1. Odiar la Navidad

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Los porqués del odio hacia la Navidad

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Los porqués del odio hacia la Navidad

Arbeen aflojó su corbata cuando su jefe-más-amigo-que-jefe (pero-aún-así-su-jefe) se despidió y lo engulló el ascensor. El joven se dejó caer en la silla giratoria con las piernas y brazos laxos a los lados. Suspiró dramáticamente mientras miraba el techo.

¿Por qué decoraban las oficinas con guirnaldas y luces? Eso era una potencial distracción para los empleados, o por lo menos para él.

¿Por qué había tantos listones rojos? Existían otros colores.

¿Por qué seguían dejando pegatinas de Santa por todas partes? Ya eran lo suficientemente grandes como para saber que el hombre que irrumpía a medianoche en sus casas, bajando por la chimenea y cobrabando por sus servicios de regalería mediante leche y galletas, no existía.

—Navidad, más absurda imposible. —Negó con la cabeza, exhausto.

Un sonido de desacuerdo se oyó del otro lado del pasillo. Él estiró el cuello y vio a una chica inclinada hacia atrás en su silla, mirando en su dirección con el ceño fruncido.

—Bonita y alegre —corrigió ella antes de volver a enderezarse en el asiento y desaparecer tras el panel gris.

Arbeen arqueó una ceja antes de impulsarse con sus piernas e ir más atrás. Las ruedas de su silla de oficina se deslizaron por la alfombra hasta que logró espiar.

Sus cubículos eran los de los extremos, así que lo único que los separaban eran dos paneles grises y el corredor.

El corrector literario logró ver otra vez el cabello castaño claro, casi rubio. Le recordó a la miel. Su abuela siempre decía que era buena para la garganta, pero a él nunca le gustó.

Era muy empalagosa.

Como la abuela.

Tal vez por eso no le gustaba.

Examinó a la chica. Nunca la había visto por allí. Tenía botas salmón y falda plisada del mismo color. Usaba jeans bajo ella, lo que le resultó extraño. Suéter a rayas horizontales y un moño de esos navideños sosteniendo la trenza sobre su hombro. También vio el contorno de unas gafas rosadas, grandes y cuadradas.

Arbeen no se dio cuenta de que se estaba inclinando demasiado hacia atrás para verla... Bueno, hasta que casi se cae.

Por suerte eso no pasó, pero el sonido que hizo la silla en cuanto cayó sobre las ruedas delanteras llamó la atención de la nueva, quien volvió a inclinarse y echarle una mirada.

Deduciendo lo que había ocurrido y categorizándolo como un curioso torpe, ella sonrió un poco.

Le divirtió ver el rubor extenderse por las mejillas del chico. Era adorable, sobre todo porque él también sonrió algo avergonzado y sus espesas cejas se juntaron y fueron bajando hasta que obtuvo una expresión abochornada.

—Shelly —se presentó ella.

—Arbeen —dijo él.

Los dos volvieron a trabajar separados por ese corredor y los paneles. Sin embargo, estaban demasiado conscientes del otro cruzando el pasillo.

Shelly se enderezó la gafas y mordisqueó pensativa la tapa de un rotulador antes de volver a lo suyo. Arbeen esperó hasta escuchar los «clicks» del mouse y las teclas de la computadora siendo presionadas —o apuñaladas—, para espiarla solo una vez más.

Esa vez se aseguró de no ser demasiado obvio.

Té de lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora