La Isla del Dr. Monroe

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Mientras huía de la criatura que me perseguía a grandes pasos, no lograba atisbar con claridad el entorno que me rodeaba, razón por la que terminé tragando tierra al tropezar con una gran roca que sobresalía del húmedo suelo típico de una isla tropical. Allí, desde lo más bajo del lugar, y temiendo por mi vida, no pude evitar pensar como esa maldita carta y mi curiosidad terminaron trayéndome aquí.

Regresé a casa después de despejar mi mente con una caminata por el parque más cercano. Los edificios aún mantenían algunas características de la década pasada, y tanto color y "paz y amor" fueron suficientes para mí por ese día. No pude evitar notar que mi buzón tenía bajada su tapa, por lo que metí mi mano creyendo que alguien habría robado la correspondencia, sin embargo, me encontré con la sorpresa de que era lo contrario. Habían dejado una carta. Entré apresurado a casa, y me situé frente al comedor, y antes de tomar asiento y disponerme a leer la carta, me retiré el chaleco negro de encima y lo arrojé a las escaleras que conducían al primer piso de la casa; allí estaba mi estudio y mi habitación. Me fijé en el sobre que ponía como remitente Dr. Monroe. ¿El Dr. Monroe me escribió una carta después de tantos años? Era imposible no sorprenderme puesto que cortamos comunicación cuando se retiró de dar clases de la universidad para tomar unas vacaciones de largo plazo quien sabe dónde. Esto fue poco después de que le informase de mi decisión de abandonar los estudios y dedicarme a conocer el país, después de todo, en sus clases de Biología Universal, él nos motivaba a explorar y conocer nuestro entorno.

La carta estaba fechada el 21 de julio de 1973, lo que me llevó a pensar que sea donde sea que se encontrase el doctor ahora, era muy difícil que las cartas llegasen a tiempo. Pero el viejo aún era inteligente, más de lo que recordaba.

Su carta era breve. En ella me invitaba a conocer las islas que había comprado y a echar un ojo a su investigación privada. Detallaba las coordenadas del lugar, y lamentaba que la carta llegase con un retraso. Esto me descolocó un poco, más tomando en cuenta que luego explicaba que dentro de dos años –o sea en tres días- enviaría a personas a esperarme en el puerto de la isla principal. Quizá, cuando la escribió, estaba consciente de que su trabajo lo tendría ocupado un par de años, pero la emoción lo llevó a escribir la carta en ese momento para enviarla en el momento adecuado.

La carta me llegó por sorpresa, y estaba pensando una muy buena excusa para no ir. Me encontraba con la pluma de escribir en la mano cuando el remordimiento me invadió. El doctor me tomó en cuenta por nuestra vieja amistad, la que, a pesar de nuestra diferencia de edad (él debe tener unos 65 años, mientras que yo estoy en mis 36 años) era muy agradable, él sabía que decir para enriquecer mi conocimiento, no solo en biología, sino en ingeniería, física, cálculo y otros campos más. Era imposible que mi carta llegase en los cortos tres días que poseía, y él ya se tomó la molestia de enviar a sus hombres a recogerme en el lugar. Por lo que hubiese sido una falta de respeto no ir.

Preparé las cosas para el viaje, y me embarqué a lo desconocido.

Días después, en el aeropuerto contraté un helicóptero que me llevaría a las extrañas Islas de Darwin, llamadas así por el padre de la evolución y la selección natural Charles Darwin, aunque como el doctor las compró, no me alteraría el pensar que las cambiase de nombre por las Islas del Dr. Monroe... Cuando pensé en eso un aire gélido recorrió mi espalda, como si hubiese escuchado eso en algún lado, o algo similar. Y si hubiese prestado atención a ese sentimiento de seguro ahora mismo no tendría golpes por caídas y a una criatura persiguiéndome.

El hombre llegó a entender mis indicaciones. Me resultó curioso que el único hombre con helicóptero en ese aeropuerto fuese exactamente del país en cuyo territorio se encontraban las Islas de Darwin. Claro, eso fue en ese momento, en estos momentos he llegado a pensar que tal vez era un hombre del Dr. Monroe. Pero si ese hubiese sido el caso, el que discutiese con otros hombres por si llevarme o no, no tendría sentido. A medio camino pregunté sobre esa discusión y me comentó que las islas se consideran malditas y que nadie debe ir. Cuando divisamos las formaciones volcánicas en medio del mar, el hombre me acercó una caja y aceleró un poco. Me dijo que al llegar al agua tirase de la palanca de la caja, acto seguido el hombre me empujó dejándome caer al mar abierto. Inmediatamente hice lo que dijo y de la caja se expandió un bote inflable. El helicóptero encima de mí arrojó dos remos y desapareció lentamente.

