Chicas las teníamos abandonadas pero ya no mas!! aqui una nueva imaa
#Celoso
Protagonistas: Esteban Sanromán y María Sanromán
Argumento:
Para Esteban Sanromán el matrimonio era un lazo para toda la vida. Había elegido a María como esposa, y estaba dispuesto a amarla siempre. O aquello era lo que ella pensaba.
Hasta que descubrió la traición de Esteban con la bella Ana Rosa. ¿Tan pronto había olvidado los votos matrimoniales? ¿Es que esperaba de ella que desempeñara el papel de esposa atenta mientras él seguía con su vida de soltero? El dolor era tan insoportable que María huyó. Pero en opinión de Esteban seguía siendo su esposa legítima y, estaba dispuesto a recuperarla a toda costa.
Capítulo 1
—Perdone, ¿se encuentra bien?
—¿Cómo?
Algo confundida, María miró los ojos azules de la preocupada azafata que se había inclinado sobre ella. El suave murmullo de las conversaciones de los pasajeros consiguió abrirse paso entre sus terribles pensamientos.
—Ah, sí, sí, gracias. Estoy bien.
La joven azafata la observó con intensidad, como si no estuviera muy convencida.
—Me duele la cabeza —añadió, para tranquilizarla—. Me ha dolido durante todo el día, eso es todo.
—Debería habérmelo dicho antes —sonrió, llena de profesionalidad—. Si quiere puedo traerle una aspirina.
—Muchas gracias —asintió María—, si no le importa.
Un dolor de cabeza. María pensó que su problema estaba muy lejos de ser un simple dolor de cabeza. Pocos días antes había recibido un telegrama inesperado. Desde entonces no conseguía conciliar el sueño, y estaba aterrorizada, dominada por el pánico. Sintió una punzada en el estómago mientras recordaba las frías y formales palabras:Esteban Sanromán me encarga que le comunique la repentina muerte de su madre, y que requiera su presencia en el entierro, que tendrá lugar el próximo veintitrés de abril. Previamente se celebrará una misa en la iglesia de Madonna di Mezz Loreto, al mediodía.
Aquello había sido todo. Sin explicaciones de ninguna clase, sin siquiera pedirle que se pusiera en contacto con la familia. Solo había sido una fría notificación del abogado de los Sanromán, el señor Fellini.
Aunque en realidad no era una notificación, sino una orden del jefe del clan, Esteban. Su palabra era ley, y suponía un poder absoluto.
La azafata regresó en aquel instante, y su voz la devolvió, una vez más, a la realidad. Llevaba un vaso de agua y una aspirina.
—Tome. Aterrizaremos dentro de poco. Se sentirá mucho mejor cuando hayamos tomado tierra.
—Gracias.
María se tomó la aspirina, se recostó en el asiento y cerró los ojos. Sabía lo que había pensado la azafata. Seguramente habría creído que estaba aterrorizada porque iba en avión, y se había equivocado. Tenía miedo, sin duda, pero no a volar.
Hizo un esfuerzo por mantener la compostura. A fin de cuentas tenía veintitrés años y ya no era ninguna adolescente. Sin embargo, no aparentaba su edad; su cabello rizado y rojizo, su rostro dulce y su altura, apenas un metro sesenta, hacían que pareciera cinco años menor. Había elegido con sumo cuidado la ropa, pero no había servido de nada.
Con todo, se sentía muy vieja por dentro. Casi prehistórica. Y lo suficientemente madura como para enfrentarse a Esteban y al resto de los Sanromán.
Aquel pensamiento la acompañó durante todo el vuelo, hasta que aterrizaron en el aeropuerto de Nápoles. Cuando pasó el control de pasaportes, recogió su maleta y salió de la terminal para tomar un taxi.
—María…
María se detuvo en seco al oír aquella voz, de marcado acento italiano. Se dio la vuelta y respiró profundamente para tranquilizarse un poco.
—Hola, Esteban. Siento mucho lo de tu madre. Era una gran mujer.
Esteban la observaba con atención. No había cambiado nada. Los mismos ojos negros; el mismo rostro; los mismos labios, firmes y sensuales. El corazón de María empezó a latir más deprisa, pero debía comportarse con seguridad. Si no lo hacía, si mostraba algún signo de debilidad, lo utilizarían contra ella.
—Sí, es cierto, lo era.
Los pantalones sueltos y la camisa azul marino le quedaban tan bien que cualquier mujer lo habría admirado. Pero ella no. No volvería a caer, nunca más, en la misma trampa.
—El telegrama decía que fue algo repentino —declaró María, con frialdad.
—Una hemorragia cerebral —explicó, llevándose una mano a la frente—. No llegó a enterarse —se volvió e hizo un gesto a un hombre que esperaba a pocos metros de él—. Antonio se encargará de tu equipaje añadió.
—No pienso alojarme en Casa Pontina —espetó ella—. He reservado habitación en un hotel.
María ni siquiera sabía cómo había averiguado que llegaba en aquel vuelo, ni qué estaba haciendo allí. Le asaltaron un montón de preguntas, pero no tenía respuestas para ninguna.
—¿Se puede saber dónde? —preguntó, con la arrogancia típica de los Sanromán.
—En el hotel La Pérgola —respondió—. Me quedaré tres días.
—Lo dudo —dijo, sonriendo con frialdad—. No sería adecuado en semejantes circunstancias, y lo sabes. Todos esperan que te quedes en Casa Pontina.
Esteban hablaba como si su opinión no importara en absoluto. El chófer se acercó con intención de llevar su maleta al coche, pero María reaccionó a tiempo.
—No sé qué esperan de mí, pero ya no me dedico a hacer lo que los demás quieren. Soy perfectamente capaz de tomar mis propias decisiones. Puede que estés acostumbrado a dar órdenes a todo el mundo, y a que te obedezcan, pero conmigo no lo conseguirás.
—¿A todo el mundo, María? —preguntó, con una dulzura helada destinada a intimidarla—. Había olvidado que siempre te gustó exagerar.
—No me sorprende —declaró con ironía—. Lo único que me sorprende es que aún recuerdes mi nombre.
—Desde luego que lo recuerdo. Lo recuerdo todo. Pero ahora, será mejor que permitas que Antonio se lleve tu equipaje —dijo, mirándola con intensidad—. Te quedarás en Casa Pontina.
—Dame una buena razón —espetó.
Los ojos azules de María brillaban de rabia.
—A mi madre le habría gustado que lo hicieras.
María lo miró y su amargo resentimiento desapareció de inmediato. Tenía razón. A Liliana le habría gustado que se alojara en la casa de la familia. De hecho, la matriarca del clan de los Sanromán se habría horrorizado si hubiera tomado otra decisión.
Pensó con tristeza que, a fin de cuentas, era lo último que podía hacer por Liliana, por aquella mujer alta, orgullosa y aristocrática, por una mujer que ejercía un enorme poder sobre su familia y que siempre la había tratado con cariño y respeto. Definitivamente, debía hacerlo. Por ella, y solo por ella, sería capaz de pasar tres días y tres noches bajo el mismo techo que Esteban.
—Muy bien.
María observó el gesto de triunfo de Esteban y tuvo que hacer un esfuerzo para no decir algo bastante desagradable. Liliana había muerto, y con ella había muerto también el único lazo que la unía a Italia. Tenía que comportarse con el aplomo y la dignidad que habría esperado de ella.
—Pero por el camino tendremos que detenernos en el hotel La Pérgola para anular la reserva.
—Por supuesto. No hay ningún problema —dijo, muy satisfecho.
El chófer se acercó y recogió la maleta.
—Disculpe…
Siempre había pensado que el chófer de Esteban parecía un mafioso siciliano, más que un empleado de la familia. Y volvió a pensarlo, una vez más, mientras lo seguían hasta el vehículo. Esteban la tomó por el codo. María se sentía como si la estuvieran llevando al patíbulo.
Los setenta kilómetros que los separaban de la propiedad de los Sanromán no constituían ningún problema. A finales de abril la temperatura no era ni mucho menos tan intolerable como en verano; además, el Mercedes tenía aire acondicionado. Pero la perspectiva de estar sentada junto a Esteban durante una hora no le agradaba demasiado.
Había pensado pasar la noche en Nápoles y viajar a Sorrento a la mañana siguiente, en un coche alquilado, para asistir al entierro, con la intención de regresar por la tarde. De aquella manera habría podido mantenerse a cierta distancia de la familia. Pero había olvidado que Esteban haría todo lo posible para salirse con la suya.
El propio Esteban le abrió la puerta del coche. María se detuvo antes de entrar, miró su atractivo rostro y cedió, por fin, a la curiosidad.
—¿Cómo sabías que llegaba hoy, en ese vuelo?
—No creo que tenga importancia.
Su voz sonaba fría y remota. Era una actitud muy típica en él, que había observado en multitud de ocasiones. Una estrategia como otra cualquiera para dar fin a una conversación. Pero María no estaba dispuesta a darse por vencida.
