4. Odiar a los bebés

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                                                                  Infernalmente jacarandoso

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                                                                  Infernalmente jacarandoso

—¿Sabías que un bebé usa en promedio seis pañales al día? —Evan, su jefe, lo seguía por el corredor mientras Arbeen rodaba los ojos y revolvía su café con esa cuchara de plástico con la que, a veces,  pensaba perforarse un tímpano—. Dos por tres, hombre. Son seis veces en que tendré que verle el culo al día. En un año son como dos mil vistazos al patio trasero.

—Es tu futuro hijo, se supone que tendrás que cambiar tantos pañales que le verás más veces el culo a él o a ella que a tu esposa.

Evan gimió en voz alta, totalmente aterrado con la idea mientras daba sorbos a su lata de bebida energizante.

No era como los típicos jefes, eso era notable. Él andaba por ahí con la camisa arremangada, comiendo frituras y lamentándose el hecho de que sería un padre primerizo dentro de unos meses. También usaba corbatas de colores. Hoy una rosa.

Entraba en pánico cuando se hablaba de pañales, baberos y chupetes.

Arbeen creía que Evan se veía corriendo en círculos en su propia mente. El hombre necesitaba el manual de «CÓMO SE PONE UN BABERO», «CÓMO SE LIMPIA UN TRASERO QUE NO ES EL TUYO» y «QUÉ HAGO SI LA COSA SE LARGA A LLORAR».

Con urgencia.

—Mira —dijo Arbeen una vez que llegaron a su cubículo y su jefe se dejó caer en su silla como si fuera el fin del mundo—, entrar en pánico no servirá de nada, solo aniquilará tus ganas de vivir, así que deja de pensar en eso.

—¡Es fácil decirle a alguien que no entre en pánico cuando no eres tú el que dejó ir un espermatozoide ganador, Arbeen! —Se frustró antes de darle otro trago a la bebida y estirar la mano para alcanzar una nota adherida al monitor.

Por suerte, Evan no la leyó. Las relaciones entre empleados estaban prohibidas, y a pesar de que él era por demás de flexible, nadie estaba preparado para lo que Shelly y Arbeen podrían llegar a ser. Tal vez sobrepasarían el límite, tal vez irían mucho más lejos de lo que la palabra «relación» pudiese significar.

Arbeen no leyó la nota, la guardó en su bolsillo creyendo que se la había olvidado pegada hace rato. Él dejaba esos adhesivos hasta en el tapa del retrete para recordar que tenía que bajarla cuando sus sobrinas lo iban a visitar.

—¿Quieres seguir quejándote o quieres que haga mi trabajo, por el cual me pagas? —indagó.

Evan lo miró con seriedad.

—Tú mismo lo dijiste: yo te pago, así que te usaré como mi caja personal de quejas tanto como... —Dio un trago y dejó su energizante sobre el escritorio.

Sin querer presionó la S en el teclado y la pantalla se iluminó.

Arbeen casi pierde la vida en ese momento.

Evan escupió el líquido y se manchó la camisa cuando le cayó por el mentón y cuello. Su hilaridad fue tan notoria que más de una cabeza se asomó sobre y alrededor de los paneles para ver qué era tan gracioso.

Las mejillas de Arbeen se tiñeron de un rojo infernal.

Shelly oyó la risa del jefe y se echó atrás en su silla. Casi muere por la audiencia que tenía el fondo de pantalla que había elegido.

Se hizo la desentendida con disimulo y volvió a trabajar, conteniendo las ganas de reír también.

Té de lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora