Avanzando por el pasillo pude oír, por las voces, que efectivamente estaban en la sala de seguridad. Con cuidado, deslizándome y bien pegado a la pared, me metí en la habitación que había justo antes de ésta. Era un pequeño salón-dormitorio que había permitido a los de seguridad estar cerca de la sala central cuando querían descansar un poco. Allí podían echarse una siesta, ver televisión o jugar a lo que les apeteciese. Estaba totalmente a oscuras, y la puerta estaba entreabierta, así que conseguí meterme sin hacer el menor ruido. Desde allí podía oír perfectamente todo lo que pasaba en la habitación de al lado.
Espino estaba explicándole a Átropos y Láquesis que la única forma de salir de la isla era conseguir que un helicóptero viniese a por ellos, que no había barcas, ni siquiera embarcadero. Y que, quedando solamente ellos tres en el complejo, él era el único que podía pedir ese helicóptero. Estaban discutiendo sobre eso cuando oí un jaleo tremendo y las luces del pasillo temblaron durante unos segundos.
—¡Serás hijo de puta! ¿Qué has hecho? —Oí gritar a Láquesis— ¡Aléjate de los cables, cabrón!
Se oyeron sillas caer al suelo, golpes y gritos de dolor de Espino.
—¿Has jodido todo, hijo de puta? ¿Te has cargado todo? —Láquesis gritaba como un poseso—. ¡Si nosotros no salimos de aquí tú tampoco! ¿Me entiendes? ¡Tú tampoco!
Oí un gran golpe sordo, y supe que Espino había caído al suelo, pero todavía le oí suplicar.
—¡No, no!, ¡Lo he destrozado todo para que no puedan ver ni oír lo que pasa en las instalaciones! La única forma de llamarles es con mi teléfono —Ahora sí que la desesperación que transmitía su voz era desgarradora, pero… pero yo sabía que lo que decía no era cierto.
No podíamos comunicar con la península con los teléfonos. No había cobertura. Por eso ninguno solíamos llevarlo, y nunca habíamos entendido porqué Espino lo cogía de vez en cuando. La única forma, la única, de conseguir ayuda era ponerse en contacto con la cárcel de la isla vecina, y eso sólo se podía hacer a través del arcaico sistema de comunicaciones que las instalaciones, al haber sido utilizadas por el cuerpo de seguridad, tenían. Si Espino había arrancado todos los cables de la sala de seguridad… estábamos incomunicados. Entonces ¿les mentía simplemente para ganar tiempo?
—El teléfono debe estar en… —tartamudeaba— en… en el apartamento de Cloto. Se me habrá caído allí cuando vosotros…
Láquesis no le dejó decir más. Oí otro grito de Espino y los pasos salieron de la sala de seguridad en dirección al ala de los apartamentos. Les dejé doblar la esquina y esperé hasta que los pasos ya no pudieron oírse. Luego me escurrí hasta la habitación ya vacía.
Efectivamente Espino había sacado todos los cables del sistema de comunicación con la cárcel. Mierda, yo no tenía ni idea de cómo iba todo aquello. Cables, chips biomecánicos, microfusibles… todo era un amasijo de colores sin sentido para mí. Observé que había sangre en el suelo, presumiblemente de Espino, y que las pantallas de seguridad que ocupaban una pared completa de la sala estaban encendidas, mostrando todas las estancias de la instalación. Pude ver el comedor, lleno de cadáveres, la sangre de los pasillos, los apartamentos de los sujetos… En ese momento Átropos, Láquesis y Espino entraban en el de Cloto. Activé instintivamente el sonido de aquella estancia, para poder oír lo que decían y, al hacerlo con éxito, la idea vino a mi mente: si podía activar el sonido, si podía controlar el apartamento como tantas veces habíamos hecho desde allí… También podía cerrar la puerta.
Una mirada a la pantalla me bastó para comprobar que los tres estaban ya dentro de la habitación que hacía de salón de apartamento y, sin pensarlo ni un instante, apreté el botón correspondiente y la puerta se cerró con un siseo eléctrico.
Cuando los tres se vieron atrapados, sus reacciones fueron muy distintas. Átropos empezó a aporrear e intentar acuchillar la puerta. No me preocupó mucho, porque tenía varias planchas metálicas, poco podía hacer con el cuchillo. El Doctor Espino se sentó en la cama que había pertenecido al desdichado Cloto, mirando las puertas y las cámaras alternativamente, con cara de no entender absolutamente nada. Láquesis fue el peor. Empezó a gritar como un poseso, dando patadas al mobiliario de la habitación. Volcó la mesa con lo que tendría que haber sido la cena de Cloto, recogiéndola del suelo y golpeándola una y otra vez contra una de las paredes. Rompió a puñetazos las dos pantallas que tenía la habitación, y uno de los dispositivos de juego y lectura que encontró en una de las estanterías. Tiró todo lo que éstas contenían, para después arrancar de cuajo las propias estanterías… Verlo en las pantallas era tremendo, era pura demencia e ira. Seguía gritando sin palabras, como un animal furioso, y el sonido mismo daba más miedo que cualquier cosa que pudiese romper.
Cuando no quedaron muebles por destrozar ni engendros técnicos por hacer añicos, decidió cargarse las cámaras. Una a una las arrancó con sus propias manos, dejándome algunas pantallas a oscuras. Pulsé algunos botones y cambié a las ocultas. Para que los sujetos se sintiesen seguros y vigilados al mismo tiempo, se habían puesto, en cada apartamento, unas cuantas cámaras perfectamente visibles, pero teniendo la malicia de dejar algunos ángulos muertos dentro de las habitaciones. Por supuesto, tras pocos días encerrados allí, los tres habían creído que en esos ángulos pasaban totalmente desapercibidos a nuestras miradas pero, precisamente ahí, había colocadas cámaras invisibles, insertadas en el propio material de la pared, que no dejaban escapar ningún movimiento de los habitantes de los apartamentos.
Cuando Láquesis creyó que nadie podía verle se volvió hacia Espino, encarándole:
—¿Quién ha cerrado las puertas? No queda nadie vivo… ¡DIME QUIÉN HA CERRADO LAS PUERTAS! —le gritó, a un centímetro de su cara.
Espino se contrajo. Por supuesto, no tenía ni idea de quién las había cerrado. Era imposible, no eran automáticas, dependían totalmente del personal encargado del experimento.
—Se habrán cerrado automáticamente —mintió—. En un rato volverán a abrirse, a la hora en que os tendríamos que haber traído el desayuno…
—Déjate de desayunos. Quiero salir de aquí. ¡Tú —gritó a Átropos—, deja de zurrar a la puta puerta! ¡No se va a abrir!
Átropos paró al instante, aunque por un momento pude ver en sus ojos una mirada rencorosa hacia su compañero. Después se dio la vuelta, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la puerta y empezó a acuchillar el suelo entre sus piernas.
—Tenéis que entender que no puedo hacer mucho —dijo Espino—. Ahí en el suelo está el teléfono que hemos venido a buscar, pero está roto. —Efectivamente, el teléfono, en el que yo me había fijado cuando inspeccioné la habitación de Cloto, estaba prácticamente partido por la mitad. —No nos queda más remedio que esperar a que se abra la puerta o alguien venga a por nosotros.
Láquesis se acercó de nuevo a él y le cruzó la cara con una gran bofetada que le hizo caer hacia atrás. Después levantó una de las sillas y se sentó en ella. Recogió la chuleta de ternera del suelo y empezó a comérsela, refunfuñando y sin dejar de mirar hacia todos lados.

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Hipnos
HorreurEl sueño forma parte ineludible de nuestra vida. Jugar con él puede ser peligroso.