—Para mí, sí —dijo con decisión—. No recuerdo habérselo dicho a nadie.
—Es posible que no lo hayas hecho.
—¿Entonces? —preguntó, algo irritada—. ¿Cómo lo has sabido?
—Sé muchas cosas de ti, María —respondió.
Esteban pronunció su nombre de un modo tan sugerente que María se estremeció. Aquel hombre tenía un gran poder sobre ella, pero no estaba dispuesta a admitirlo.
—¿Como por ejemplo?
—¿Quieres que enumere todas las cosas que sé sobre ti? —preguntó, fingiendo sorpresa—. ¿Aquí, donde cualquiera podría oírlo?
—Deja de jugar conmigo, Esteban —espetó, entrecerrando los ojos.
—¿Crees que estoy jugando contigo? Pues te equivocas —declaró, con súbita furia—. Sube al coche y te contaré todo lo que quieras saber.
No había gran cosa que pudiera hacer, de modo que subió al vehículo. Esteban se sentó a su lado y automáticamente María notó el aroma de su loción de afeitado, un aroma especiado, con una ligera fragancia de limón y algo más, indefinible, que siempre la había afectado. A fin de cuentas había pasado muchas noches entre sus brazos, respirando aquel aroma después de hacer el amor durante largas horas de éxtasis y pasión.
En aquella época creía que pasarían juntos el resto de sus vidas, que nada ni nadie podría separarlos, que eran las dos mitades del mismo ser. Pero la realidad derribó sus sueños, y aprendió una dura lección.
—¿Y bien? —preguntó ella, intentando mantener la calma—. ¿Cómo sabías que llegaba hoy?
—He seguido todos tus movimientos durante el último año —respondió con tranquilidad—. No podía ser de otro modo.
—¿Cómo? —preguntó, asombrada—. ¿Quieres decir que… has hecho que me siguieran? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Por supuesto que sí —contestó con frialdad.
María se enfadó tanto que Esteban vaciló ligeramente. Intentaba mantener la calma, pero aquello era demasiado.
—No puedo creerlo. ¿Cómo es posible que te hayas atrevido a espiarme? Y sobre todo, ¿cómo es posible que seas capaz de confesarlo así, sin sentir vergüenza alguna? Nunca habría creído que podías caer tan bajo.
—Cuidado con lo que dices, María —dijo, inclinándose sobre ella—. No permitiré que me faltes al respeto.
—Te atreves a hablar de respeto cuando has sido incapaz de respetarme a mí. Has invadido mi vida, has jugado con ella como si solo fuera un pez en una pecera.
—Esta conversación no tiene sentido, y no tengo intención de continuar con ella. En cuanto a tu metáfora, es completamente absurda.
—Y sin embargo, contrataste a alguien para que me espiara. ¿Qué te hizo pensar que tenías derecho a hacer semejante cosa? Es inmoral.
—No pienso discutirlo contigo hasta que te tranquilices —dijo con frialdad—. Te aseguro que no quiero pelearme contigo, y mucho menos en estas circunstancias. No sería muy apropiado.
Las palabras de Esteban sirvieron para que María recordara el orgulloso y hermoso rostro de Liliana. Apretó los dientes e hizo un esfuerzo para no dejarse llevar por la escalada de acusaciones que merecía el comportamiento de aquel hombre. Había ido a Italia para asistir al funeral de la madre de Esteban, a la que él siempre había querido con todo su corazón. Solo serían tres días. Luego podría regresar a Gran Bretaña y olvidarlo todo.
Se mordió el labio inferior mientras intentaba calmarse. No pensaba dejarse llevar por aquella situación. Había pasado todo un año dudando, antes de tomar el camino que había tomado, un camino en el que ya no existía ningún obstáculo. Sabía que no debía vacilar, pero el dolor seguía allí, en su interior, y aquello la enojaba profundamente. Sin embargo, el último insulto de Esteban lo confirmaba todo. Apretó los labios e intentó tranquilizarse.
Cuando llegaron al hotel La Pérgola, Esteban se inclinó hacia delante y pulsó el botón que bajaba el cristal que separaba las partes delantera y trasera del vehículo. El chófer detuvo el coche en el vado del elegante establecimiento.
—Antonio se encargará de cancelar tu reserva dijo Esteban.
—Preferiría hacerlo personalmente —declaró ella con rapidez.
María había cedido ante la insistencia de que se quedara en Casa Pontina, pero solo lo había hecho en atención a Liliana. No obstante, quería dejar bien claro que era perfectamente capaz de resolver sus propios asuntos sin la ayuda de nadie.
—Como prefieras.
María salió del vehículo antes de que Antonio pudiera abrirle la puerta. Acto seguido subió las escaleras de la entrada sin mirar atrás.
Cuando entró en el edificio se detuvo un momento antes de dirigirse al mostrador de recepción. La perspectiva de tener que estar de nuevo con Esteban era tan desagradable que le temblaban las piernas.
—Tranquilízate, María —murmuró.
Su relación había terminado, y Esteban lo sabía tan bien como ella. Solo tenía que resistir un día o dos más. Después podría volver a casa y seguir con su trabajo, como recepcionista de una consulta médica en Kent.
Como era de esperar, no tuvo ningún problema para anular la reserva. Minutos más tarde se encontraba de nuevo en el coche, de camino a Casa Pontina. Siempre le había gustado aquel trayecto, desde que llegó a Italia, por primera vez, cinco años atrás. Pero entonces solo era una jovencita de dieciocho años que iba a trabajar como niñera para una pareja italiana adinerada con dos niños. Desde entonces habían pasado muchas cosas, incluyendo su dolorosa partida, el año anterior.
Siempre había sido particularmente sensible a la belleza. Aquella zona era tan bonita que había llamado su atención desde el principio. Había muchos edificios de interés histórico artístico, aunque disfrutaba en particular con las típicas casas mediterráneas, con los olivares y con los viñedos.
Sorrento, la localidad donde se encontraba la propiedad de los Sanromán, era un lugar tan romántico como hermoso. La mansión del siglo diecisiete estaba situada en lo alto de una colina y tenía una preciosa vista de la bahía de Nápoles y de la propia ciudad. En cuanto a los alrededores, estaban llenos de historia. Un lugar perfecto para que una joven inglesa se sintiera deslumbrada; tan perfecto que se enamoró perdidamente de él, y de Esteban.
Lo había conocido dos semanas después de llegar a Italia, y en cuanto lo vio supo que lo amaba. Era amigo de la joven pareja para la que trabajaba. La candidez de María se hundió ante los encantos de un hombre endiabladamente atractivo, que parecía tener mucha experiencia a sus veinticinco años.
Una vez más dudó que pudiera resistir la experiencia de pasar tres días en Casa Pontina. La vieja mansión le evocaba demasiados recuerdos, nada convenientes para su paz interior.
Esteban, el hermano mayor de su familia, había heredado la propiedad tras la muerte de su padre, unos meses antes de que María llegara a Italia. Desde entonces regía los destinos de su pequeño imperio económico con la ayuda de un equipo de empleados completamente comprometidos con él y con los Sanromán.
Alba, su hermana adoptiva, se había casado con el mejor amigo de Esteban y vivía a unos cuantos kilómetros en compañía de su esposo, dedicado por completo a sus viñas aunque debía su riqueza a los negocios familiares en Nápoles.
Alba solo era un mes o dos menor que María, pero la edad no sirvió para que se hicieran amigas. La hermana de Esteban siempre había sentido celos de ella, por lo bien que se llevaba con el resto de los miembros de la familia. María había hecho todo lo posible por ganarse su afecto, pero no le había servido de nada. Alba no podía perdonarle que el pequeño Lorenzo, el más joven de los hermanos, estuviera tan apegado a ella. El niño adoraba a María, y María le correspondía.
—¿Te ha creado algún problema tu súbita marcha?
La pregunta de Esteban la devolvió a la realidad.
—No. Todo el mundo ha sido muy comprensivo.
—¿Y el doctor Penn? ¿También ha sido… muy comprensivo? —preguntó, sin mirarla.
—¿Jim? Sí, por supuesto que sí. Ya te he dicho que todo el mundo lo ha sido.
María lo miró, intentando averiguar lo que estaba pensando. Pero no lo consiguió. Ni su fría expresión ni sus rasgos pétreos revelaban nada.
Ni siquiera se molestó en preguntar cómo era posible que conociera el apellido del médico. A fin de cuentas la habían estado vigilando. Sin embargo, le extrañó que se refiriera a Jim Penn en concreto, cuando en la clínica trabajaban otros médicos.
—Me alegro —dijo Esteban, con una suavidad que no ocultaba su enojo—. Estoy seguro de que te echarán de menos.
—Lo dudo. Voy a estar fuera menos de una semana —declaró, sin comprender muy bien su actitud—. Claire, una amiga mía, ocupará mi puesto. Es muy competente.
—Puede ser, pero no me refería a la eficiencia. Solo decía que es probable que te echen de menos.
María volvió a mirarlo. Resultaba evidente que estaba insinuando algo raro.
—Mira, Esteban, ya te he dicho que no estoy de humor para jueguecitos.
—Ni yo —espetó—. Veo que te has olvidado de Lorenzo, pero te aseguro que él no se ha olvidado de ti. Desde que ha muerto mi madre no ha hecho otra cosa que preguntar por ti. Necesita tu amor y tu afecto, y no deja que nadie se acerque a él. Cuando te marchaste, hace un año, lo dejaste destrozado.
—No intentes hacer que me sienta culpable por eso —dijo, irritada—. Sabes muy bien por qué me marché. Me complicaste tanto las cosas que no tuve otra opción.
—Hiciste lo que querías hacer. Ni siquiera te molestaste en hablar conmigo antes de irte. Sencillamente, te marchaste.
—Si lo hubiera hecho, podrías haberme seguido.
Mientras hablaba, María comprendió por primera vez que esperaba que Esteban la siguiera. De hecho no había dudado, ni por un momento, que lo haría; pero no fue así. Los días fueron convirtiéndose en semanas, y las semanas en meses, y con el paso del tiempo la amargura fue creciendo en su interior.
—¿Para qué? —preguntó él—. ¿Para empezar otra vez con las disputas sin fin, con el dolor, con el sufrimiento? Pensé que te habías cansado y que querías un poco de paz. Tomaste una decisión.
—Es cierto.
A pesar de todo, a María le dolió haber supuesto tan poco para él.
Guardaron silencio durante el resto del trayecto. La atmósfera en el interior del vehículo se hizo más densa con el paso de los minutos, cargada de palabras que ninguno de los dos pronunció.
María no podía creer que la presencia de Esteban la afectara tanto. Esperaba haber desarrollado cierta inmunidad contra él; necesitaba seguir con su vida, y para hacerlo necesitaba superar el pasado. Quería actuar con indiferencia, de forma serena y distante. Pero el odio, el resentimiento y la amargura que albergaba demostraban que estaba muy lejos de conseguirlo.
A medida que se acercaban a Casa Pontina sintió que una fuerza irresistible la atraía. El olor de los limoneros impregnaba el ambiente a medida que ascendían por el abrupto terreno. Cuando por fin dejaron atrás las enormes puertas de hierro forjado de la entrada de la propiedad, María se dio cuenta de que estaba sentada en el borde del asiento.
—¿Podemos ir a los jardines? —preguntó, en un susurro.
—No creo que sea buena idea. Estás cansada del viaje, y Lorenzo estará esperándonos.
—No me importa —dijo, mirándolo durante unos segundos.
María se inclinó hacia delante, bajó la ventanilla que los separaba del chófer y dio una orden en italiano a Antonio.
Los jardines de la propiedad eran enormes. Rodeados por un muro, ocupaban una vasta extensión con todo tipo de plantas mediterráneas y tropicales. Antonio detuvo el vehículo ante la entrada. Un enorme roble, que proporcionaba sombra en los tórridos días de verano, dominaba el lugar.
Cuando salieron del coche, Esteban tomó del brazo a María y preguntó:
—¿No crees que sería mejor que lo dejaras para mañana?
—A Lorenzo no le importará que lleguemos unos minutos más tarde.
—No estaba pensando en Lorenzo —dijo, con una voz extraña—, sino en ti.
Desafortunadamente, María no lo oyó. Estaba concentrada en la belleza de los alrededores y en los recuerdos del pasado, de lo que había sucedido dos años atrás, en junio.
Esteban tomó su mano y abrió la puerta de hierro. Cuando María puso un pie en los confines del jardín sintió un nudo en la garganta.
—Sigue como siempre.
—Por supuesto —dijo Esteban—. Aquí no cambia nada.
Los viejos muros estaban cubiertos de enredaderas y otras especies. Más adelante, en el centro de los jardines, había una fuente y varios bancos rodeados de arbustos y flores que habían escogido por su fragancia.
Era un oasis tranquilo y pacífico, una especie de isla en el imperio de los Sanromán. María había pasado muchas horas allí, feliz y relajada.
Avanzaron lentamente hasta que llegaron al otro extremo. Cerca de la salida había una placa en el suelo, rodeada de flores, en la que habían grabado la silueta de un osito de peluche. La inscripción decía:En memoria de Héctor Esteban Sanromán, hijo de Esteban y de María. Contigo se fueron nuestros corazones.
#PiaAwiwis