celos cap 3

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#Celoso

Capítulo 3
Cuando llegó Anna con la bandeja del desayuno, un cuarto de hora después, Maria se había lavado la cara y había conseguido adoptar un aspecto tranquilo, pero cuando la doncella se marchó, miró el plato de canalones y suspiró profundamente.
Creía que ya había superado el tiempo de las lágrimas, del dolor, de la cólera, pero desde que había pisado suelo italiano por primera vez, el pasado la había envuelto como un velo. Dejó la bandeja en una mesita antes de tomar la copa de vino y salir a la terraza. Se quedó allí, bajo el cálido sol, bebiendo de vez en cuando un sorbo de vino tinto.
Seguía allí veinte minutos después, cuando Esteban apareció entre las cortinas de encaje.
—No has probado un solo bocado —dijo con reproche.
—No tengo hambre.
—No ayudarás a nadie poniéndote enferma.
María no sabía si se debía al efecto del vino en el estómago vacío, a la tensión de los dos días transcurridos desde que había recibido el telegrama, a la falta de sueño, a los recuerdos que la asaltaban continuamente, o solo a Esteban, con toda su arrogancia, pero de repente fue incapaz de contener la cólera.
—No, claro que no —dijo con tono gélido—. Si me pusiera enferma, mi utilidad para el imperio de los Sanromán se vería severamente afectada, puesto que no podría desempeñar mi papel como acompañante de Lorenzo, y…
—¡Basta! —espetó Esteban, sujetándola por los brazos—. No me refería a eso, y lo sabes.
—No; no lo sé —contestó, desafiante—. Y por favor, suéltame. Ya te he dicho que no me gusta que me toquetees.
Esteban se quedó mirándola durante un momento, antes de soltarla bruscamente y volverse para apoyar las manos en la barandilla de piedra.
—Nunca, en toda mi vida, había conocido a una persona tan perversa —murmuró furioso.
—Me resulta difícil de creer.
Su voz no fue tan desagradable como le habría gustado; los segundos que había pasado con las manos de Esteban en los brazos habían desatado una reacción en sus traidoras rodillas de la que habría preferido prescindir.
Lo miró mientras respiraba profundamente, antes de enderezarse y volverse hacia ella, mirándola con dureza.
—Voy a pedir que te traigan otra bandeja y esta vez te lo comerás todo, ¿entendido? No vamos a cenar hasta las ocho, y no quiero que te desmayes. Ya estás demasiado delgada.
María lo miró, cada vez más furiosa. Sin duda Esteban prefería las voluptuosas y redondeadas curvas de Ana Rosa, pero le daba igual.
—¿Demasiado delgada? Mi peso es el que corresponde a mi altura, según todas las tablas. Y hasta el momento no he recibido ninguna queja.
No sabía muy bien por qué había añadido la última frase, pero desde luego, a Esteban no le gustó oírla, pensó satisfecha, al ver cómo se encogían sus labios. No entendía cómo se atrevía a compararla con otra mujer, ni a sentir celos después de lo que había hecho.
—Ah, ¿no? ¿Qué significa eso exactamente, querida? ¿Tendrías la amabilidad de explicarme qué has querido decir?
—Creo que no.
Se encogió de hombros y apartó la mirada de Esteban, enfadada por haberse dejado intimidar.
—Muy considerado por tu parte. Tu vergüenza habla a tu favor.
Aquello fue demasiado para María, que lo miró con los ojos inyectados en sangre.
—¡Un momento! No tienes derecho a hablarme así. Llevamos un año separados, y…
—Sigues siendo mi esposa —interrumpió Esteban.
—Eso me recuerda que quiero el divorcio.
Las palabras se quedaron colgadas en el aire, mientras los dos contenían la respiración.
María se dijo que no debería haberle pedido el divorcio en aquel momento; no tenía intención de hacerlo. Pretendía esperar a que hubieran pasado unos días después del entierro, cuando todos estuvieran más tranquilos y no tuvieran las emociones a flor de piel. No debería haberlo dicho llevada por la furia, pero la había encolerizado tanto…
—¿Por qué?
Aquello era lo último que esperaba que preguntase, y mucho menos con el tono tranquilo e inexpresivo que empleó.
—¿Cómo que por qué? ¿Y tú me preguntas eso, después de todo lo que ha pasado?
—Sí. Yo te pregunto eso. Y si mientes lo notaré.
María pensó que aquella conversación empezaba a adquirir tintes surrealistas. No entendía cómo podía insinuar Esteban que fuera a mentir; los hechos hablaban por sí mismos.
—¿Mentir? Sabes tan bien como yo que nuestro matrimonio acabó. No queda nada entre nosotros.
—¿Me lo preguntas o me lo comunicas? Porque sí me lo estás comunicando te recordaré que te casaste conmigo por tu propia voluntad, y contrajiste los votos para toda la vida. No voy a concederte el divorcio.
—¿Que no…?
—Pero si me lo estás preguntando —continuó Esteban, haciéndole caso omiso—, entonces dejaré que hablen las acciones, en vez de las palabras.
La tomó por los brazos. María hizo ademán de zafarse.
—No seas tonta —le dijo él—. No puedes escapar de mí, ni quieres hacerlo.
El beso no fue suave; fue desesperado, ávido. Si hubiera utilizado su experiencia, su dominio de las técnicas de seducción, María podría haberse resistido con más facilidad. Pero la devoración frenética de su boca fue una confesión en sí misma. Una confesión de deseo y de algo más que no quería reconocer.
Aun así, María se resistió. Durante unos segundos se esforzó para ocultarle la respuesta de su cuerpo, pero no tardó mucho en dejar de pensar. El deseo la consumía, inflamando todos sus nervios. Recordaba muy bien aquella sensación. Había estado en el desierto durante tanto tiempo…
Se dio cuenta de que estaba gimiendo cuando empezó a devolverle el beso, pero ya no podía controlarse. Cuando se apretó contra él y sintió su excitación sintió que se le derretía todo el cuerpo.
—Esteban…
Pronunció su nombre en un débil lamento, pero no sabía si era un ruego o una protesta.
—María, María, hacía tanto tiempo…
La tomó en brazos y la llevó al dormitorio, para dejarla con reverencia sobre la colcha perfumada, antes de seguir acariciándola.
—Eres mía. Siempre serás mía —continuó.
El tono posesivo de su voz fue tan profundo y fuerte que deshizo el deseo de María como un cubo de agua helada.
—¡Suéltame! —gritó, apartándose para ponerse en pie—. ¡Te odio! ¿Me has oído? Te odio.
Esteban había hecho todo aquello para demostrar algo, para hacerle ver que le bastaba con mover un dedo para que ella obedeciera. No le había pedido perdón por su traición, ni había dado a entender que sintiera lo ocurrido. A fin de cuentas, la consideraba su subordinada, y no tenía por qué darle explicaciones.
—Si quieres… eso, vete con tus otras mujeres —continuó, a voz en grito.
No podía pronunciar el nombre de Ana Rosa. Se le habría atravesado en la garganta.
—Para, por favor. No hay otras mujeres.
—No te creo. No creo que la gente sea capaz de cambiar, y…
—Te he pedido que pares —repitió Esteban, acercándose a ella.
—Lo digo en serio. No te atrevas a volver a tocarme. Te he dicho que no hay nada entre nosotros. ¡Nada!
—¿A qué viene ese ataque de histeria? ¿No será que estás enfadada contigo misma, porque no puedes negar que me sigues deseando? ¿O tal vez hay otro motivo para tu tardío arrebato de pudor? ¿Otro motivo que se ha quedado en Inglaterra?
—No sé de qué me hablas.
Era cierto. No sabía qué quería decir Esteban, y no le importaba. Solo quería perderlo de vista.
—Espero por tu bien que sea cierto. Hay un viejo proverbio que dice que los hombres sabios acusan antes de ser acusados; solo un idiota esperaría que el culpable lance la primera acusación.
Entonces, de repente, María se dio cuenta de lo que Esteban insinuaba. Se quedó boquiabierta, sin dar crédito a su audacia. Él era quien estaba acusándola de acostarse con otra persona, a ella, cuando él había estado con Ana Rosa durante los doce últimos y dolorosos meses, y tal vez durante más tiempo. Se quedó mirándolo anonadada antes de levantarse y mirarlo con desprecio, ocultando el dolor.
—Si crees que me he acostado con Jim, te equivocas. Solo es un amigo mío, y un hombre de honor. Intentaría volar a la luna antes que seducirme.
—Entonces también es idiota —proclamó Esteban, incapaz de esconder completamente su satisfacción—. ¿O es que su ardor es tan frío como el clima británico?
—Jim es un hombre que sería fiel a una sola mujer. Puede que eso lo convierta en un idiota a tus ojos, pero no a los míos. Tampoco se le pasaría por la cabeza acercarse a una mujer casada, sintiera lo que sintiera por ella. Por supuesto, no espero que lo entiendas.
—No, claro que no. Yo soy la bestia sin corazón, ¿no es así? Y ese Jim es la mejor persona del mundo. Sin embargo, es conmigo con quien reaccionas. Soy yo la que te puede llevar a lugares a los que ningún otro hombre podría acercarte.
—Te encantaría pensar eso, ¿verdad? El gran jefe del clan de los Sanromán necesita su razón diaria de amor propio.
Sus palabras eran una defensa contra la angustia ciega que amenazaba con ponerla en evidencia ante los penetrantes ojos oscuros de Esteban. Por dentro estaba gritando y llamándose idiota por haber vuelto.
Los lazos que la ataban a él la ahogaban. Estaba la necesidad afectiva de Lorenzo; su amor por Liliana, que la impulsaba a hacer lo que sabía que su suegra habría querido; y el hecho de haber estado más cerca de Héctor, al ver su lápida, que en ningún otro momento de los últimos meses. También había algo más, algo que ni siquiera se atrevía a investigar ni a comprender, una sensación que la consumía.
—¿Por qué te comportas como si fuéramos enemigos, María? —preguntó, sin intentar acercarse—. Esperaba que el tiempo que hemos pasado separados te ayudara a ver las cosas como son, que por fin estarías preparada para hablar del futuro, de lo nuestro.
—¿Lo nuestro? Eso no existe.
—¿Intentas convencerme o convencerte? Eres mía; siempre has sido mía, desde el día en que naciste. No puedes escapar a tu destino. Ese Jim es como el rocío, que se evapora antes de que salga el sol. Fácil de olvidar. Si no lo supiera habría ido a buscarte hace mucho tiempo.
—¿Cómo que habrías ido a buscarme? Soy una persona, tengo mi propio cerebro y tomo mis propias decisiones. No soy un objeto de tu pertenencia que puedas…
—Ya lo sé. Siempre lo he sabido. Simplemente, esperaba a que tú también te dieras cuenta.
—¿A que yo me diera cuenta? —lo miró, sin saber muy bien cómo interpretar sus palabras—. Yo no tenía nada que descubrir.
—Creo que sí. Piensa en ello. Ten el valor necesario para examinar tus sentimientos.
No daba crédito a sus oídos. De modo que Esteban se atrevía a afirmar que no se había puesto en contacto con ella durante el último año porque estaba esperando que se descubriera a sí misma.
—No necesito examinar mis sentimientos —espetó rápidamente—. Sé lo que pienso. A estas alturas no vale la pena volver a intentarlo —se volvió hacia la terraza y clavó la vista en la cortina—. Tal vez si Héctor no hubiera muerto, si las cosas no hubieran empezado a marchar mal, habríamos podido salir adelante, pero ahora… Ahora es demasiado tarde. Sé que yo también cometí errores, pero todo pertenece al pasado. Ninguno de los dos puede cambiar lo que ya ha ocurrido.
—Podemos aprender de los errores, para no repetirlos.
María se volvió para mirarlo bruscamente. Si Esteban pretendía convencerla para que aceptara su infidelidad, para que lo perdonara y siguieran como siempre, no sabía lo que decía. Ya le había explicado detenidamente en la carta, en la que había volcado su corazón, que aquello era algo que jamás podría aceptar, y no había cambiado de opinión a lo largo del año transcurrido. Sabía que había personas que podían perdonar la infidelidad a sus seres amados, e incluso fingir que no se enteraban, pero sencillamente, ella no era así y lo sabía.
—¡No! Quiero el divorcio. Eso es todo.
—Nada de eso.
La suavidad de la voz de Esteban no se había alterado, lo que hacía sus palabras más amenazantes.
—¿Es que te niegas a ser razonable? —preguntó desesperada, obligándose a mirar su rostro duro como el mármol.
—Exactamente —la miró con los ojos entrecerrados—. Nunca he sido una persona razonable, y no sé por qué iba a empezar ahora. Estamos casados, y no te voy a conceder el divorcio. Ahora —se apartó de ella y se acercó a la puerta— voy a pedir que te traigan otra bandeja de comida, y después vas a dormir. Estás muy cansada, y no piensas con claridad.
La arrogancia de aquel hombre la dejó sin aliento. Se esforzó en vano para encontrar las palabras adecuadas para derrotarlo.
—¿Te gustan las flores? —preguntó Esteban antes de que tuviera tiempo para reaccionar.
—Oh, sí, gracias, pero…
—Hasta esta noche.
Se marchó de la habitación, dejándola temblorosa por la cólera y algo más, algo que no sabía definir, pero que hacía que se le acelerase el corazón y se le secase la boca.
Era el mismo de siempre, o tal vez había empeorado, pensó mientras caminaba por la habitación, con los puños apretados. Egoísta, demasiado protector y posesivo. Se dejó caer en el sofá, junto a la ventana, y se quedó mirando el ramo de flores que perfumaba la habitación.
Debía haberle resultado bastante difícil conseguir aquellas flores. No entendía por qué había tenido aquel gesto.
—¿Qué más da? —se preguntó en voz alta.
Fueran cuales fueran sus motivos, todo pertenecía al pasado, y su separación era inevitable. Le daba igual que Esteban lo aceptara o no; conseguiría el divorcio y se marcharía de allí, cuando Lorenzo se hubiera recuperado.
Siguió perdida en sus pensamientos hasta que la criada llamó a la puerta, devolviéndola a la realidad. Aceptó la bandeja y le dio las gracias.
Aquella vez se terminó la comida y se bebió otra copa de vino antes de tumbarse. Se quedó dormida de inmediato.

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