vestidos para el verano–. En el hotel tomamos cuartos separados, pero en mitad
de la noche vino a mí sollozando. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía
absolutamente ninguna parte a donde ir.