III.

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—Eres el novio más jodidamente perfecto de la historia— dice Eiji al verme desfilar por la sala con el traje que elegí yo solo hace rato.

Mi amigo sonríe con calma y yo trato de que mi corazón no se rompa al mirar lo frágil que se ha puesto en los últimos días. Ha dejado de caminar desde hace dos semanas, así que ahora usa una elegante silla de ruedas que su hermana o su padre, quienes vienen a verlo más seguido trajeron hace tiempo. No es que Eiji ya no pueda caminar, pero dice que está guardando su energía para el gran momento, que en su idioma significa, el momento en el que él mismo me entregara a Shorter en el altar.

Suspiro de nuevo al pensar en esa boda y no puedo evitar estremecerme al contemplar lo débil que mi amigo está ahora: ha perdido peso porque a veces los músculos de su boca se niegan a cooperar impidiéndole comer. Sus rizos oscuros tampoco brillan, Eiji está muriendo ante mis propios ojos y yo no puedo hacer nada por evitarlo, nada, salvo cumplir aquel sueño que me dijo sería la única forma de hacerlo feliz.

Porque por eso estoy casándome, no hay otra razón. Aquella noche, la noche en la que compartimos un primer beso que a mí me supo también como al último que tendríamos, llegué a pensar que por fin Eiji accedería a estar conmigo como algo más, como lo que siempre había deseado para los dos. Pero me bastó escuchar tan solo tres minutos de la conversación que tuvo después con su hermana para darme cuenta de cuál había sido la razón de aquel beso: el miedo, la tristeza, el hecho horrible y espeluznante de que Eiji estaba muriendo y estaba intentando salvarme del dolor de decirme la verdad, salvarme sí, cuando el único que estaba aterrado ahí era él.

Aquella noche sentí que el dolor me partía en dos. Salí a la calle con apenas una ligera chaqueta cuando en realidad estaba helando pero quería huir. Huir de todo, de lo injusto que era el mundo, de lo implacable y sedienta que estaba la muerte con aquel pequeño y hermoso chico que no había cometido más crimen que haber nacido. Maldije al universo, maldije a dios, estaba seguro de que si un dios existía jamás le habría hecho tal cosa a Eiji, a mi Eiji, a la única persona que en toda la historia de mi vida me había demostrado lo real que el amor puede llegar a ser.

Y ahí estaba que el único amor de mi vida se estaba yendo, que se estaba consumiendo y que yo jamás podría hacerlo feliz porque lo único que él no quería era verme triste. Fue en ese instante en el que, cubierto de escarcha, helado hasta los huesos, regresé al departamento y encontré a Eiji dormido en su cuarto, con las mejillas cubiertas de lágrimas y mi sudadera azul y vieja de la universidad apretada contra su pecho.

Me quedé ahí mucho tiempo, lo observé dormir y la imagen de su pecho subiendo y bajando de forma rítmica me recordó que él seguía ahí, que aún no tenía por qué despedirme y entonces me juré que haría real su sueño, su sueño de verme feliz al lado de alguien más, tan solo para lograr que él pudiera dejar el mundo tranquilo, sin preocuparse por mí, sin temer que yo estuviera triste.

Invité a salir a Shorter a la semana siguiente después de eso, no se negó. De hecho, las observaciones de Eiji estaban más que justificadas porque la persona que había sido mi agente por diez años, estaba total y completamente enamorado de mí, pero jamás me había dicho nada porque era más que obvio que el dueño de mi corazón era otro. Traté de no acobardarme al oír aquello. No le dije que estaba haciendo aquello precisamente por el bien de la persona a la que yo amaba. No le dije que Eiji estaba muriendo y que su rechazo todos aquellos años tenía que ver precisamente con esa condición, que él no quería atarme al lado de una persona enferma que terminaría dejándolo herido de más. Le dije a Shorter que era tiempo de superar aquello, que ya estaba en edad de sentar cabeza y eso pareció gustarle.

A story sadder than sadnessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora