RECUERDOS

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No sé cuánto tiempo llevaba caminando. Perdí la noción del tiempo. Ni había mirado el móvil para mirar qué hora era. Había oído que me entraban mensajes, pero la verdad, me daba igual.

Cáncer. La palabra maldita, el bicho que mata. No sabía qué tenía que hacer. Lo único que sabía es que mi vida llegaba a su fin.
Acababa mi existencia y me iba a ir sin pena ni gloria. No había hecho nada para que los míos me recordaran, sólo quería que terminara todo lo antes posible.

No pensaba ir al día siguiente al hospital. Sólo quería que se hiciera la oscuridad, sin más.
Mi único pensamiento fuera de lo malo era para mis hijos Toño y Lucía y para mi amiga María. Mis únicas alegrías en la vida últimamente.
Justo ahora que me llevaba como siempre había querido con mis hijos me aparece esto.
Habían estado mucho tiempo, desde que me separé de su madre hacía ya más de cuatro años, a la gresca y de uñas conmigo. Pero por fin se habían dado cuenta de que eran mi vida, que me daba igual el resto del mundo. Que por más que la relación con su madre había sido de lo peor que me había dado la vida, ellos siempre habían sido lo más importante y mi prioridad.
Toño era un joven de 24 años. Moreno y de ojos verdes como su padre. Pero con una alegría que rebasaba a la mía. Estudiante de medicina y amante de la naturaleza y ya con novia formal, Lidia, una compañera suya de medicina, una rubia preciosa de ojos azules y enamoradísima de él. Eran la pareja perfecta.
Lucía era mi perdición, mi niña bonita. 17 años. Rubia de ojos marrones y con una cara de pilla de esas que enamora. Últimamente con una complicidad conmigo de esas casi de pareja. Había decidido estudiar informática, al igual que a su padre, le encantaban los videojuegos. Quería ser programadora y sabía que lo iba a conseguir porque era de las personas que siempre conseguía lo que quería. Sólo tenía un pequeño defecto, tenía el mal genio y las malas formas de la madre, esas que habían hecho que mi matrimonio fuera un infierno. Esas que habían hecho que con todo el dolor de mi corazón y queriendo como quería tanto a mis hijos me fuera de mi casa. Pero la quería con locura. Lucía era mi princesita.

Y qué decir de María, mi amiga del alma. Sin ser ni pareja ni familia era imprescindible para mi. Era la única persona que después de separarme y siendo amigo de los dos, tiró más por mí que por mi ex. Es la única amiga que me quedó. Aunque sé que siempre había tenido trato con mi ex, jamás me abandonó.
María era la mujer más bonita que yo había visto en mi vida. Morena de ojos azules, de esas que en silencio te enamoras desde el primer día que la ves. Pero la suerte que tenía es que siempre estábamos juntos. Y, aunque jamás habíamos pasado más allá de la amistad, yo sabía que mis ojos le decían muchas veces que la quería con toda mi alma, como jamás pude querer a nadie.
María era viuda desde antes de mi separación y madre de Patri, amiga desde siempre de mi hija Lucía. Desde entonces nunca había tenido relación conocida con ningún hombre.
Nos habíamos ido juntos de compras, de museos, de ferias, de vacaciones, hasta habíamos dormido juntos en la misma cama, pero jamás había habido más que la más bonita de las amistades.
Hasta la gente creía que éramos pareja, pero jamás me atreví a confesarle que era el amor de mi vida, que no quería vivir sin tenerla cerca, que era la alegría que me hacía ser feliz.
Pero ahora ya daba todo igual. Ni mis hijos ni María podían evitar que a mí se me apagara la vida. Llegaba todo a su fin. Y no sabía ni qué hacer ni con quién hablar. Estaba desubicado, con un dolor de cabeza horrible y con miedo de cerrar los ojos por no poder abrirlos más.
Y de repente volvió a sonar el teléfono. Y esta vez, no se porque, si mire el móvil. Era María. Al principio dude en no cogerlo, pero conocía a María, no se cansaría hasta que la cogiera el teléfono. Doce llamadas perdidas. Y al final y sin ganas se lo cogí.

- Vamos ya Alberto, todo el día llamándote. ¿Te pasa algo conmigo?
- ¿Contigo? Qué me va a pasar.
- Tú no tardas en cogerme el teléfono y ya estaba preocupada. ¿Qué te ha pasado?

No sabía si decírselo o no. Pero tenía que hablar con alguien. Después de un silencio le dije...

- ¿Podemos quedar en algún sitio María? Tengo que hablar contigo.
- ¿Lo ves? Lo sabía. Algo te ha pasado.
- Prefiero contártelo a la cara.
- Ya me dejas nerviosa.
- Pues tranquila, que no es nada de ti ni por tu culpa, asi que no pasa nada.
- Tú siempre igual Alberto. Si es por ti también me preocupa. Anda vente a mi casa y hablamos. Pero que sepas que me tenías muy preocupada.
- Gracias. En cuanto pueda voy a verte.
- Qué gracias ni qué leches. Vente ya que me tienes de los nervios.
- Venga, en un rato voy.
- ¿En un rato? ¿Dónde estás?
- No lo sé, pero ahora voy.
-¡Cómo que no lo sé! Alberto me estás asustando.

Levanté la cabeza y vi que estaba en la Gran Vía, a la altura del edificio de telefónica. Había andado más de lo que creía.

- Ahora cojo el metro en Gran Vía. Tranquila que no merece la pena ponerse así.
- Joder, tú siempre con tus gilipolleces y haciéndote la víctima. Sabes que eso no me gusta de ti.
- Tranquila que esta vez es distinto.
- Haz lo que quieras. Aquí te espero.

Y me colgó.
No tenía ganas de hablar con nadie, pero sabía que en algún momento tendría que contárselo a los míos.

Irme a Pozuelo ahora no me apetecía nada. Pero me di cuenta de que tenía que hacerlo. Miré la Gran Vía en ambas direcciones. Callao, Montera, Fuencarral, estaba en el centro de Madrid. Pero a las afueras de mi vida.

Miré la boca de metro y, con unas fuerzas sacadas de lo más hondo, me dirigí a las escaleras. ¿Así serían las escaleras del infierno?.

MI FUERZA....MI RAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora