En la mitología griega, las Moiras, que en griego antiguo significa “repartidoras” eran las personificaciones del destino. Sus equivalentes en la mitología romana eran las Parcas o Fata, y en la nórdica las Nornas. Vestidas con túnicas blancas, su número terminó fijándose en tres: Cloto, Láquesis y Átropos. Controlaban el metafórico hilo de la vida de cada mortal desde el nacimiento hasta la muerte, y más allá. Cloto, la hilandera, hilaba la hebra de vida con una rueca y un huso. Láquesis, la que echa a suertes, medía con su vara la longitud del hilo de la vida. Y Átropos, la inexorable, era quien cortaba el hilo. Elegía la forma en que moría cada hombre, seccionando la hebra con sus tijeras cuando llegaba la hora.
En la tradición griega, se aparecían tres noches después del alumbramiento de un niño para determinar el curso de su vida. En origen muy bien podrían haber sido diosas de los nacimientos, adquiriendo más tarde su papel como verdaderas señoras del destino, y los propios Dioses les temían y respetaban. Por todo ello, y en especial por el predominante papel de Átropos, las Moiras inspiraban gran temor y reverencia, aunque podían ser adoradas como otras diosas: las novias atenienses les ofrecían mechones de pelo y las mujeres juraban por ellas.
Como en las antiguas leyendas, Átropos había segado las vidas de los simples mortales una vez más. Tres vidas en este caso. Aunque había sido más asqueroso que cortar simplemente un hilo con unas tijeras... El ánimo de todos los que componíamos el equipo del experimento variaba como la luz intermitente de un túnel. Pasábamos de la determinación de seguir adelante a la más absoluta tristeza y desesperación por salir de allí cuanto antes. Fue complicado guardar los tres cuerpos de los seguratas en bolsas plateadas de cadáveres y meterlos en una de las cámaras frigoríficas para que no empezasen a descomponerse. Fue complicado y duro, porque me tocó a mí y a otros dos técnicos hacerlo. Los dos chicos del equipo de seguridad que quedaban estaban medio catatónicos, y no quisieron saber nada del tema. Una de las cocineras solicitó abandonar la isla, y Espino pudo tranquilizarla a duras penas asegurándole que en unos días llegaría el helicóptero que la recogería para llevarle a la península… cosa que no era cierta, ahora lo sé. Jamás informó de lo que había pasado, y jamás pidió helicóptero alguno de evacuación.
Dos días después de lo de la lengua Espino reunió a todo el equipo médico. Aparte de él, estaba compuesto por dos médicos más, una psicóloga, dos enfermeros y los cuatro auxiliares y técnicos de laboratorio entre los que me encontraba yo. Intentábamos encontrar una respuesta al ataque psicótico de Átropos, pero simplemente llegábamos a la conclusión de que la falta de sueño le había vuelto loco. No parecía seguir teniendo esos ataques autodestructivos o asesinos, aunque tampoco habíamos querido comprobarlo de primera mano entrando en su apartamento… En las imágenes aparecía calmado, viendo viejas series de dibujos animados en la pantalla, o dibujando animales graciosos, infantiloides, en sus libretas y anotadores. Sólo había tomado líquidos desde que se comió su lengua, parecía que las proteínas y nutrientes de ésta eran suficientes para él durante unos días, y que el dolor que debía sentir en la garganta y boca le impedía masticar o tragar algo que fuese tan siquiera medianamente sólido. Los antibióticos y analgésicos que le habíamos inyectado debían haber sido suficientes para esos dos días, pero llegaba la hora de tener que entrar en esa habitación para proporcionarle más dosis…
Solicitamos a Espino que se le durmiese o inmovilizase para que pudiésemos hacer nuestro trabajo, pero el insistía en que no pensaba hacerlo de ninguna manera. Anestesiarle estaba fuera de discusión, porque rompía todo el trabajo conseguido hasta entonces de quince días ya de ausencia de sueño y vigilia ininterrumpida del sujeto. Insistimos al menos en la inmovilización, pero tanto él como la psicóloga tenían curiosidad por ver cómo se relacionaría con nosotros, cuáles serían sus reacciones a nuestra manipulación y cuidados, a nuestra presencia. Argumentaban que nunca antes había sido violento ni parecía serlo ahora, y que sólo había atacado a los guardias cuando estos le habían arrebatado la lengua que estaba comiéndose con tanto gusto, sin reaccionar realmente a la entrada en su apartamento de aquellos hasta ese momento. Todos esos argumentos estaban muy bien, pero nosotros estábamos cagados de miedo. ¿Quién no lo estaría en nuestra situación?
Las horas se me hacían eternas vigilando las cámaras de seguridad y analizando datos que no llevaban a ningún sitio. Hormonas, proteínas, historias mil que pasaban por mis pantallas y mis manos y que no me decían nada. Los tres desgraciados no podían dormir, y eso los estaba volviendo locos, ¿era la solución tan sencilla como eso? Les observaba leer tranquilamente, hablar con los enfermeros y auxiliares que les atendíamos como si fuesen personas totalmente normales. ¿Lo eran? Láquesis no había vuelto a presentar ningún episodio de autolesión como el de darse cabezazos contra la pared. Átropos llevaba tres días ya recuperándose de su banquete de lengua. Esa misma mañana por fin nos habíamos atrevido a entrar en su apartamento para volver a suministrarle medicación, poner un poco de orden y limpieza en el sitio y hacerle un pequeño chequeo general. Habíamos entrado como si de una operación anti-terrorista se tratase, los dos guardias de seguridad llevando armas y petos y cascos protectores, los tres auxiliares con exceso de precaución, movimientos lentos, mirada atenta siempre a cualquier movimiento de Átropos… vamos, acojonados. Yo desde luego no me fiaba un pelo, pero él nos miró tranquilamente, levantando la mirada de la hoja donde estaba dibujando rayas verdes. Observó a los guardias en la puerta, volvió a mirarnos a nosotros y su único gesto fue apartarse de la mesa, todavía sentado, y mirar hacia abajo. No sé si con resignación o con pena. Se dejó manipular tranquilamente, y respondió a nuestras preguntas con movimientos de cabeza y gestos elocuentes, incluso se quejó un poco, con tristeza y pesar, cuando le pedimos abrir la boca para comprobar el estado de sus heridas en la garganta. Parecía que todavía le molestaba bastante.
Cloto seguía a su rollo sin enterarse de nada. Era el más joven de los tres, y el que más se entretenía haciendo ejercicio en su apartamento, viendo comedias en su pantalla y hablando con nosotros cuando entrábamos a visitarlo. Nos contaba todo lo que hacía, lo bien que se encontraba, y las cosas que quería hacer cuando saliese de aquel sitio y fuese libre de nuevo. Su novia, su madre, que hacía cinco meses que no veía, sus sobrinos…
Por mi cabeza pasaban miles de pensamientos contradictorios. Por un lado yo era médico e investigador de vocación, Doctor en genética y enamorado del conocimiento, de los avances y ventajas que experimentos como el nuestro habían proporcionado al mundo a lo largo de la historia. Experimentos crueles a veces, sí, duros, usando a animales y a personas como simples sujetos, viendo siempre exclusivamente las ventajas de lo que hacíamos. Porque el progreso muchas veces conlleva experimentar, buscar, indagar, inventar… y es imposible hacerlo sin sujetos reales. La teoría está genial, y es necesaria sin duda, un principio de cualquier acción o pensamiento, pero la práctica es la que te da datos que analizar, números que contrastar, nuevos descubrimientos que suponen ventajas provechosas para millones de seres humanos. Hasta entonces yo nunca había tenido problemas morales con este tipo de experimentos. Soy práctico, soy analítico, necesito ver las cosas con mis propios ojos y tenerlas almacenadas en mis archivos. Por eso estoy aquí, claro, el estudio del sueño nunca ha sido uno de mis campos de investigación, pero que hoy en día alguien aporte los fondos para llevar a cabo un estudio así es tan raro, y la oferta era tan atractiva… No sólo económicamente, que también, sino por la libertad de hacer lo que quisiésemos, sin restricciones legales ni morales impuestas desde fuera de nuestro propio equipo. En este experimento éramos dioses y señores, Espino lo diseñó a su gusto, eligió a sus cobayas, y podía hacer con ellos lo que le diese la gana.
Por primera vez en mi vida tenía remordimientos y me cuestionaba a mí mismo. ¿Qué hacía yo allí? ¿De verdad estaba de acuerdo con todo lo que estábamos haciendo a aquellos desgraciados? No era solamente experimentar con ellos para luego dejarlos ir. Les habíamos jodido la vida irremediablemente, nunca podrían volver a dormir, ni a llevar una vida normal. Y, por supuesto, si alguno sobrevivía a aquel experimento, cosa dudosa, porque no teníamos ninguna intención de parar hasta llegar a las últimas consecuencias, no estábamos en disposición de poder deshacer lo que ya habíamos hecho en sus cerebros y sus cuerpos, ni podíamos arriesgarnos a que un sujeto al que habíamos mutilado de esa manera saliese de aquellas instalaciones. Aquí estábamos seguros, pero fuera de esta isla había leyes, nacionales e internacionales, que impedían la experimentación con seres humanos, y las habíamos incumplido todas. Si no conseguíamos ningún resultado, ningún avance o dato trascendente, sepultaríamos todo lo que allí habíamos hecho, incluidos Cloto, Láquesis y Átropos. Si conseguíamos algún dato contrastado y contrastable enterraríamos igualmente las cenizas de los tres pobres presos en aquella isla y saldríamos al mundo con nuestros análisis bajo el brazo, triunfantes.
¿Qué estábamos haciendo? ¿Merecía la pena?

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Hipnos
HorrorEl sueño forma parte ineludible de nuestra vida. Jugar con él puede ser peligroso.