El entierro prematuro. ( Edgar Allan Poe )
Allí estaba yo en un estado de semiconsciencia. Un escalofrío y un fuerte olor a humedad me despertaron. Mis últimos recuerdos eran que estaba postrada en cama con fiebre alta.
Ahora sentía que la fiebre había bajado y me encontraba mejor.
Intenté con mi mano apartar las mantas que me cubrían, pero en vez de eso mi mano se encontró con una superficie fría y lisa que se extendía sobre mi.
Seguidamente mi otra mano acudió para ayudar, pero se topó con el mismo impedimento. Pronto me percaté que también me encontraba encima de una superficie rígida y dura, y a ambos lados de mi, paredes estrechas me barraban el paso.
Un fuerte temor se apoderó de mí, al descubrir que aquello que me rodeaba era una fría caja de piedra o mármol. Mi mente no quería admitirlo pero sí, estaba dentro de un ataúd.
Ahora deducí que me habían enterrado viva, por error.
Mi corazón se aceleró y note en mis extremidades pérdida de fuerzas de puro terror. La respiración se aceleró, lo que contribuía a gastar el poco oxígeno que tenía en esa estrecha cavidad. Por eso intenté serenarme pues sabía que mi muerte real sería inminente.
Golpeé con fuerza dos veces la tapa de mi ataúd sin ningún resultado.
No podía malgastar mis energías en intentos vanos.
Tenía que prepararme para un solo golpe pero con todas mis fuerzas.
Tenía que hacer acopio de toda la energía que albergara aun en mi interior.
Para hacerlo, recordé con detalle cada bofetada, cada paliza, cada insulto de mi esposo, e intenté descargar toda mi ira y odio reprimido por años. Toda esa energía tenía que usarla a mí favor para desprenderme de esa losa pesada.
Respiré lo más hondo que pude en aquellas circunstancias y ahora con mis brazos, piernas y todo mi ser junto con un grito casi sobrehumano, proyecté toda esa explosión de adrenalina y fuerza contra esa losa, que ahora representaba a mi odiado marido.
Tras eso, sentí una bocanada de aire frío, que procedía del exterior. Había logrado desplazar varios centímetros esa tapa pesada. Después de unos minutos logré apartar lo suficiente esa losa para salir del ataud.
Corrí hacia el exterior de esa especie de cueva en que se encontraba el féretro. Pero me encontré con una puerta de hierro cerrada con llave. Grité, aporreé la puerta pero nadie apareció. Me tumbé al fin en el frío suelo al lado de la entrada, hasta gastar todas mis lágrimas.
De pronto noté un ruido sordo procedente de las entrañas de la Tierra, y me cubrí la cabeza con mis manos tapándome mientras adoptaba la posición fetal. Todo temblaba a mi alrededor. De repente un gran destello de luz cegó mis ojos. El terremoto me había liberado de mi prisión. ¿Milagro, casualidad? No sé, pero sí sabia que no desaprovecharia esa segunda oportunidad que me había regalado la vida. Huí muy lejos de allí para empezar de nuevo a "vivir".