celos cap 2

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#Celoso

Capítulo 2
—¡María! ¡María!
La bienvenida de Lorenzo fue tan efusiva como demostraba su rostro en cuanto la vio, pero al cabo de un momento, cuando Maria tomó en sus brazos al niño de diez años, se echó a llorar, rodeando su cuello con las manos.
—Tranquilo —susurró contra su pelo, sentándose en la escalera sin soltar al niño. Todo pasará, cariño.
Se sentía estúpida por no tener nada mejor que decir en un momento como aquél. Lorenzo acababa de perder a su adorada madre, con la que mantenía una relación muy estrecha. Claro que nada iba a pasar. Todo su mundo se había destrozado.
—No sabía si venderías —dijo Lorenzo, mirándola con los ojos llenos de lágrimas. Has pasado mucho tiempo fuera.
—Ya te dije que Maria vendría, ¿verdad? —preguntó Esteban con suavidad. Pues aquí está, como te prometí. Benito también la está esperando, y tiene unas cuantas palabras más que enseñarle, no todas buenas.
Lorenzo sonrió débilmente.
—Uno de los nuevos jardineros le ha enseñado palabrotas —dijo.
—¿De verdad? —preguntó Maria, abrazándolo una vez más antes de levantarse. Conociendo a Benito, estoy segura de que las repetirá perfectamente.
Benito era el loro de Lorenzo, un ave enorme cuyo cuerpo alargado y compacto recordaba más al de una rapaz. Normalmente adoraba o detestaba a las personas, y en ocasiones sus garras y su pico podían resultar muy dolorosos. Sin embargo, quería mucho a su pequeño amo, que podía hacer con él todo lo que quisiera, sin arrancarle una sola queja.
Lorenzo la tomó de la mano y se acercaron a la puerta principal. Aunque las pequeñas manos que la sujetaban hacían que se sintiera cómoda, Maria no podía dejar de pensar en la alta y oscura figura que los seguía mientras atravesaban el umbral de Casa Pontina.
El luminoso y fresco recibidor, con su precioso suelo de madera pulida y sus paredes blancas, de las que colgaban exquisitos cuadros, estaba en silencio. El aire estaba impregnado de la fragancia de las flores frescas de un jarrón, y durante un momento Maria no pudo creer que no fuera a aparecer Liliana de un momento a otro para saludarla, con una sonrisa de bienvenida en su rostro maduro pero aún muy bello.
Liliana había vivido para su familia. Adoraba a sus tres hijos, con gran intensidad, y Maria sabía que el hecho de que Alba fuera adoptiva la hacía más querida aún para su madre; así era Liliana. Cuando Maria se casó con Esteban, se convirtió en una segunda hija para su suegra.
Lorenzo siguió tirando de ella antes de que tuviera tiempo para reflexionar. Atravesaron el salón, el comedor y el despacho de Esteban, y bajaron los escalones que conducían a la parte trasera de la casa, donde se encontraban la habitación del desayuno, las cocinas y dos grandes salas de estar. Fueron a una de ellas, acondicionada especialmente para Lorenzo. La estancia estaba llena de juguetes. También tenía un ordenador, y daba a un pequeño patio cubierto con vistas a las praderas verdes y a los árboles, y en la distancia, a una piscina olímpica.
Benito estaba posado en su barra, murmurando para sí mientras contemplaba a uno de los jardineros, que quitaba las malas hierbas de un macizo de salvias, pero al oír la voz de María se volvió para darle la bienvenida, agachando la cabeza para que se la acariciara, con los ojos entrecerrados.
La fidelidad del ave la emocionó.
—Se acuerda de mí. Creía que me habría olvidado —comentó mientras acariciaba las sedosas plumas.
—No eres fácil de olvidar.
Esteban habló en voz baja, pero la hipocresía de sus palabras la golpeó como si se hubiera dirigido a ella gritando. Había guardado silencio durante doce meses. No la había llamado nunca por teléfono, ni le había mandado siquiera una breve postal, y ahora se atrevía a decir que no era fácil de olvidar.
—¿Qué tal está Ana Rosa? —preguntó María con naturalidad—. Espero que bien.
Para ella, aquella pregunta era la consecuencia lógica del comentario de Esteban. Ana Rosa Fasola, joven y bella amiga de la familia… y la amante de Esteban.
—Por lo que sé, sí —contestó él, mirándola ínexpresivo—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Por nada —contestó con frialdad.
Estaba a punto de añadir algún comentario hiriente cuando observó la mirada confundida del niño, que no sabía muy bien de qué hablaban.
—No necesito preguntar si Benito está bien —añadió, mirando a Lorenzo con una sonrisa—. Estoy segura de que ha engordado casi un kilo desde que lo vi por última vez.
—Es porque está ahuecando las plumas. No está gordo.
—María. María —dijo el ave con su voz ronca—. Esteban y María.
—¡Basta! —dijo Esteban, apuntando al loro con un dedo.
—¡Basta! ¡Basta! —repitió Benito.
María vio que Esteban cerraba los ojos durante un instante y se apartaba para ocultar una sonrisa. El autocrático jefe del clan de los Sanromán podría controlar con mano de hierro a su familia y a los que lo rodeaban, pero el loro siempre conseguía imponerle su voluntad. María no podía evitar admirar el intrépido espíritu de Benito.
—Vamos. Querrás refrescarte un poco, y después Anna servirá la comida.
Esteban la tomó por el brazo, pero antes de salir de allí, María prometió a Lorenzo que volvería pronto.
—¿No vas a volver a marcharte? —preguntó el niño—. ¿Te vas a quedar ahora en Casa Pontina?
María sintió que Esteban se tensaba y se volvió lentamente, sin saber qué contestar, pero la mirada del niño le había llegado al corazón, debilitando su plan de escapatoria a los tres días. Sabía lo que debía sentir el niño al haber perdido todo lo que quería, y Lorenzo era muy sensible y emotivo. Aunque estaba tan apegado a Esteban como permitía la diferencia de edad, necesitaba el calor y la comprensión de una figura materna.
Era cierto que también estaban las sirvientes: Cecilia, la anciana cocinera, y Anna y Gina, las jóvenes criadas. También estaba la profesora particular que pasaba en la casa varias horas al día, de lunes a viernes. Pero Lorenzo no estaba muy apegado a ellas.
El amor del niño la había consolado mucho cuando murió Héctor, y ahora podía devolverle el favor, cuando más la necesitaba. Lo único que quería hacer era abandonar Casa Pontina y los recuerdos de su vida anterior, para volver a Inglaterra cuanto antes, pero no podía dejar solo a Lorenzo.
En unas semanas, tal vez en menos tiempo, empezaría a superar el duro golpe de la muerte de su madre, y la resistencia de todos los niños entraría en juego. Aquél era el momento más importante; el momento crucial que podría marcar su personalidad para siempre. Sin duda, podría dedicarle unas semanas de su vida. Pero no sabía si soportaría estar tan cerca de Esteban. Sonrió y miró a Lorenzo. No tenía elección.
—Ahora vivo en Inglaterra, pero me quedaré contigo hasta que te encuentres mejor, ¿te parece bien?
—Sí —contestó Lorenzo, asintiendo y abrazándola, antes de irse corriendo para ocultar las lágrimas.
—Bueno —comentó Esteban, mirando al niño que se alejaba—, esto no era lo que tenías previsto, ¿verdad?
—Desde luego que no.
La voz fría y controlada de su antiguo marido le atacaba los nervios. Alzó la vista para mirarlo. Sabía lo que hacía cuando le envió el telegrama, pensó María con amargura. Sabía que el amor y el respeto que sentía por su madre la obligarían a viajar a Italia a pesar de su matrimonio fallido, y que una vez allí no sería capaz de volver la espalda a las necesidades de Lorenzo.
No se había preocupado por ella durante meses. Había continuado con su vida, probablemente junto a Ana Rosa, pero cuando necesitaba utilizarla no vacilaba un instante, aunque tuviera que destrozar su vida por segunda vez.
Esteban se encogió de hombros.
—No puedo evitar que te quiera tanto. Siempre te adoró.
Él también la había adorado en otro tiempo, pensó María, con un dolor que la sorprendió. Antes de que todo saliera mal; antes de que la muerte de su bebé estuviera a punto de volverla loca a ella, y lo empujara a él a los brazos de otra mujer.
Empezó a arrepentirse de haber ido. Debería haberse olvidado de Liliana, de Lorenzo y de todos los demás, y haberse quedado en Inglaterra, donde nada interrumpía su tranquilidad.
—Sé que esto es duro para ti… —empezó a decir Esteban, llevándole una mano al hombro.
—¡No me toques! —espetó, furiosa—. No te atrevas a tocarme. He dicho que me quedaré hasta que Lorenzo se sienta mejor, pero eso no te da derecho a acosarme.
—¿Acosarte? —repitió, indignado—. No he acosado a una mujer en toda mi vida.
—Claro que no —convino María, con sarcasmo—. No te hace falta; caen a tus pies por sí solas.
No quería sentir tanta cólera. Creía que ya había superado la decepción que había supuesto la traición de su marido, pero desde que lo había vuelto a ver se sentía tan indefensa como siempre, hasta un punto que la asustaba.
—Te sorprende que una mujer pueda resistirse a tus encantos, ¿verdad? —continuó.
Era un ataque gratuito, pero no podía evitarlo.
Esteban siguió mirándola durante un momento, y después respiró profundamente, mientras negaba con la cabeza.
—Antes eras muy educada y amable. ¿Qué te ha pasado para que te hayas vuelto tan poco civilizada?
—¿Y me lo preguntas tú? —dijo entre dientes, furiosa.
—Sí, te lo pregunto yo —confirmó Esteban—. Tengo todo el derecho del mundo a pedirte que te expliques. Soy tu marido.
—Ya no.
—Los tribunales no estarían de acuerdo contigo. Aún eres mi esposa, legalmente. Que yo sepa, no nos hemos divorciado, así que nuestro contrato matrimonial sigue en vigor.
—No para mí. Tal vez seas mi marido legalmente, pero eso es todo, y sin amor, nuestro certificado de matrimonio tiene el mismo valor que un papel mojado.
—Es una opinión muy cómoda, pero completamente infundada, como sabrás. Legalmente…
—No me importa en absoluto la legalidad. ¿No lo entiendes? Me da igual nuestro matrimonio, me das igual tú y me da igual todo esto.
—¿De verdad? —preguntó Esteban, tomándola por los hombros una vez más—. No creo que estés diciendo la verdad, cariño. La verdad es que pienso que intentas convencerte a ti misma, más que a mí.
—¡Suéltame!
Era diminuta en comparación con Esteban, y no tenía sentido que se resistiera, pero se debatió con todas sus fuerzas mientras él bajaba la cabeza para besarla en los labios.
María siguió intentando zafarse, desesperada, al sentir su conocido contacto, y aquel aroma que tantos recuerdos le evocaba, pero al final se quedó inmóvil, consciente de que no podía ganar.
Cuando se había marchado de la mansión de los Sanromán, doce meses atrás, era la misma idea la que llenaba su cabeza cuando Liliana la abrazaba, pálida y llorosa, rogándole que esperase antes de pedir a Esteban el divorcio que ella afirmaba que era inevitable.
—¿Por qué ahora, María? —había preguntado Liliana, mientras esperaban al taxi que María había pedido—. Esteban te ama, lo sé. Por favor, no te precipites, hazlo por mí. Vete a vivir lejos de él durante un tiempo, pero no te precipites.
Sin embargo, a pesar de lo mucho que quería a Liliana, María no podía decirle lo que había averiguado aquella misma mañana: que Esteban tenía una aventura con Ana Rosa. Se sentía demasiado humillada. Más tarde se había arrepentido, porque sabía que Esteban conseguiría ocultar la verdad y su madre pensaría que ella había puesto fin a su matrimonio sin motivo, pero siempre pensó que ya tendría la oportunidad, en el futuro, de explicárselo todo. Sin embargo, aquella oportunidad no había llegado.
Recordó las últimas palabras que le había dicho Liliana antes de que llegara el taxi.
—Estás cometiendo un error, querida, y algún día te darás cuenta. Sé cuánto has sufrido, pero Héctor era parte de los dos. El dolor debería haberos unido más. Diré a Esteban que necesitas cierto tiempo para superarlo; eso es todo.
Pero no había sido el dolor por la muerte de su bebé lo que la había impulsado a marcharse. Era cierto que alguien había cometido un error, pero había sido Esteban, al entablar una relación con Ana Rosa. Aquella mañana, doce meses atrás, se había escabullido como un animal asustado, incapaz de volver a ver a su marido. Le había dejado una carta en la que le explicaba que había descubierto lo de su aventura.
Pero ya hacía mucho tiempo. Ahora era un año mayor y más sabia, y lo que era más importante, había conseguido pasar un año alejada de él. Se había convertido en una persona autosuficiente, cosa que unos meses atrás le parecía impensable.
Apartó la cabeza de golpe. Esteban la soltó. Se quedó mirándola con los ojos entrecerrados, como un felino que acechara a su presa.
—Si vuelves a intentar algo así me marcharé en el acto, sin preocuparme por Lorenzo ni por nadie más, ¿está claro? —espetó furiosa—. He vuelto para asistir al entierro de tu madre y solo para eso, y si tu orgullo no te permite reconocer la verdad, tomaré el próximo avión de vuelta a casa.
—Oh, creo que mi orgullo puede sobrevivir, a pesar de estar malherido.
Durante un momento, María pensó que en su voz había un tono de dolor, pero su rostro era tan duro como siempre. Sin embargo, aquel breve instante de incertidumbre había bastado para aplacar su cólera.
No entendía cómo podía la gente terminar así; cómo les había pasado aquello, cuando habían compartido la intimidad del matrimonio y el nacimiento de un hijo.
—Yo también lo quería —dijo Esteban, como si hubiera leído su pensamiento.
Se quedó mirándolo, sorprendida, pero no podía interpretar su expresión. Se preguntó qué estaría pensando Esteban, mientras miraba sus preciosos ojos negros, del color del ónice.
En otro tiempo sabía siempre lo que Esteban pensaba. En ocasiones bromeaba con él, diciéndole que podía engañar a todo el mundo menos a ella con su mirada fría. Pero en aquel momento no lo sabía; no quería saberlo. Si no permitía que se volviera a acercar a ella, no podría volver a hacerle daño. Era muy sencillo. Sin embargo, su contacto había despertado en ella una avidez que la consumía. Pero se trataba solo de la reacción instintiva de su cuerpo, y podía controlarla.
—Ya sé que querías a Héctor. Los dos lo queríamos; siempre lo querremos.
Al pronunciar el nombre de su hijo se dio cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde las primeras semanas de dolor. En aquella época le bastaba con oír su nombre para sentir que una espada la atravesaba. Ahora le provocaba tristeza, pero no un dolor insoportable.
—Entonces, por él, ¿no deberíamos intentar llevarnos lo mejor posible? Has visto cómo está Lorenzo; te habrás dado cuenta de que te necesita.
María asintió lentamente. En efecto, se había dado cuenta de que el niño necesitaba amor y compañía incondicionales.
—Alba se ha ofrecido a llevárselo a su casa durante una temporada —continuó—, pero él no quiere ir, y no estoy muy convencido de que le convenga. Creo que lo que necesita es estar en su propia casa, en un entorno conocido. Con Benito, por ejemplo.
María volvió a asentir, suponiendo que Alba se habría negado a llevarse al loro. Siempre se habían despreciado mutuamente, pero el disgusto de Benito tomaba la forma de un asalto verbal cada vez que Alba estaba presente, y aunque era imposible, siempre parecía que el animal había planeado exactamente qué decir para que sus palabras tuvieran el mayor efecto posible, demostrando que era un adversario digno de la cáustica lengua de Alba. Sin embargo, el loro adoraba a Romano, el marido de Alba, y siempre se alegraba mucho al verlo.
—Tengo que ponerme en contacto con la consulta para advertir que voy a tardar unas semanas en reincorporarme al trabajo. Es posible que tengan que buscar a alguien para que me sustituya.
—Estoy seguro de que te reservarán el puesto —comentó Esteban, sin darle demasiada importancia—. ¿Quieres llamar ahora mismo? —añadió, con sospechosa solicitud.
—Sí, supongo que sí. Bueno; puedo llamar después de la cena. No hay prisa.
—Sí que has cambiado. Antes no demorabas nunca algo que tuvieras que hacer. Puedes usar el teléfono de mi despacho; ahí no te interrumpirá nadie.
Mientras hablaba la tomó del brazo y la condujo al recibidor, y aunque María quería hablar, el contacto de sus dedos la quemaba a través de la delgada blusa.
Sus sentidos se desbocaban con solo ver cómo Esteban levantaba las cejas. Todo había terminado. Lo sabía perfectamente; sin embargo, no podía comportarse con arreglo a su certeza.
—Aquí estamos —dijo Esteban, abriendo la puerta de su despacho.
Cedió el paso a María, con cortesía, y después entró con ella. Cerró la puerta tras sí.
—¿Quieres que te marque el número? —preguntó Esteban con amabilidad exagerada.
Sin esperar a que María contestase, cruzó la habitación, tomó el teléfono de su gran escritorio de nogal y empezó a marcar.
María se quedó mirándolo, sorprendida sin saber muy bien por qué, pero más segura que nunca de que allí ocurría algo extraño. No era propio de Esteban que la siguiera para hacer una llamada privada; sus modales siempre habían sido impecables.
Aunque tal vez solo intentaba ayudar, sobre todo después de su conversación.
Tomó el auricular que le tendía Esteban y se sentó a esperar a que contestaran, pero él no se marchó. Tomó asiento, también, sin decir nada.
Estaba sentado delante de ella, y ni siquiera se tomaba la molestia de fingir que examinaba los papeles de la mesa. La miró fijamente cuando empezó a hablar.
—Hola, Claire —saludó María, nerviosa—. ¿Qué tal estás?
—¿María? He estado pensando en ti todo el día, ¿cómo van las cosas?
Su amiga se había dado cuenta en el acto de que se encontraba alterada, a juzgar por su tono preocupado. Solo hacía cuatro meses que se conocían, pero se habían hecho amigas muy deprisa.
—Bien —respiró profundamente e intentó aclarar sus pensamientos—. Pero voy a tener que quedarme más tiempo del que tenía previsto.
—¿De verdad? ¿Estás segura de que todo va bien? Bueno, claro, debe ser muy difícil para ti, con el entierro y la presencia de Esteban, pero ¿estás segura de que no hay nada más?
—No te preocupes, estoy bien.
Le habría gustado explicar la situación a Claire, que conocía muy bien todo el dolor de su pasado y el miedo de su futuro, pero no era el momento adecuado, con su antiguo marido en la misma habitación.
—Te llamaré cuando termine el entierro y hablaremos con más calma —añadió—, pero he pensado que debía comentar cuanto antes que voy a pasar unas semanas fuera.
—Ya veo. Espera un momento, voy a pasarte con Jim. Me ha dicho que quería hablar contigo si llamabas en algún momento. Cuídate, y no olvides que puedes contar conmigo para lo que quieras.
—No lo olvidaré. Gracias, Claire.
Se preguntó, sorprendida, para qué querría Jim hablar con ella, pero se dijo que no tenía nada de raro. Jim se había unido al equipo de médicos a la vez que ella había vuelto a Inglaterra, y el hecho de que los dos hubieran entrado a trabajar allí a la vez había creado cierta afinidad entre ellos.
Jim era un hombre amable y paciente, con un carácter ideal para un médico. Después de la traición de Esteban, cuando aún no había superado la muerte de su hijo, había encontrado en la amistad de Jim la calma que necesitaba para intentar tomar las riendas de su nueva vida.
No tenía ningún pariente cercano en Inglaterra. Desde que quedó huérfana, a los cinco años, había vivido en un orfelinato. Jim, por su parte, tenía la familia en Escocia, por lo que normalmente se iban a tomar algo juntos casi todas las tardes antes de marcharse a sus casas.
Cuando Claire entró a trabajar en la consulta empezó a acompañarlos en algunas ocasiones. Había presentado a María a sus padres y a sus amigos, pero Jim había mantenido con ella una actitud protectora, paternal, que María encontraba conmovedora, teniendo en cuenta que el hombre solo le sacaba unos pocos años.
—¿Hay algún problema? —preguntó Esteban, interrumpiendo sus pensamientos.
—No —forzó una sonrisa—. Estoy esperando a que me pasen. Supongo que estará atendiendo a alguien en este momento.
—¿A quién te refieres?
—A Jim Penn. Quería hablar conmigo si llamaba.
Se sonrojó al pronunciar su nombre, aunque no sabía muy bien por qué. Había algo en la mirada de Esteban que la ponía nerviosa.
—Muy considerado por su parte —dijo con sarcasmo.
María lo miró con reproche, pero en aquel momento Jim se puso al teléfono.
—¿María? ¿Qué pasa? —preguntó preocupado.
Ella le había confiado los detalles de su repentina vuelta a Inglaterra, y cuando recibió el telegrama, su amigo había insistido en que no debía ir a Italia para asistir al entierro.
—Estoy en la casa de los Sanromán, y no volveré tan pronto como tenía planeado, así que he pensado que sería mejor que os lo comunicara. Voy a quedarme a pasar unas semanas en Italia.
—¿Por qué?
El tono de Jim era tan distinto a su habitual habla pausada que María se quedó mirando el aparato, sorprendida.
—Es por Lorenzo, ya sabes, el niño —dijo con precaución—. Está muy afectado, y me necesita. Me quedaré hasta que mejore, así que si creéis que deberíais buscar a alguien para que ocupe mi puesto…
—Ni hablar —atajó Jim—. Tu puesto de trabajo te estará esperando durante todo el tiempo necesario.
María se preguntó si debía aconsejarle que consultara su decisión con los otros médicos, pero decidió no hacerlo. Jim se mostraba mucho menos accesible que de costumbre, y no sabía muy bien cómo interpretaría una petición así.
—Eres muy amable.
—Nada de eso. Es lo mínimo que podemos hacer. Te echaremos de menos, María. La consulta no es la misma sin tus pasos etéreos.
—En este momento no son demasiado etéreos —dijo, esforzándose para hablar con tono desenfadado—. Estoy agotada.
—¿Qué tal marchan las cosas?
—Bien, dentro de lo que cabe. Bueno, será mejor que te deje. Esta llamada debe estar costando una fortuna. Solo quería deciros lo antes posible que me retrasaré. ¿Podrías pedir a Claire que vaya a ver a mi casera para explicarle lo que ha pasado? No me gustaría que pensara que me he ido para siempre.
—No te preocupes por esas cosas, yo me encargaré de todo —dijo Jim rápidamente—. Iré a verla y me encargaré de que reciba su cheque a fin de mes.
—No es necesario, puedo hacerle una transferencia desde aquí.
—No te preocupes por nada —interrumpió Jim con firmeza—. Ya me devolverás el dinero cuando vuelvas a casa.
Pronunció la última palabra con cierto énfasis, y María volvió a sonrojarse. Aquella nota posesiva no había estado nunca en la voz de Jim, y no sabía muy bien si la estaba imaginando.
—De acuerdo, muchas gracias —dudó un momento—. Hasta la vista.
—Hasta la vista. Cuídate, ¿quieres? Y no aguantes ninguna tontería —añadió, sorprendiéndola.
—No. Bueno, adiós.
Colgó el teléfono lentamente, y se quedó mirándolo un rato antes de reunir las fuerzas necesarias para mirar a Esteban. Sus ojos estaban clavados en ella.
—Tu… amigo no quería que vinieras, ¿verdad?
—¿Cómo dices?
María lo había entendido perfectamente, pero necesitaba unos segundos para poner en orden sus ideas después de la sorprendente llamada, durante la que había visto una faceta de Jim que desconocía.
—Pensaba que sería mejor que te quedaras escondida en tu Inglaterra, con la lluvia, el viento y el autobús número diez, ¿verdad? —preguntó Esteban con dureza.
Estaba celoso. María lo miró con extrañeza durante una décima de segundo, antes de que la cólera se apoderase de ella. Apretó los labios y levantó la cabeza, desafiante. Esteban había demostrado que no la quería, al guardar silencio durante los últimos doce meses; sin embargo, tampoco quería que la tuviera nadie más. Por si fuera poco, resultaba ridículo que tuviera celos precisamente de Jim.
Entonces recordó el tono de la voz de Jim durante la llamada de teléfono, y se sonrojó, horrorizada. Nunca había dado a entender a Jim, ni por palabra ni por obra, que hubiera entre ellos nada más que amistad; la idea de mantener una relación con él le parecía inconcebible. Jim era como el hermano mayor que nunca había tenido, alguien firme y estable en quien podía confiar. Si se le hubiera pasado por la cabeza que quería algo más…
—Bueno, no has contestado a mi pregunta —dijo Esteban, cruzándose de brazos.
—Porque es irrelevante.
—No creo —sonrió, aunque sus ojos siguieron helados—. Te he preguntado si te había aconsejado que no vengas. La respuesta es bastante sencilla. ¿Sí o no?
—Lo que haga o deje de hacer no tiene nada que ver con nadie. Tomo mis propias decisiones. ¿Te sirve esa respuesta?
—Supongo que sí —se puso en pie—. Ven, voy a acompañarte a tu habitación. ¿Quieres comer sola, a la vista de tu… agotamiento?
La breve pausa que hizo antes de pronunciar la última palabra estaba destinada a intimidarla, pero María pasó por alto la alusión a su conversación con Jim y sonrió con frialdad.
—Gracias, me gustaría mucho.
La perspectiva era maravillosa, pensó débilmente. Un par de horas a solas, sin tener que enfrentarse a Esteban, le parecían un oasis de tranquilidad, pero aún tenía que saludar a Alba, además de los numerosos familiares que sin duda asistirían al entierro.
Cuando había ido por primera vez a Casa Pontina, cinco años atrás era una muchacha de dieciocho años, tímida y nerviosa. En aquella época pensaba que la mansión era gigantesca, y ahora tenía la misma impresión, mientras recorría el larguísimo y amplio pasillo en dirección a la escalera.
Además de las habitaciones de servicio, que se encontraban en la planta baja, cerca de las cocinas, había seis espaciosos dormitorios, todos ellos con su cuarto de baño, pero cuando Esteban le pidió que se casara con él, dos meses después de conocerla, encargó que construyeran inmediatamente una nueva ala. En la ampliación había una cocina, un comedor de techo alto, dos salas de recepción y cuatro grandes dormitorios.
El ala nueva era preciosa y muy lujosa, pero lo que más le gustaba a Esteban era saber que les pertenecía a ellos solos, aunque María no estaba muy segura de que Liliana no se sintiera rechazada.
Un domingo por la tarde, unas semanas después de la boda, estaban en Casa Pontina, charlando sobre el mobiliario de su nueva casa, cuando algo en su expresión hizo que Romano se diera cuenta de lo que sentía.
Después de que se levantaran de la mesa de la cena, se acercó a ella.
—Te sientes incómoda con el ala nueva, ¿verdad?
—Me encanta —se apresuró a decir—, y estoy deseando que nos mudemos, pero no quiero que Liliana piense que no queremos estar con ella. No lo hemos hecho por eso.
—¿Se lo has dicho a Esteban?
—Sí, y dice que no me preocupe, que a su madre le parece muy bien. Pero el caso… —dudó, sintiéndose estúpida— que no quiero que Esteban piense que no quiero vivir ahí, así que no he insistido mucho.
—Conozco a Liliana de toda la vida. Esteban y yo somos amigos desde que éramos bebés, así que espero que no me taches de presuntuoso si hablo contigo de este asunto. Liliana está muy contenta con vuestro matrimonio. Sé que tienes todo lo que podría desear en una nuera. Entiende a su hijo perfectamente, y le parece lógico que quiera vivir a solas contigo, apartado de la casa. Incluso insinuó que tal vez debería irse a vivir, a otro sitio. Opina que las parejas de recién casados necesitan espacio y sitio para ellos solos, y tiene razón. Así que te aseguro que está completamente satisfecha con la situación. También te aseguro que te adora.
—¿De verdad? —preguntó María con timidez.
—Desde luego —contestó Romano—. A ojos de Liliana, no ha perdido un hijo, sino que ha ganado una hija.
—Muchas gracias —dijo con una sonrisa.
No era la primera vez que se preguntaba cómo una persona tan atenta y perceptiva como Romano se había casado con alguien tan petulante como Alba, pero como en todas las demás ocasiones, desechó el pensamiento de inmediato. Se sentía culpable por tener aquella opinión de la hermana de Esteban.
Aquella noche, cuando se quedó a solas con Esteban, le comentó lo que le había dicho su cuñado, y él se mostró de acuerdo.
—Mi madre está encantada con nuestro matrimonio. Todos están encantados, pero es lo de menos. Aunque nadie hubiera consentido nuestra unión, no me habrían detenido, amor mío. Desde que te vi por primera vez supe que serías mía. Lo supe. Nada podría habernos separado. Eres mi destino, como yo soy el tuyo. Te amaré como nadie ha amado nunca a ninguna mujer.
Y lo había hecho, desde luego. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar lo apasionado que era su marido. Era algo que no había llegado a apreciar hasta su noche de bodas, que había coincidido con su decimonoveno cumpleaños. El placer de su esposa era el objetivo principal de Esteban.
Pero aquel tiempo había terminado, por la infidelidad de Esteban, y ahora, al ver qué pasaba de largo junto a la escalera para abrir la puerta que conducía al ala independiente de la casa, María lo retuvo por el brazo.
—No esperarás que me quede en Bambina Pontina, ¿verdad? —preguntó, sin darse cuenta de que había utilizado el apodo cariñoso con que se referían a su vivienda.
—Claro que sí. Es tu casa.
—Lo fue —dijo, conteniendo el pánico de su voz—. Pero ya no. Si me voy a alojar aquí, quiero una habitación de la casa principal.
—María… —cerró los ojos y sacudió la cabeza lentamente—. ¿Vas a seguir desafiándome cada vez que se te presenta la ocasión? ¿Tiene que ser ése el precio que pague a cambio de que te quedes en Casa Pontina?
—No te estoy desafiando. Bueno, tal vez sí, pero no sin motivo. Quiero alojarme en la casa principal, eso es todo —dijo con firmeza, dando un paso atrás.
—Ya veo —la contempló durante un momento—. Y el hecho de que todas tus pertenencias sigan donde las dejaste, en Bambina Pontina, no significa que sea razonable que te alojes ahí, ¿verdad? Aún están todos tus libros, tus discos, tu ropa… Hasta tienes tu propio salón.
—Esteban…
—Y tu propio dormitorio, por supuesto —continuó él, inexpresivo—. Desalojé nuestro dormitorio poco después de darme cuenta de que no parecía que tuvieras intención de volver pronto.
—Poco después de…
La voz de María se quebró, y se quedó mirándolo sorprendida. Su carta era muy clara, y no dejaba lugar a dudas sobre el hecho de que no iba a volver.
—Así que estás a salvo, ¿lo entiendes? —preguntó Esteban, burlón—. Aún no estoy tan desesperado como para hacerte mía en contra de tu voluntad.
—No suponía que lo pretendieras —espetó enfadada.
Le molestaba que hubiera atribuido su temor a algo así. No podía explicar el motivo por el que no quería alojarse en sus antiguas dependencias, pero desde luego no pensaba que Esteban fuera a forzarla. Sabía que aquello era absurdo. En realidad, se temía más a sí misma.
Lo miró echando fuego por los ojos. No quería sentir atracción por él; no quería reconocer el peligroso magnetismo que transpiraba; no después de que la hubiera traicionado con Ana Rosa.
Esteban había estado observando, con interés, los cambios que experimentaba el rostro de María.
—No hay ningún motivo lógico para que renuncies a la intimidad y a la comodidad de Bambina Pontina, ¿verdad? Y para Lorenzo será conveniente que la vida vuelva a su curso habitual, aunque solo sea durante cierto tiempo.
—Pero…
Se quedó mirándolo, sin saber qué decir. No quería volver a su antigua casa; ni siquiera quería verla. Pero si reconocía que tenía miedo de que hubiera intimidad entre ellos, por pequeña que fuera, estaría alimentando su orgullo. Necesitaba convencerlo, y convencerse, de que era inmune a sus encantos, y lo haría, aunque aquello acabase con ella, se dijo antes de asentir.
—Supongo que tienes razón —dijo al final—. Me he traído muy poca ropa, así que no me vendrá mal usar la que me dejé. Supongo que seguirá en el armario, ¿no?
—Por supuesto. No he tocado nada.
Esteban contestó casi como si estuviera ofendido. Al parecer, no tenía nada en contra de engañar a su mujer, pero le parecía mal deshacerse de sus pertenencias.
El corazón de María empezó a latir a toda velocidad cuando Esteban abrió la puerta, y entró en el amplio recibidor que no esperaba volver a ver nunca. De nuevo estaba pisando el suelo de mosaico, y contemplando la colección de platos de cerámica que adornaba la pared.
—Bienvenida a casa, María.
Esteban habló con suavidad, y antes de que ella se diera cuenta, la besó en los labios.
—Te he dicho que no hagas eso —espetó, furiosa—. Te he dicho que…
—Ya lo sé —se defendió—, pero no me gusta que me den órdenes. Además, es mi forma de ser hospitalario.
—Esto no es hospitalidad. Es. Es…
—Cuando encuentres la palabra adecuada, házmelo saber, pero mientras tanto… —señaló con la cabeza la escalera de hierro forjado—. Tengo entendido que ya han llevado tu maleta al dormitorio.
—Ya veo.
De modo que lo tenía todo planeado desde el principio.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿verdad? No dudas jamás que vas a conseguir lo que quieres.
—Muchas gracias, eso es lo que me gusta pensar.
Lo decía para molestarla, y lo consiguió, a pesar de que María se esforzó para no demostrarlo, mientras caminaba hacia la escalera con la cabeza muy alta. Esteban era imposible. Todo aquello era imposible. No debería haber ido; estaba segura de que Liliana no habría esperado que lo hiciera. O tal vez sí. Sin dejar de pensar en ello, subió cuidadosamente la escalera, sin olvidar ni un momento que Esteban la observaba desde el vestíbulo.
Liliana era de la vieja escuela, y siempre había creído en el deber, el respeto, la responsabilidad y el sacrificio. Sin duda, habría esperado que la mujer a la que consideraba una segunda hija asistiera a su despedida formal de este mundo. Ni siquiera se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de que no lo hiciera.
Recordó el sueño que había tenido la noche antes de que le llegara el telegrama. Liliana le pedía que volviera a casa; aún podía oír la urgencia en el tono de la otra mujer, y ver cómo tendía los brazos hacia ella.
—Te necesita, María, más de lo que nunca podrías imaginar. Solo si vuelves a casa podrá empezar a curarse. Vuelve, María, por favor.
Se había despertado en mitad de la noche, temblorosa, con el corazón en un puño y la boca seca. Se preguntó ahora si Liliana la habría llamado en realidad. Y, si era así, si la mujer a la que quería como si fuera su madre le había pedido ayuda, qué esperaba que hiciera.
Observó la espaciosa habitación de grandes ventanales que había sido su dormitorio conyugal durante tres años. Había sido allí donde habían concebido a Héctor, tras horas y horas de dulce intimidad, solo tres meses después de casarse.
Recordó lo que sentía al hacer el amor con Esteban, y se preguntó si sería lo mismo lo que sentía Ana Rosa con él. Utilizó aquella idea como un talismán contra la debilidad que amenazaba con apoderarse de ella. Probablemente, pensó. Era muy buen amante.
Entonces vio el ramo de flores silvestres. Había margaritas blancas, anémonas rojas, espuela de caballero, pimpinelas…
Se llevó la mano a la garganta. Aquéllas eran las mismas flores que adornaban su ramo de novia, y solo Esteban sabía lo que significaban para ella. Se acercó lentamente al ramo y se quedó mirándolo durante largo rato, antes de alargar la mano para rozar los delicados pétalos de una fresia.
A lo largo de los largos años que había pasado en el orfelinato había hecho muchos ramos de flores silvestres, que recogía de los prados, y alegraba con ellos su habitación. La delicada belleza de las flores contrastaba con el austero edificio cuartelario. Representaba para ella un consuelo que no sabía explicar, una esperanza, una promesa de que la vida mejoraría. Cuando intentó comunicárselo a Esteban, para explicarle por qué prefería aquellas flores a las tradicionales, no pensó que la estuviera escuchando.
Sin embargo, el día de su boda recibió el ramo más bonito del mundo, sujeto con alambres y atado con cintas de seda. La maravillosa disposición de flores multicolores caía como una cascada, casi hasta el suelo, augurando un futuro de felicidad.
En aquel momento había llorado, y sabía que ahora iba a llorar de nuevo. Se dejó caer en la cama y se tumbó, hecha un ovillo. El dolor era insoportable.
No entendía cómo podía Esteban haber dormido con Ana Rosa Fasola, haberla abrazado, haberla mirado con los ojos llenos de amor, después de todo lo que habían compartido ellos. Su matrimonio, el nacimiento de Héctor, su muerte…
Los sollozos desesperados sacudían todo su cuerpo. El sonido de su llanto alcanzó al hombre que estaba junto a la puerta de la habitación, paralizándolo con la mano en el picaporte. Se quedó congelado durante unos segundos, antes de volverse y apartarse de allí, caminando con pesadez.
#PiaAwiwis ☺

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