Día 10

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     Como es normal, los primeros días fueron como la seda. Tranquilos y disfrutando de sus nuevas y ventajosas condiciones de vida, los tres sujetos se dedicaban a mirar películas o documentales, a escribir, leer, correr en la cinta o hablar con su robot. Periódicamente les sacábamos de sus apartamentos para hacerles pruebas psicotécnicas y de atención, para ir evaluando su progreso cognitivo. A partir del quinto día empezamos a notarlos apáticos y poco activos, casi melancólicos, pero al octavo volvían a hacer ejercicio y comer como si no lo hubiesen hecho en su vida.

     Fue Láquesis quien nos hizo preocuparnos el décimo día. Otra auxiliar y yo entrabamos en la sala de visionado de seguridad, donde se monitorizaba a los tres sujetos las veinticuatro horas del día, cuando encontramos a los dos técnicos riéndose a carcajadas, con lágrimas corriendo por sus mejillas. En la pantalla principal estaba Láquesis, de pie contra una de las paredes, golpeando su cabeza una y otra vez, despacio pero rítmicamente. Paré el festival de risas de los técnicos con un grito:

     —¡Vosotros! ¿Qué coño os pasa, os parece gracioso? Llamad ahora mismo a alguno de los doctores. —Los dos individuos se quedaron congelados y enderezaron las espaldas en sus sillas— ¿Cuánto tiempo lleva haciendo eso?

     —Solo unos minutos, señor. Íbamos a dar el aviso ahora mismo.

     Resultó que “unos pocos minutos” habían sido, en realidad, diecinueve. Láquesis no opuso resistencia  cuando le paramos y sacamos de la habitación para curarle la herida de la frente, más bien se dejó hacer, como un corderito manso. Tuvimos que vendarle totalmente la cabeza y limpiar el rastro de sangre que había dejado en la pared, pero cuando le devolvimos a su cuarto cogió el lector y se entretuvo durante horas ojeando revistas sobre animales. En ningún momento dijo nada, por mucho que le preguntamos por qué había hecho algo así.

     Después del “incidente” pasamos dos días de relativa tranquilidad. Los sujetos hacían su vida normal, Láquesis no mostró ningún intento más de autolesión. El Doctor Espino, los dos médicos que componían el equipo y la psicóloga de la instalación, se pasaban el día observando las cámaras y sus análisis hormonales, sin poder encontrar una explicación clara a lo que había pasado. El decimotercer día, Átropos se comió su lengua.

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