#Celoso
Capítulo 9
María pasó el resto de la madrugada en el balcón, sentada, intentando encontrar una razón que explicara la corrosiva interferencia de Alba en sus vidas.
No sabía si realmente creía que su hermano estaba acostándose con Ana Rosa. Pero sabía que Ana Rosa siempre lo había deseado; cabía la posibilidad de que la joven italiana se hubiera dejado llevar por sus fantasías hasta el punto de confesar a su mejor amiga que mantenía una relación con Esteban, aunque no fuera así.
No obstante también cabía la posibilidad de que Alba hubiera mentido a propósito. Su presencia en la propiedad de los Sanromán le molestaba tanto que era capaz de haber estado esperando el momento preciso para destruir su matrimonio. Y el momento preciso había llegado tras la muerte de Héctor, cuando estaba más insegura y vulnerable.
Pero no quería pensar en ello. No quería creer que pudiera inspirar tanto odio y tanto resentimiento en otra persona. Aunque la realidad pareciera indicarlo.
Pero no entendía qué podía ganar Alba con ello. Al fin y al cabo ya no vivía en Casa Pontina. Vivía en su propia casa, con Romano, y tenía su propia vida.
-No puede ser cierto -se dijo.
El aire de la mañana, aún fresco, prometía sin embargo otro día caluroso.
Ajena a la belleza de los alrededores, no dejaba de pensar que alguien era responsable de lo sucedido. Y Alba era la clave de todo.
Bajó a desayunar, sin haber tomado aún ninguna decisión. Pero sus ideas empezaron a aclararse cuando vio a Lorenzo, que estaba desayunando solo. El corazón de María empezó a latir muy deprisa. Habría dado cualquier cosa por retroceder en el tiempo, para no cometer los mismos errores.
-Ya veo que Esteban no ha bajado aún.
-Creo que ya se ha marchado -dijo el niño con inocencia, mientras comía-. He llamado a la puerta de su dormitorio hace un rato, pero no ha contestado. Después he entrado, pero no estaba. A veces tiene que marcharse muy pronto. Es un hombre muy importante.
-Lo sé, lo sé.
Era tan importante que no se había dado cuenta de ello hasta entonces, cuando ya había aceptado que lo había perdido para siempre. Pero lo amaba y estaba dispuesta a averiguar qué había ocurrido con el asunto de Ana Rosa.
Debía descubrir la verdad antes de volver a Inglaterra. Había perdido a Esteban por no confiar en él. No creía que pudiera perdonarla.
Esteban tenía razón. Se había marchado de allí sin hablar con él. Debía haber sabido que el hombre que amaba, que la apoyaba y cuidaba en todo momento, no habría sido capaz de traicionarla, y mucho menos en semejantes circunstancias.
No había dejado de actuar con nobleza ni un segundo. Había permitido que se marchara, aunque le rompiera el corazón, porque creía que necesitaba estar sola; y desde entonces se había asegurado de que estuviera a salvo en su país.
Recordó lo mucho que se había enfadado cuando se enteró de que había estado espiándola y gimió, desesperada. Pero la presencia de Lorenzo hizo que mantuviera la calma. Lo había acusado de todo tipo de cosas y él se había limitado a guardar silencio.
La joven y atractiva profesora particular de Lorenzo llegó poco después de que terminara de desayunar. Tras unos minutos de educada conversación, que María mantuvo a duras penas, volvió a quedarse a solas con sus pensamientos. Se quedó sentada un buen rato, mirando el desayuno aunque sabía que no podría probar bocado. Tenía la impresión de que no volvería a ser capaz de comer.
-Buenos días.
El saludo la sobresaltó. El saludo y la profunda voz del hombre que amaba. Esteban entró en la cocina y se sirvió el desayuno sin mirarla siquiera.
Llevaba la bata gris que solía utilizar por las mañanas y aún tenía el pelo mojado, señal inequívoca de que acababa de salir de la ducha. El corazón de María empezó a latir más deprisa. Se puso tan nerviosa que apenas podía hablar.
-Pensaba que te habías marchado.
-¿De verdad? -preguntó sin volverse-. Siento decepcionarte, pero tenía que hacer varias cosas aquí, antes de salir.
-¿Estabas en tu despacho? Eso lo explicaría -dijo, confusa.
El desinterés de Esteban le resultaba muy doloroso. Hasta entonces la había mirado de muchas formas; con amor, con enfado, con alegría, pero nunca con desinterés, como si no le importara en absoluto.
Esteban entrecerró los ojos.
-¿A qué te refieres?
-Lorenzo ha ido a buscarte a tu alcoba, pero no estabas allí, así que pensaba que te habías marchado.
-Lorenzo, sí, claro -dijo, mientras se sentaba frente a ella con un bollo y un café-. Está con su profesora, ¿verdad?
-Sí -respondió, deseando entablar una conversación con él-. Yo... no sé cuánto tiempo quieres que me quede aquí, con Lorenzo.
Deseaba pedirle perdón. Quería prometerle la luna y las estrellas, pero Esteban se comportaba con tal frialdad y distancia que tenía miedo de él. Ahora comprendía que hubiera sido capaz de heredar y dirigir sin ningún problema el imperio económico de su padre. Desde el momento en que había entrado en la cocina se había sentido increíblemente pequeña, casi como si fuera una niña. Sabía que era una impresión ridícula, pero no podía evitarla.
-¿Estás pidiendo mi opinión? -preguntó-. ¿Por qué quieres saber la opinión de alguien a quien tanto desprecias? Pregúntaselo a Alba, o a Gina, o a Anna, o al hombre que limpia la piscina. Estoy seguro de que valorarás más su juicio.
-Por favor, no sigas -suspiró con voz rota-. Por favor...
Esteban se levantó. La amargura que había acumulado durante las últimas horas lo empujó a herirla.
-¿Cómo quieres que actúe, María? Sinceramente, me gustaría que me lo dijeras. Pensé que éramos uña y carne, que nadie podría separarnos, que eras lo más importante de mi vida. Pero todo era mentira, ¿no es cierto? Solo éramos desconocidos. Solo somos un par de desconocidos.
-Esteban...
-Te lo di todo. Y no me refiero a la casa, ni al lujo. Me refiero a mí, a mi mente, a mi espíritu, a mi corazón. Me entregué a ti sin dudarlo y pensé que tú hacías lo mismo, pero la realidad era muy distinta.
-No fue como dices. Escúchame, Esteban.
-¿Lo niegas? Preferiste creer a otra persona. Te dejaste llevar por un simple rumor o por un cotilleo y ni siquiera te dignaste a hablar conmigo para comprobar si era cierta o no la calumnia. Pues bien, lo único cierto es que apenas vi a Ana Rosa un par de veces en el ascensor de la oficina, y solo porque empezó a trabajar como secretaria de uno de mis subdirectores.
-Comprendo.
-No, no comprendes nada. Ni siquiera sabía que Erminio la había contratado hasta que la vi en su despacho. Y aunque lo hubiera sabido no lo habría considerado un problema. No significa nada para mí, nada.
-Esteban...
-Si sospechabas algo lo más lógico habría sido que hablaras conmigo y averiguaras la verdad de primera mano, si tanto te importaba. Pero no. Decidiste que era culpable de un delito y te limitaste a marcharte, así como así.
María no podía negarlo. Era incontestable.
-Lo siento -dijo, derrotada-. Lo siento mucho.
-Y por si fuera poco, te quedaste en Inglaterra -continuó él, enrabietado-. De hecho seguirías allí de no haber sido por la desafortunada muerte de mi madre. Yo pensaba que solo querías estar sola una temporada, para tranquilizarte un poco; y tú, mientras tanto, estabas iniciando una nueva vida sin mí.
Esteban empezaba a estar tan enfadado que supo que debía salir de aquella habitación si no quería hacer o decir algo de lo que probablemente se arrepentiría más tarde. María lo había rechazado por completo sin darle la oportunidad de hablar, de defenderse. Simplemente lo había abandonado. Y lo más irónico de todo era que se suponía que ella era la persona más débil de los dos, la que necesitaba su fuerza y su protección.
María no dijo nada cuando salió de la cocina. No podía decir nada, así que se quedó en el sitio, con la mirada perdida.
Varios minutos después seguía sentada a la mesa, sin reaccionar, cuando Gina apareció para retirar los platos.
Al verla, la mujer hizo ademán de marcharse.
-No se moleste, Gina, ya me iba -sonrió.
-¿Podría llevarle la comida a Benito?
-Por supuesto, Gina. Sé que le asusta el loro, pero a mí no me importa demasiado. Se la daré yo.
-¿Está segura, señora? -preguntó Gina, muy aliviada.
Las dos empleadas tenían miedo del loro, que tenía muy mal genio cuando quería.
-Claro que no. De hecho, se la llevaré ahora mismo.
María se levantó y se dirigió al salón. Sabía que Lorenzo estaba en la habitación contigua, con su profesora. Siempre llevaban al loro al salón para que no distrajera al niño durante las clases.
En cuanto vio el plato que llevaba en la mano el loro empezó a repetir:
-¡Fruta! ¡Fruta!
A pesar de la situación en la que se encontraba, María no pudo evitar una sonrisa.
-Sí, sí, aquí tienes tu fruta, viejo tirano -dijo.
Acababa de darle el segundo trozo cuando sonó el teléfono. Al levantar el auricular pudo oír una voz autocrática y fría. Obviamente era Alba.
-Por favor, póngame con la señora Sanromán.
-¿Alba? Hola, soy María -dijo, mientras se sentaba en el sillón-. Precisamente iba a llamarte más tarde. Tenemos que hablar.
-¿Sí? -preguntó, tensa-. ¿Estás sola, María? ¿No hay nadie contigo?
Por su tono resultaba evidente que aquélla no era una llamada conciliatoria, aunque tampoco esperaba algo así después del enfrentamiento de la noche anterior.
-No, no hay nadie -respondió-. Alba, quiero que sepas que...
-Solo he llamado para saber cuándo regresas a Gran Bretaña. Dijiste que habías conseguido un trabajo, que tenías una nueva vida. ¿Y bien? ¿Cuándo te vas?
-¿Qué? -preguntó María, asombrada por su atrevimiento.
-Creo que deberías marcharte -dijo, con absoluta naturalidad.
La frialdad de aquella mujer hizo que María perdiera la calina.
-¿Eso crees? -preguntó con sarcasmo-. Pues parece que olvidas una cosa, Alba. Ésta es mi casa y Esteban es mi marido.
-¡Ja! ¿Te atreves a decir algo así después de que lo abandonaste hace un año? Ahora vives en Inglaterra. Además, Esteban ya no te ama. No tienes nada que hacer aquí.
-Lamento decirte que no opino lo mismo.
-¿Quieres decir que habéis arreglado las cosas? -preguntó, con voz más suave-. ¿Quieres decir qué vais a seguir viviendo juntos?
-Yo no he dicho nada, Alba. De hecho no tengo por qué contestarte. No es asunto tuyo.
-Por supuesto que lo es. Esteban es mi hermano.
-Y mi marido -espetó-. Y te guste o no, ésta es mi casa. Una casa en la que, por cierto, ya no eres bienvenida. No sé qué te diría Ana Rosa, pero sé que intentaste destruir mi matrimonio de forma deliberada.
-No puedes evitar que entre en Casa Pontina. Tengo más derecho que tú a vivir entre esas paredes. Sé que intentaste volver a Esteban contra mí, como hiciste con mi madre y con Lorenzo. Pero no soy tan estúpida como ellos. Sé cómo eres.
-No puede ser posible que creas algo así. Yo no intenté ponerlos en contra tuya. ¿Cómo iba a hacer una cosa así? Son tu familia. Esteban es tu hermano.
-Eso no tienes que recordármelo.
