No me estoy refiriendo a que intentase suicidarse tragándose su propia lengua, método usado infinidad de veces por soldados atrapados por el enemigo, espías descubiertos o personas con pocas opciones más. Átropos no parecía tener ninguna intención de suicidarse. Pero por lo visto no quería seguir teniendo lengua. O quizás, quien sabe, era un manjar mucho más apetecible que todas las recetas de primera calidad que nuestras cocineras le preparaban. El caso es que, sin un grito, sin un gesto de dolor, sacó su lengua todo lo que pudo, secó la saliva que la cubría con las manos, la rodeó con la tela de la camiseta que se acababa de quitar y tiró y tiró de ella hasta que, como pudimos oír más tarde en el video de seguridad, la arrancó con un sonido de desgarro y el gorgoteo de la sangre que inundaba su garganta. Después de tragar varias veces, y al parecer viendo que su boca y su garganta estaban mucho más libres ahora, desenvolvió la lengua de la ensangrentada camiseta y empezó a comérsela. Despacio, arrancando trozos sin delicadeza, masticándolos ensimismado y tragando con placer mientras la sangre goteaba ya de su barbilla y caía por el pecho.
Mientras uno de los guardias de la sala de visionado seguía vomitando sin pausa, de rodillas ya en el suelo, tres de sus compañeros entraban a la carrera en el apartamento de Átropos. No sé qué debieron de pensar aquellos tres energúmenos, si es que pensaron algo. Su prioridad debería haber sido atender inmediatamente al sujeto, cortar la hemorragia a toda costa y llevarlo a la enfermería lo antes posible. Pero el espectáculo era demasiado dantesco, demasiado sangriento, y la habitación estaba inundada del cobrizo olor de la sangre, que les hizo perder la conciencia de dónde y frente a quién estaban. Átropos no reaccionó a su entrada, ni siquiera levantó la mirada cuando irrumpieron empujándose los unos a los otros en la habitación. Sólo cuando uno de ellos, el más adelantado, le quitó el trozo de lengua que le quedaba entre las manos de un fuerte manotazo, observó sus dedos pringosos durante un instante y, como un resorte, se levantó y agarró el cuello del guardia con la mano izquierda, clavando sus uñas como garras en la garganta y perforando la piel del desdichado.
El segundo guardia en llegar, sin haber podido todavía ver qué estaba pasando, se encontró directamente con los ojos de Átropos clavados en los suyos, impasibles. “Ojos de muerto” pensó, mientras sentía cómo los dedos de la mano derecha del sujeto se hundían también en su cuello y le hacían cosquillas en la tráquea.
El tercer guardia tropezó con el pié de uno de sus compañeros dándose un gran golpe con la mesa en la frente. Afortunadamente para él, cuando Átropos dejó caer a los dos primeros, entre estertores y gorgoteos de sangre, luchando por respirar y contener las hemorragias de sus gargantas, ya estaba muerto.
Una de las auxiliares médicas, que estaba en el pasillo cuando los tres guardias abrieron la puerta del apartamento como locos, estaba al otro lado del dintel, observando todo el espectáculo con la mandíbula desencajada y los ojos redondos como lunas llenas. Al ver que Átropos giraba la vista hacia ella, con la cabeza caída entre los hombros, agachado como un depredador en busca de presas, la mandíbula inferior caída y chorreante de sangre, acertó a accionar el botón que la bloqueaba, consiguiendo, por breves milésimas de segundo, cerrarla antes de la llegada de aquel ser sangriento. Saltó hacia atrás al oír el golpe que dio al chocar contra la puerta y al golpearla con las manos una y otra vez con furia.
Tras la alarma general, los gritos, las carreras, las preguntas sin responder y todo el caos que se generó en la instalación, el Doctor Espino y otro médico decidieron llenar el apartamento de Átropos de gas paralizante para inmovilizarlo, entrar a recoger los cadáveres de los guardias y curar sus propias heridas. Cuando el gas consiguió paralizar sus músculos Átropos, que tras cansarse de aporrear la puerta había ignorado completamente los tres cadáveres y había acabado de comerse lo que le quedaba de lengua, se derrumbó en el suelo de la estancia, totalmente consciente pero incapaz de mover uno sólo de sus músculos. Observó con interés cómo sacamos los cuerpos en camillas y le transportábamos a él mismo a la enfermería. Por estar paralizado los médico no se atrevieron a hacerle un lavado de estómago, temiendo que se ahogase, así que se limitaron a lavarlo, proporcionarle antibióticos y cauterizar como pudieron la herida abierta en su garganta y boca.
Cuando, al día siguiente, le devolvimos a su apartamento, ya impoluto y sin señal de lo ocurrido, se limitó a leer libros infantiles y dibujar jirafas en todas las hojas de las libretas que le habíamos proporcionado. Jirafas sonrientes e infantiles. Jirafas.
Ningún psicólogo, doctor ni auxiliar pudimos formular una teoría convincente que explicase lo que había pasado. Vimos la grabación una y otra vez, intentamos encontrar en los días anteriores cualquier otro comportamiento violento o significativo de autolesión que Átropos hubiese podido mostrar y se nos hubiese pasado por alto, pero no encontramos nada. Después de aquello, siguió su día a día como si tal cosa, con la excepción de que ya no podía pasar el rato jugando con el karaoke que tenía en su apartamento y que tanto le había gustado hasta entonces. Claro, ahora que no tenía lengua lo de cantar se hacía complicado.
![](https://img.wattpad.com/cover/21432996-288-k900467.jpg)
ESTÁS LEYENDO
Hipnos
УжасыEl sueño forma parte ineludible de nuestra vida. Jugar con él puede ser peligroso.