Para entonces me empezaba a arrepentir de hacer el viaje, y después de unos largos minutos llegué al que pensé era el puerto. En este lugar no vi persona alguna, pero en un momento logré mirar a alguien. O algo. Se trataba de una tortuga de galápagos –antes las islas eran conocidas con el nombre de Galápagos, pero poco a poco la fama de Darwin sobrepasó a la de las propias tortugas haciendo con los años venideros ya nadie llamase así a las islas. Y debo recalcar que en ningún estudio de Darwin se habla de lo malditas que están las islas, pero esta tortuga no era normal, para nada normal.

Que las tortugas de estas islas son gigantes ya lo sabía por la curiosidad y rumores, pero esto... esto era otro nivel de gigantismo. La titánica criatura que bordeaba fácilmente los dos metros de alto empezó a perseguirme, y obviamente yo empecé a huir. Y fue entre todo eso que tropecé con una piedra, pero no me detuvo, y mientras mi persecución seguía, en un instante que volteé mi mirada para conocer el paradero de la criatura no me percaté de la gran depresión de tierra que se encontraba delante de mí.

Entre destellos y una visión borrosa logré distinguir a un hombre con mascarilla y una bata celeste que discutía con un ave que se encontraba a mi derecha. Sé que algo brilló en su mano derecha pero antes de fijarme, quedé inconsciente nuevamente.

Desperté. Cuando intenté levantarme, un fuerte dolor abdominal me lo impidió, por lo que no tuve más remedio que volver a recostarme. Minutos más tarde un hombre entró por la puerta, tenía una tez morena y se notaba su fuerza corporal. Se me acercó y me habló de lo cerca que estuve de morir por la caída. Dijo que era un milagro que el Dr. James Jacovi Monroe lograse salvarme. Esto dio paso a que el Dr. Monroe entrase a la habitación y se alegrara de verme despierto.

Él me ayudó a incorporarme y me contó rápidamente que hubo un malentendido, ya que el puerto donde debía arribar se encontraba a unos metros de donde llegué, y no solo eso, sino que la monstruosa tortuga era la encargada de transportarme hasta estas cabañas, razón por la que continuaba persiguiéndome hasta cumplir con su cometido.

Pasé dos días conociendo la isla principal, y cuando estuve recuperado del dolor abdominal, empecé a sentir náuseas constantes. El doctor dijo que era normal, pero por alguna razón cambió su comportamiento, haciendo las cosas más aceleradamente. No tardó en mostrarme su trabajo de investigación.

Se trataba de evolución dirigida. Esto consistía en obligar a seres vivos a evolucionar como más se crea conveniente mediante una constante radiación. Él los llamaba milagros... La tortuga gigante fue la primera de sus creaciones, y el siguiente paso fueron los pinzones e iguanas marinas. Lastimosamente descubrió que al evolucionar a las iguanas había creado un súper depredador marino, así que no tuvo otra opción que hacer lo mismo con los tiburones y otros peces endémicos del lugar. Y así mantuvo el balance de las islas. Porque sí, ya lo había hecho en todas las islas.

Él los llamaba milagros. Yo, abominaciones.

Entré en shock con lo que había hecho el doctor, pero no lo demostré, no quería que él sospechase. Sin embargo preparé mis cosas para escapar de las islas en la mañana. Fue cuando el Dr. Monroe supo lo que estaba haciendo, y contrario a lo que pensé, no se interpuso en mi decisión, es más, me propuso que, si no me molestaba, sería su tortuga la que me regresaría al continente. No tuve más remedio que aceptar puesto que a estas islas no llegaban barcos por las leyendas de su maldición.

Antes de partir vomité por última vez en la isla, las náuseas eran insoportables para ese momento. El Dr. Monroe me entregó una carta y me pidió que si valorase nuestra amistad, su trabajo y su pasado como profesor honorable, no la leería hasta estar de nuevo en casa. Y eso hice. En cuanto la criatura me dejó en la playa, regresé a casa. Me tomó unas horas, pero llegué a salvo, y fui al baño privado a regurgitar un poco.

Esperando que los horrores que vi en las Islas de Darwin quedasen como un mal recuerdo, me dispuse a leer rápidamente la carta para arrojarla y ser libre de esos días de pesadilla. Pero no estaba listo para enterarme que yo soy el mayor éxito de las criaturas del doctor. Y que ahora las náuseas nunca pararán, pues son la forma de esparcir el virus nuclear que evolucionará a la humanidad hasta sus cimientos. 

En la Luna alguien te observaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora