celos cap 6

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#Celoso capitulo 6

El camino de vuelta a la casa de Alessandro y Anna constituyó una verdadera tortura, igual que la cena que siguió. María se esforzó continuamente por imitar el encanto amable y distante de Esteban, que no revelaba nada sobre lo que había ocurrido entre ellos. No obstante, le pareció ver que Alessandro miraba a su amigo varias veces con una expresión que le decía que sospechaba que algo no marchaba bien, aunque era demasiado educado para hacerlo notar.
Se marcharon de Amalfi cuando empezaba a oscurecer. La luna, en cuarto creciente, arrojaba una débil luz sobre el mundo, y el aire estaba cargado de las esencias del verano. Lorenzo se acurrucó en el asiento trasero y se quedó dormido casi de inmediato, agotado después de haber pasado todo el día jugando con su amigo. Aquello dejó a María y a Esteban en un silencio tenso, casi doloroso.
En el camino a Casa Pontina, María se dijo una y mil veces que no debía llorar. Pasó todo el tiempo mirando por la ventanilla para ocultar la humedad que afloraba continuamente a sus ojos, sin dejar de pensar en el hombre que estaba a su lado. Debía pensar que estaba completamente loca, o peor aún, que le divertía el juego de excitarlo hasta estar a punto de hacer el amor con él para después rechazarlo bruscamente.
-¿Quieres añadir la tortícolis a tu lista de infortunios?
Estaba tan embebida en sus sombrías elucubraciones que la voz de Esteban estuvo a punto de hacerla saltar del asiento. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaban llegando a Casa Pontina.
-¿Qué?
-Que te va a entrar una tortícolis. Y un calambre en los brazos -añadió, señalando sus manos fuertemente apretadas-. ¿De verdad me consideras un monstruo? ¿Tanto miedo te doy? -apagó el motor y se volvió para mirarla-. No te quiero hacer ningún daño, María. Salta a la vista que no me crees, pero es cierto.
María gritó en silencio que era mentira, que le había hecho tanto daños que en ocasiones había pensado que se moriría, pero se obligó a hablar de forma más racional.
-No te tengo miedo. Ha sido un día demasiado largo; eso es todo.
-María...
Esteban iba a decir algo, pero en aquel momento Lorenzo se agitó en el asiento trasero y abrió los ojos.
-¿Estamos en casa? -preguntó con voz soñolienta-. Tengo que ver a Benito y asegurarme de que le han dado de comer.
-Seguro que le han dado de comer -le dijo Esteban, adoptando inmediatamente el papel de hermano mayor-. ¿Crees que se conforAna Rosa sin comida? Organizaría un escándalo que se oiría a varios kilómetros a la redonda. Será mejor que te vayas directamente a la cama. Yo me pasaré a ver a Benito.
Al parecer, Lorenzo estaba demasiado cansado para protestar, y cuando Esteban tomó su bolsa de viaje, no puso objeciones.
-De acuerdo. ¿Vendréis después a darme las buenas noches?
María tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestarle que estaría con él en un momento. Lo único que quería hacer en realidad era esconderse en un lugar donde nadie pudiera verla y morirse de pena y vergüenza.
-Ponte el pijama e iré a tu habitación en cuanto haya averiguado si hay algún mensaje para mí -le dijo.
-¿De quién? -preguntó Esteban con desconfianza-. ¿Es que esperas alguna llamada?
-Claire me dijo que a lo mejor me llamaba -contestó de forma mecánica.
Sabía que debía decirle inmediatamente que tenía intención de volver a Inglaterra en cuanto consiguiera un billete de avión, pero no confiaba mucho en su capacidad para conservar la calma. Tenía ganas de gritar, de reprocharle a voces la injusticia del hecho de que siguiera amándolo, cuando él la tenía en tan poca consideración, de modo que tal vez aquella noche no fuera el mejor momento.
No tenía ningún mensaje, pero aprovechó para lavarse la cara y peinarse antes de volver. Cuando llamó a la puerta de Lorenzo se sentía un poco mejor.
-Adelante -contestó la voz de Esteban.
María dudó un momento antes de abrir la puerta y entrar en el dormitorio. El niño ya estaba en la cama. Tenía un aspecto angelical con su pijama rojo y azul. Su hermano le apartó los rizos de la frente.
-Está casi dormido -dijo en voz baja.
-Nada de eso -protestó el niño, con voz soñolienta que desmentía sus palabras-. Estaba esperando a María.
-Buenas noches, cariño.
Tuvo que esforzarse para hablar. Durante un momento aquella escena le había recordado todas aquellas noches en las que Esteban y ella se quedaban junto a la cuna del bebé a observarlo mientras se dormía.
-Que duermas bien -añadió con más seguridad, cuando se repuso.
Lorenzo se había quedado dormido antes de que cerraran la puerta del dormitorio, y una vez en el pasillo, María supo que tenía que escapar rápidamente antes de que se desbordaran todas las emociones que había estado acumulando durante el día.
-Buenas noches -dijo mientras se dirigía a la escalera.
Pero Esteban la retuvo por el brazo y le dio la vuelta.
-¿María? Tenemos que hablar. Sabes que tenemos que hablar.
Si no la soltaba inmediatamente se iba a poner en ridículo de nuevo.
-Ahora no puedo. Hablaremos mañana.
-No. Tenemos que hablar cuanto antes -dijo Esteban con determinación-. Hay muchos asuntos que tenemos que tratar, y no puedes esquivarlos indefinidamente. ¿Quieres que vayamos a tu habitación o a la mía? Tú decides.
María no podía soportar ninguna de las posibilidades. La casa estaba llena de recuerdos dolorosos, y aquella misma tarde había comprobado lo peligroso que resultaba para ella quedarse a solas con su marido.
-Prefiero esperar a mañana.
-Pues yo no.
María lo miró durante un momento, furiosa. Esteban no estaba dispuesto a esperar; aquello era lo único que le importaba. El gran Esteban Sanromán había hablado y esperaba ser obedecido. Pero estaba demasiado agotada para seguir protestando. De repente la situación la desbordaba.
-Vamos al jardín -contestó con voz temblorosa-. Si estás empeñado en hablar ahora, prefiero que salgamos al jardín.
-Como quieras -contestó Esteban con tranquilidad.
Atravesaron el salón de Lorenzo, y pasaron por el patio cubierto en el que dormía Benito, en una jaula cubierta con un trapo negro. Después salieron al jardín. Pasaron por el césped y se dirigieron a un antiguo cenador, rodeado de arbustos de flores multicolores, que alegraba el ambiente y perfumaban el aire.
Esperaba que Esteban se lanzara casi de inmediato a un ataque verbal, pero parecía conformarse con estar sentado, en silencio, bajo el cielo estrellado.
María habría dado cualquier cosa a cambio de poder volver atrás en el tiempo. Cualquier cosa con tal de volver a los días en los que era una esposa y madre feliz, satisfecha con su marido y con su hijo. Pero había cambiado. La metamorfosis había comenzado con la muerte de Héctor, y era posible que no hubiera terminado aún.
-No me puedo creer que nunca volveré a verlo -murmuró en voz muy baja-. Solo quiero tenerlo en brazos una vez más, decirle que lo quiero, que siento no haber estado a su lado cuando más me necesitaba.
-María... -dijo Esteban, con la voz cargada de emoción-. No tienes nada que reprocharte, cariño. Ya oíste a los médicos, y sabes lo que dijeron. No se podía hacer nada. Fue una de esas muertes repentinas e inexplicables que ocurren cientos, miles de veces al año.
-Pero era mi hijo -se volvió para mirarlo-. Debí darme cuenta de que le pasaba algo. Era su madre.
-Y yo era su padre -le recordó él, con voz desgarrada-. Yo era su padre, María.
-Ya lo sé. Sé que tú también lo querías.
-Entonces, ¿por qué sigues castigándote y castigándome por algo que no pudimos evitar? ¿No crees que si hubiera habido algo que indicara que podía ocurrir algo así habríamos hecho lo imposible para evitarlo? Tanto tú como yo habríamos dado la vida por él. ¿Es que no lo sabes?
-Pero eso no le devolverá la vida.
Esteban asintió lentamente, con expresión sombría.
-No. Eso no le va a devolver la vida. Pero tú tortura tampoco. Tienes que dejar de hacer esto, María. Tienes que permitir que empecemos a vivir de nuevo.
-No te impido que vivas -le dijo indignada-. ¿Cómo puedes decir algo así?
-Porque es verdad. Desde el momento de su muerte te apartaste de mí, de nuestro matrimonio.
-¿Yo? ¿Insinúas que tú no tuviste nada que ver en eso? -preguntó, manteniendo el control a duras penas-. Me culpas a mí por todo, ¿no?
-Por favor, escúchame. No estoy diciendo que...
-Sí que lo estás diciendo -interrumpió María, poniéndose en pie-. Eso es exactamente lo que estás diciendo.
-¡María! Siéntate, por favor. Vamos a hablar como adultos.
-No quiero.
Sabía que si no se marchaba de allí cuanto antes acabarían teniendo una discusión, y era lo último que deseaba. Había dejado aquel matrimonio sin nada más que su dignidad, y no estaba dispuesta a permitir que Esteban se la arrebatara.
-Tenemos varias cosas que aclarar.
-No tenemos nada que aclarar -dijo con frialdad.
Pero Esteban no sabía que lo que oía era el hielo de la desesperación y el pánico, que recubría el dolor. Ni siquiera le había dado una explicación a su aventura con Ana Rosa. No estaba dispuesto a justificarse, y mucho menos, a disculparse. Los actos del gran Esteban Sanromán no se podían cuestionar, como los de la mayoría de los mortales.
Pero no era ella quien iba a rogarle que le explicara por qué se había comportado así, y tampoco estaba dispuesta a permitir que la culpara a ella por todo lo sucedido. Podía reconocer que después de la muerte de Héctor había estado muy distante, pero no tanto para justificar que Esteban se marchara con otra mujer.
-Los dos hemos cometido errores -continuó-, y no hay nada más que decir. Todo ha terminado.
-Nada de eso. ¿Es que vas a seguir castigándonos? Tú no lo mataste, María. Yo tampoco lo maté.
No podía seguir escuchándolo. Se volvió rápidamente y dio varios pasos antes de que él tuviera tiempo para reaccionar. Atravesó la hierba a toda velocidad y no se detuvo hasta que cerró la puerta de Bambina Pontina tras sí. Colocó también el pestillo y la cadena, por si Esteban la seguía e intentaba utilizar la llave que guardaba en su estudio, y después se dejó caer. en el suelo.
Lo odiaba tanto como lo amaba y lo deseaba. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas y se quedó, temblorosa, en el suelo. No podía más.
La discusión del jardín había abierto nuevas heridas que creía curadas, pero ahora se daba cuenta de que seguían tan frescas como el día de la muerte de su hijo. Siguió tumbada en el suelo durante más de una hora. Cuando se dio cuenta de que Esteban no iba a seguirla y la noche la envolvió en su cálida serenidad, se enfrentó a la verdad de las palabras de Esteban.
En parte se había apartado de su marido y de la vida en general después de la muerte del bebé a causa del dolor, pero también se sentía culpable porque Esteban y ella estaban juntos, charlando y haciendo el amor, mientras su hijo moría. No había sido capaz de aceptar aquella parte de la tragedia.
Se sentó de golpe y se abrazó las rodillas, con la mirada perdida en la distancia, mientras examinaba sus sentimientos. Había estado castigándose y castigándolo, sin darse cuenta, y sin motivos lógicos. En el fondo de su subconsciente estaba convencida de que tenían que pagar, de que no tenían derecho a seguir con vida después de permitir que su hijo muriera. Pero no había sido culpa suya.
-No fue culpa de nadie -murmuró.
Tenía la impresión de que se había librado de unas ataduras que la habían mantenido cautiva durante más de un año. Por fin, su corazón había aceptado lo que su cabeza sabía desde el principio. Era cierto. Tanto Esteban como ella habrían dado la vida por su hijo sin dudarlo ni un momento. Sencillamente, no habían tenido la oportunidad de hacer nada.
Se levantó del suelo y fue a la cocina a prepararse un café. Después subió a su habitación, y salió a la terraza.
Mientras bebía estuvo pensando en lo complicado que era el amor. Nunca había llegado a aceptar el hecho de que Esteban la amaba, de que aquel hombre maravilloso, inteligente y apuesto, que podía tener a cualquier mujer que deseara, la había elegido a ella.
Recordó el día de su boda. Al entregarle el ramo de flores silvestres, Esteban le había dicho que quería que aquel día fuera perfecto para ella; que quería que todos los días a partir de aquél lo fueran. Le dijo que podía contarle todos sus miedos, todos sus recuerdos tristes, resarcirse por todas las veces que había estado sola sin nadie con quien compartir sus pensamientos; que no había nada que pudiera contarle, por importante o insignificante que fuera, que él no estuviera dispuesto a escuchar. También le dijo que la amaba, que siempre la aAna Rosa, y que con el tiempo la enseñaría a amarse a sí misma.
Pero no había llegado a aprender. Soltó la taza sin darse cuenta, y no sintió el café derramado. Incluso cuando Héctor estaba vivo y la vida era tan perfecta que se asustaba seguía siendo la niña asustada del orfelinato a la que nunca elegían los posibles padres adoptivos porque no era demasiado guapa, ni demasiado inteligente, ni demasiado confiada. Su cuerpo adulto solo escondía a la misma niña insegura; siempre estuvo convencida de que el sueño que estaba viviendo se desharía como una pompa de jabón.
Tras la muerte de su hijo, la niña de cinco años había vuelto a salir del cuerpo de mujer adulta, para decirle que era culpa suya, que no era suficientemente buena para merecer a su marido y a su hijo, que lo había dejado morir.
-Pero no fui yo -dijo en voz alta, sorprendida-. No fue culpa mía. No fue culpa nuestra.
Esteban lo sabía, desde el principio. También sabía que ella se sentía culpable por lo sucedido, y había hablado con ella durante horas y horas, intentando impulsarla a pensar de forma lógica. Pero ella había rechazado su ayuda; formaba parte del castigo, probablemente. Después de la noche de su fiesta de cumpleaños, Esteban dejó de intentar ayudarla.
Se quedó sentada en silencio en la terraza, con la vista perdida en la oscuridad, intentando reconciliarse con el pasado, y aunque debió quedarse adormilada un par de veces, estaba despierta cuando el amanecer empezó a teñir el cielo, imponiéndose a la noche, anunciando un nuevo día.
No sabía muy bien si vio a Esteban o sintió su presencia en el jardín, debajo de la ventana, pero ajustó los ojos cansados, segura de que estaba allí, y pudo ver su silueta en la penumbra.
Se apartó de forma instintiva, pero él no parecía consciente de que María lo estaba mirando. Al parecer estaba sumido en sus propios pensamientos. Avanzó lentamente entre las sombras hasta perderse de vista. María siguió mirando el jardín, que cada vez se veía con más nitidez a medida que avanzaba el día. Al cabo de unos minutos, se dejó caer de nuevo en la silla y se llevó una mano a la boca, angustiada.
Lo amaba. Lo amaba con locura. Pero al final el sexo había resultado más importante para él que para ella. Solo habían transcurrido seis meses entre la muerte de Héctor y su vigésimo primer cumpleaños, y aquélla había sido la primera vez que había tomado a Ana Rosa.
María podía decirse que Esteban buscaba consuelo, que él también sufría y necesitaba un poco de cariño después de la muerte de su hijo, que había gente que podía tener relaciones sexuales sin que significara nada más. Pensó en cientos de excusas, pero no le sirvieron de nada. El hecho era que Esteban había dado a otra persona los derechos que solo debía haberle concedido a ella, y había besado a Ana Rosa, la había acariciado, había unido su cuerpo al de la otra mujer.
-No puedo soportarlo -susurró María, con los ojos llenos de lágrimas.
Se meció en el asiento, desesperada, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. No siquiera era que no lo hubiera perdonado. Tal vez él tampoco pensaba con claridad, también a él lo cegaba el dolor. Pero aquello no borraba de la mente de María las imágenes de su traición.
Podía perdonarlo, pero no podía volver a vivir con él. Tenía que marcharse inmediatamente.
Abrió los ojos, con la vista perdida. Se marcharía aquel mismo día, y si Esteban pensaba que estaba huyendo de nuevo, que lo pensara.

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