-Alba, todo fue una invención de Ana Rosa, ¿no es cierto? No fuiste tú, ¿verdad? Dime que no lo inventaste tú.
Alba permaneció unos segundos en silencio. Mientras tanto, el pobre loro miraba con desesperación el plato con la fruta. María lo había dejado tan lejos que no podía alcanzarla.
-¿Has hablado con Esteban sobre ello? ¿Le has hablado de mí?
-No, aún no. Pero es cierto, ¿verdad? Me envenenaste la sangre con mentiras hasta que, como una tonta, caí en la trampa y te interrogué sobre Ana Rosa. Pero ahora sé la verdad, así que no te molestes en negarlo.
-No lo comprendes, María. No es lo que piensas. Tienes que escucharme. Tenemos que hablar.
-Adelante. Te escucho -dijo, con la leve esperanza de que todo hubiera sido un error.
-Por teléfono no. Es mejor que hablemos cara a cara, en privado, tú y yo solas. ¿Por qué no vienes a mi casa? Haré un café y estaremos tranquilas.
-No lo sé. ¿No puedes venir aquí? -preguntó.
No quería enfrentarse a Alba en su propio territorio. Sabía que estaba actuando con cierta cobardía, pero después del encuentro de la noche anterior no sabía si sería capaz de mantener la calma. En el pasado se había comportado de forma estúpida e ingenua, y ahora estaba pagando las consecuencias.
-Será mejor que vengas tú a mi casa. En Casa Pontina siempre hay demasiada gente. Hay cosas que no comprendes, María, cosas sobre Ana Rosa. Creo que está... enferma. Soy su amiga, así que sé lo que le ocurre. Y deberías saberlo.
Alba había hablado con tal dulzura, incluso con tal paciencia, que María no supo negarse.
-Muy bien. Pero te advierto que sé que no se acostó con Esteban. Me lo ha dicho él mismo.
-Sí, ahora ya lo sé.
-Muy bien. Salgo en seguida.
-De acuerdo. Por cierto...
-¿Sí?
-Será mejor que no le digas a nadie que vienes a mi casa. Diles que vas a la ciudad, a hacer unas compras o algo así. De esa manera nadie nos interrumpirá.
María se dirigió a la cocina. Antonio estaba con Gina y con Anna. Al ver al chófer, le pidió que le diera las llaves de uno de los coches, el descapotable rojo que habían comprado poco después de que naciera Héctor.
Les dijo que iba a la ciudad, de compras, y se marchó inmediatamente. Estaba segura de que Antonio comentaría a Esteban que había salido, y no quería que fuera a buscarla.
El precioso descapotable, que había elegido ella misma, arrancó a la primera. Respiró aliviada, porque no le habría gustado que Esteban la encontrara allí.
No le agradaba tener que ir a casa de los Bellini. No confiaba en Alba, pero tenía que hablar con ella; de ese modo podría explicar la situación a Esteban, cuando supiera toda la verdad. Aunque dudaba que quisiera escucharla y no lo culpaba por ello. Se lo había buscado.
Al pensar en el hombre que amaba sus ojos se llenaron de lágrimas, pero se contuvo. No podía llorar. Aún no había llegado el momento de enfrentarse a un futuro sin Esteban. Tenía que ver a su hermana y concentrarse en una conversación que seguramente no iba a resultar muy agradable.
Las hojas de la puerta de entrada a la propiedad de los Bellini estaban abiertas. Segundos más tarde, había aparcado en el vado, frente a la casa.
La finca pertenecía a los Bellini desde varias generaciones, y la mansión era preciosa. Los muros de color crema daban una imagen alegre y tranquila muy acorde con el cálido aire de la mañana y con los jardines que la rodeaban. Una fuente y un estanque con patos aumentaban la belleza del lugar.
Permaneció un momento en el interior del vehículo, aspirando el aroma de las flores y escuchando el suave sonido del agua. Contrastaban de forma abierta con la tensión que la esperaba en el interior de la casa.
Acababa de salir del coche cuando la puerta principal se abrió y apareció Alba. Llevaba un vestido blanco que remarcaba su preciosa silueta, y se había recogido el cabello negro en un moño, con horquillas decoradas con pequeñas flores blancas. Estaba tan bella como siempre. Y como siempre, María buscó algo humano, algo cálido, en su expresión. Pero no lo encontró.
-Hola, María. Entra, por favor.
-Gracias.
María encontró algo ridículo tener que dar las gracias a la posible culpable de su desdicha.
El interior de la mansión era tan bonito como el exterior. Los suelos brillaban, los muebles eran muy elegantes y había flores por todas partes. Alba la llevó a un amplio salón. Los balcones, abiertos, daban al jardín.
-Así que has venido. Me preguntaba si tendrías valor para hacerlo -dijo.
-El valor no es virtud exclusiva de personas como tú -declaró María, mirándola a los ojos-. Pero dejémonos de preámbulos innecesarios. Creo a Esteban, creo que no mantuvo ninguna relación con Ana Rosa. Así que será mejor que te expliques.
-¿Sabe alguien que has venido?
-No. Te he dicho que...
-Sí, ya lo sé, sabía que mantendrías tu palabra. Cómo no. La encantadora María, la noble María, la delicada María...
-Si piensas convertir esta conversación en otra disputa me marcho ahora mismo -espetó, con una firmeza que la sorprendió a ella misma.
-No, no quiero discutir contigo. Quiero explicarme, nada más.
-Muy bien, adelante.
-Siéntate y traeré el café.
María se sentó en un sillón, junto a uno de los balcones. Alba se marchó y regresó al poco tiempo con el café. La hermana de Esteban esperó a que María tuviera su taza para hablar.
-Creo que ya sabes que Ana Rosa va a casarse.
-Sí.
-Ahora tendrá su propia casa y su propio marido. Su amistad con Esteban ya pertenece al pasado.
-No hubo tal amistad, tal y como tú la describiste. Y ni siquiera estoy segura de que Ana Rosa fuera la inventora de esa historia.
-Pues te equívocas, aunque ya no tiene importancia. Va a casarse y tú vas a volver a tu país. Así que no es necesario que...
-Oh, no, de eso nada -espetó, con enojo evidente-. Si Ana Rosa dijo que mantenía una aventura con mi esposo tendrá que retractarse ante el propio Esteban y ante mí.
-¿Qué quieres decir? -preguntó, asombrada-. Todo ha terminado. No tiene ningún sentido. Además, es posible que malinterpretara sus palabras.
-Eso solo lo sabré cuando se enfrente a Esteban.
-No -dijo, mientras dejaba su taza de café en la mesa-. No pienso permitir que la coloques en una situación tan incómoda sin necesidad.
-Vamos, Alba, no mientas. Fue cosa tuya, ¿verdad? -preguntó, segura-. No tuvo nada que ver con Ana Rosa. Es algo imperdonable.
-¿Imperdonable? -preguntó Alba, arrinconada-. Me sorprende que te atrevas a hablarme en ese tono cuando deberías estar pidiendo perdón. Intentaste ocupar mi lugar ante mi madre y conseguiste que Lorenzo se pusiera en mi contra. Lo sé. Yo soy la hija de los Sanromán. Yo, no tú. Ni siquiera comprendo que Esteban te siga queriendo cuando permitiste que su hijo muriera. Se alegró mucho cuando te marchaste de Italia.
-Yo no tuve nada que ver con la muerte de Héctor. No fue culpa de nadie -susurró, levantándose-. ¿Cómo es posible que seas capaz de decir algo así?
-Fuiste una mala madre -continuó Alba, como si no la hubiera escuchado-. A diferencia mía. Yo sería una excelente madre si pudiera tener hijos. Pero no puedo.
Alba había subido la voz y estaba gritando prácticamente. Miraba a María con ojos llenos de odio.
-Y cuando tu hijo murió -continuó-, todo el mundo se pasaba la vida hablando de la pobre María, de la desafortunada María... No se hablaba de ninguna otra cosa. Por fortuna, la vida no te dio la oportunidad de tener otro hijo con Esteban. No habría sido justo. No lo sería.
-Alba...
-Y por si fuera poco te atreviste a decir que soy una desgracia para mi esposo, que no soy una mujer. Pues bien, te aseguro que muchos hombres podrían decirte lo contrario.
-Alba, por favor...
-Por favor -se burló-. Eres tan fría, tan sosa... No tienes sangre en las venas, María. ¿Cómo pudiste creer que Esteban se acostaba con Ana Rosa? Ni yo misma creí que pudieras ser tan estúpida, pero engañarte resultó muy fácil. Y debo decir que me divertí. Creíste que podías ocupar mi lugar y salirte con la tuya, pero no lo conseguiste. No pienso compartir lo que es mío. ¿Lo entiendes ahora?
-Escúchame, Alba. Siento que no puedas tener hijos. Lo siento mucho, pero ¿cómo querías que lo supiera si no lo dijiste nunca? En cuanto a lo de tu lugar, no he intentado, en ningún momento, arrebatártelo.
-Eres una mentirosa. El día que te marchaste te vi hablando con mi madre. Tú no me viste a mí, ¿verdad?, creías que me había ido. Pero te seguí y escuché la conversación. Y mi pobre madre te rogó que te quedaras. Luego subí al despacho de Esteban y encontré la carta. Sabía que dejarías una carta. Es algo bastante típico.
-¿Robaste la carta? -preguntó con asombro, aunque era lo más lógico-. ¿Entraste en mi casa y robaste la carta?
-Desde luego. Y debo decir que te desprecié aún más cuando la leí. Intentabas poner a mi hermano contra mía, pero siempre fui demasiado inteligente para ti. De hecho, te advierto que si repites una sola de las palabras que he dicho lo negaré todo y Esteban me creerá. No podrás tener más hijos con él.
-¡Alba!
La repentina intromisión sorprendió a las dos mujeres. Cuando se volvieron hacia los balcones vieron a Esteban, recortado al contraluz.
Alba palideció al ver a su hermano y tuvo que sentarse en un sillón para no caer al suelo.
-Oh, no... No deberías estar aquí. Se suponía que no había nadie.
-Pero estoy aquí -dijo su hermano, con suavidad-. Y eso quiere decir que tu juego ha terminado.
-María me estaba acusando de decir cosas terribles. Intenta encontrar una excusa para justificar el hecho de haberte abandonado y ha decidido echarme la culpa.
-Es demasiado tarde, Alba -dijo Esteban-. He escuchado casi toda la conversación y ahora sé todo lo que necesito saber. Todo ha terminado, hermana.
-¡No!
-Sí. Tienes que ver a un médico. No estás bien.
-No necesito a ningún médico. Te odio. Os odio a todos, ¿me oyes? Os creéis tan perfectos, tan nobles... ¡Ja! Me hacéis reír con vuestras estupideces y vuestros juicios morales. Yo hago lo que quiero hacer y no respondo ante nadie.
María no pudo soportar la tensión. Los últimos días habían sido terribles y el enfrentamiento entre los dos hermanos había colmado el vaso. Cerró los ojos e hizo un último esfuerzo para no desmayarse. Esteban corrió hacia ella y la tomó en sus brazos.
-Cariño, no te preocupes, todo está bien. ¿Me oyes?
-Esteban...
-Abre los ojos, María. Mírame, amor mío. Alba no te ha hecho daño, ¿verdad? -preguntó, con preocupación evidente.
-No, no, me encuentro bien -acertó a decir.
Esteban la llevó al sillón donde había estado sentada y la puso sobre su regazo como si fuera una niña pequeña. Empezó a acariciarle el cabello y a murmurar palabras de ánimo, pero solo consiguió que se pusiera a llorar. Sin embargo, eran algo más que lágrimas de dolor o de angustia; eran también lágrimas de alegría.
Ahora sabía que todo iba a salir bien