iii. - » best friends and mysterious boys.

360 42 14
                                    

 Little darling, it's been a long cold lonely winter

little darling, it feels like years since it's been here

here comes the sun

here comes the sun, and i say

it's all right

Little darling, the smiles returning to the faces

little darling, it seems like years since it's been here

here comes the sun

here comes the sun, and i say

it's all right

Here comes the sun. - The Beatles.

“Serán cuatro libras con cincuenta peniques por favor” dije, regalando una de mis mejores sonrisas a la Señora Pettifield.

Ella me sonrió y me entregó el dinero, “Gracias Willow; tienes las mejores flores de la ciudad”. Respondió, con un tono alegre como las campanas mientras sostenía su flor de navidad.

Con ese agradecimiento acompañado por un ligero apretón de manos cariñoso por cortesía de la susodicha, me despedí de ella cuando se alejaba, atravesando la puerta con esos andares lentos que tenía; parándose con casi todo el mundo que pasaba por su lado.

Su sombrero negro cobraba vida dando pequeños saltos mientras ella asentía, articulaba y hablaba con lo que parecía ser una vieja amiga. Sus manos enguantadas realizaban pequeñas maniobras cuando ella movía los dedos enfatizando cada palabra que decía. Reí por lo bajo.

La Señora Pettifield era de las pocas clientas fieles que he tenido; estuvo ahí desde que empecé a trabajar en Flowerville (un nombre idóneo para una tienda de flores) y ha seguido comprándome hasta hoy día.

Cada mes me compra un ramo o un centro con flores variadas. Los ramos son para la tumba del Señor Pettifield, que, desgraciadamente falleció hace poco más de un año.

Y en cambio, los centros de flores son, según la Señora Pettifield, para que su casa tuviera un poco más de vida y colorido. Cada vez que me decía eso yo siempre le soltaba uno de mis “¿Para qué quiere usted más colorido en su casa si usted brilla más que un sol?” A lo cual ella soltaba una risita, me apretaba una mejilla y me decía que yo sí que era un sol. Internamente la admiraba; siempre te hablaba mirándote directamente a los ojos; no dudaba nunca y, lo más importante era que siempre te brindaba una sonrisa. Su ya arrugado rostro siempre estaba adornado por una sonrisa, dándote la impresión de que nada andaba mal, y que no se debía de estar triste u ojeroso. Dada su edad, sus ojos tenían un brillo sorprendentemente fiero; como si la juventud estuviera atrapada en ellos y quisiera salir a zarpazos. Ojalá yo llegara a volver a brindar esas sonrisas tan anchas algún día.

Sonreí tristemente al suelo mientras barría los restos de hojas verdes que trataban de escabullirse como los frenéticos coches que inundaban Londres cada día. Estaba tan sumergida en mi maraña de pensamientos que ni siquiera me percaté de que delante mía había un par de gruesas botas militares. Subí la mirada y me encontré con unos amables ojos castaños.

“Sabía que las hojas eran interesantes pero no pensé que lo fueran tanto” rió, provocando una inmediata sonrisa en mi rostro.

“Bueno, sabes que yo soy la Señora Madre Naturaleza, tendré que interesarme por mis hijos, entre los cuales están incluidas las hojas, ¿no crees que tengo razón?” fruncí el ceño intentando nulamente parecer medianamente seria.

“Oh, ¡a sus órdenes Señora Madre Naturaleza!” respondió, llevándose la mano derecha a la frente imitando un saludo militar, “no sé cómo he podido dudar de usted”. Admitió, negando con la cabeza con la diversión brillándole en los ojos.

Escombros. | n.hDonde viven las historias. Descúbrelo ahora