El Pueblo de los Dormidos estaba rodeado por un muro de tres metros y custodiado a su vez por dos serenos, cada uno en su caseta. Parecía más una fortaleza que un cementerio. David aún no lograba concebir la existencia de semejante lugar. ¿Un pueblo entero dedicado a los muertos, donde sus pertenencias acumularían polvo durante décadas sin que nadie las tocara? Ridículo. Los habitantes de Gregorio Avero debían ser muy supersticiosos, o quizás estuvieran, a su manera, tan chiflados como aquellos hombres y mujeres cuyos restos descansaban al otro lado del muro.
Pero daba igual. En todo caso, a él le convenía, pues estaba a punto de aprovechar tan absurda situación.
Había examinado los alrededores del cementerio a lo largo del día anterior, buscando un punto débil por donde pudiera colarse. El muro era perfectamente sólido y liso, pero había un par de zonas fuera del campo visual de los serenos, y David no necesitaba más que un par de minutos para conseguir su objetivo. Además, la tormenta primaveral que se había estado gestando desde la muerte de Florencia no tardaría en producirse, facilitándole aún más las cosas.
Cuando las primeras gotas salpicaron el paisaje, los serenos se refugiaron en sus casetas y David sonrió. Ocultándose entre los árboles, el hombre se deslizó hasta el muro y desplegó la escalera de mano que había comprado esa misma tarde, apoyándola bien para que no resbalara. Unos segundos después estaba en lo alto del muro, que medía unos cuarenta centímetros de ancho. David levantó la escalera y la pasó al otro lado para descender.
Listo. Ya estaba adentro, y ninguno de los serenos se había dado cuenta. Levantándose la capucha para protegerse de la lluvia, David miró en derredor.
El Pueblo de los Dormidos parecía un estudio cinematográfico, con casas prefabricadas de madera que no daban sensación alguna de vida. Muchas de ellas tenían las persianas levantadas, como ojos abiertos pero vacíos. La lluvia repiqueteaba sobre los techos produciendo ese eco tan particular de las construcciones abandonadas.
Ahora, ¿por dónde debía empezar? Cada casa tenía una placa con el nombre de su cadavérico propietario, pero David no sabía dónde se hallaba la de su tía Flo.
Bah, daba igual. Podía llevarse lo que quisiera, ¿no? No tenía por qué limitarse a las joyas de Florencia; el pueblo entero estaba a su disposición. David se sintió de pronto como un crío goloso encerrado en una tienda de dulces.
Caminó hasta la casa más cercana y aferró el picaporte, que giró bajo su mano sin ofrecer resistencia. Luego cerró la puerta tras él y encendió una pequeña linterna, cuya luz detuvo en la primera estantería que llamó su atención. El hombre volvió a sonreír. Tenía frente a él unas costosas figuras de porcelana y otros adornos de alta calidad.
Era cierto, pues, que allí estaban las pertenencias de los difuntos tacaños. Excelente.
David se descolgó la mochila de los hombros, pero no tomó ninguna de las figuras de porcelana. Esas cosas eran caras a la hora de comprarlas pero no tanto a la hora de venderlas, y él necesitaba mucho efectivo lo más rápido posible. Tenía que encontrar joyas como las de su tía, o mejor aún, billetes. ¿Y dónde solían esconder los avaros sus joyas y su dinero? Cerca de ellos, por supuesto. Si los encargados del Pueblo de los Dormidos habían respetado la disposición original de los objetos, David tenía que dirigirse al dormitorio.
La casa tenía dos pisos, y el hombre subió las escaleras sin hacer ruido; no por miedo, sino por el instinto propio de un ladrón. No había nada que temer en aquel estúpido lugar.
El dormitorio estaba al final del pasillo, y había una cama de matrimonio en su interior, aunque sin sábanas. El colchón estaba envuelto en plástico, seguramente para protegerlo de la humedad. David comenzó a buscar en los armarios y los cajones.
Seguía lloviendo, y un trueno sacudió los cielos. David no se sobresaltó. Acababa de hallar un reloj de oro, y lo examinó bajo la linterna con una sonrisa de satisfacción.
Alguien tosió detrás de él.
Por un momento David se quedó paralizado donde estaba, pensando que lo habían descubierto y tratando de idear una manera de zafarse. Con las manos en alto se dio vuelta para enfrentar al sereno, que quizás le estuviera apuntando con una pistola... pero no había nadie más en la habitación.
David frunció el ceño. Luego se relajó. Aquella tos debía haber sido un crujido de la madera.
Entonces, a pesar de la lluvia, el hombre se percató de algo que le puso la piel de gallina: podía escuchar otra respiración además de la suya, y provenía de la cama, justo desde el sitio donde el colchón se hundía un poco... como si hubiera un cuerpo invisible sobre él.
El hombre retrocedió un paso y se golpeó la espalda contra el mueble. La depresión en el colchón cambió de lado y nuevamente se escuchó una tos, que David ya no pudo atribuir a los materiales de construcción.
Moviéndose con el mayor sigilo posible, y sintiendo que el corazón empezaba a retumbarle en el pecho, David escapó de la habitación y de la casa. La lluvia le azotó la cara apenas cruzó la puerta, gotas frías que se sentían como piedras de granizo. A pesar de eso, David permaneció un rato allí parado, esperando a que su respiración se normalizara.
—Los fantasmas no existen —murmuró—. Los fantasmas no existen.
Pero claro que no existían, y el hombre se reprendió por haberse dejado sugestionar. ¡Maldito viejo de la funeraria! Algo en su voz rasposa debía haberlo hipnotizado, plantando ideas en su cerebro.
Repuesto ya de la mala impresión, David guardó el reloj de oro en su mochila y decidió que, de todas maneras, no podía demorarse mucho en aquel lugar. Lo mejor sería buscar la casa de Florencia, donde el botín era seguro. Tomaría sus joyas y se largaría del cementerio antes de que acabara la tormenta.
Encontró la placa que decía “Florencia Rosales” cinco minutos después, y una vez más comprobó que la puerta no estaba atrancada. Ya en el interior de la casa, un relámpago le reveló la silueta del loro, que dormía en su jaula con la cabeza medio escondida bajo un ala. David sintió compasión por el animal: vaya forma de acabar su vida, recluido en la soledad de un cementerio. Además de tacaña, su tía Flo había sido muy egoísta por condenar así a su mascota.
Pero bueno, el destino de Ruperto no era asunto suyo. Él estaba ahí por negocios. Tal como en la casa anterior, se dirigió al dormitorio.
El colchón allí no mostraba hundimientos de ninguna clase, y David tampoco escuchó nada raro. Lo que era de esperarse, por supuesto, una vez controlada su galopante imaginación. Era gracioso cómo la mente podía jugarle a uno malas pasadas...
David encontró las joyas en un cofrecillo de madera labrada, y de inmediato agradeció el buen gusto del difunto señor Rosales: allí había suficiente oro para pagar la deuda, aunque vendiera todo a una tercera parte de su valor real. Bendito, bendito señor Rosales. David vació el contenido del cofre en su mochila y se dispuso a abandonar la casa y el Pueblo de los Dormidos.
Bajó las escaleras, atravesó el pasillo... y se detuvo en seco al ver a su tía Flo.
Ella estaba parada frente a la jaula de Ruperto, mirando al ave con expresión cariñosa y preocupada. El loro se había aplastado contra la pared opuesta, como si supiera que aquella mujer semitransparente no era del todo su querida dueña. Los pies de la anciana, descalzos, flotaban a unos centímetros del piso.
—¿Qué paaasa, Rupertito? —dijo Florencia con voz de ultratumba—. ¿Te ha asustado la tormeeenta?
El ave se apretó más contra la pared de la jaula. David, en cambio, no pudo reaccionar. No se atrevía a moverse por miedo a ser detectado, pero estaba expuesto ahí en medio del pasillo, y Florencia se encontraba entre él y la puerta. El hombre no sabía qué hacer.
El fantasma de su tía-abuela giró la cabeza y lo miró directo a los ojos.
—Daviiid —dijo con su escalofriante voz, enseñando a la vez una escalofriante sonrisa de dentadura postiza—. ¡Qué alegría de veeerte! Hacía tiempo que no venías a visitarme.
El hombre se orinó un poco en los pantalones. La anciana flotó hacia él, extendiendo los brazos como si fuera a abrazarlo, su camisón ondulando detrás de ella como gasas bajo el agua. Él pensó que le daría un ataque cardíaco cuando ella lo tocara, pero Florencia se detuvo a medio metro, frunció el ceño y dijo con tono de duda:
—No recuerdo haberte invitado a mi nueva casa. ¿Y qué haces aquí en medio de la noche, y con semejante clima?
David tardó en pronunciar una respuesta. Le costaba mover la lengua, que sentía como pegada al paladar.
—Yo... tuve... problemas con mi auto. Por eso... llegué aquí tan tarde.
—¡Aaahh! —dijo el fantasma, recuperando su tétrica expresión amable—. ¡Aaahh, eso lo explica todo! Pero muchacho, estás empapaaado. Vamos a la cocina, te prepararé una taza de té bien caliente. Mi amiga Emilia me regaló una caja de veinte sobrecitos, ¿no fue muy considerado de su parte? Tengo que presentártela algún día.
Florencia condujo a David hasta la cocina, empujándolo con su sola presencia. Él se sentó a la mesa, aún espantado, y vio cómo la anciana abría un grifo del que no salía agua y encendía una cocina eléctrica que seguramente no estaba enchufada. Florencia puso ahí la caldera vacía y luego tomó dos tazas, que colocó en la mesa como si todo aquello fuera lo más natural del mundo. El fantasma tomó asiento frente a David.
—Normalmente no estaría levantada a estas horas, pero me despertó un trueno y bajé para ver a mi Rupertito. No ha estado muy bien estos últimos dos días. Se comporta de manera extraña. Espero que no esté enfermo... ¿Tienes frío? Estás temblando, y te ves muy pááálido...
—M-me siento bien. Pero tal vez deba volver mañana. Tomaremos el té en otra ocas...
—¡Tonterííías! El agua hervirá pronto. Espera un minuto, ya te sirvo...
La mujer se levantó para buscar un saquito de té, que puso en la taza de David. Después quitó la caldera del hornillo. Mientras tanto, él se preguntó qué pasaría si se marchaba corriendo. ¿Lograría detenerlo el fantasma? Si podía mover objetos, quizás también pudiera...
El hombre apretó los párpados, sintiéndose mareado. Tenía que estar soñando. Nada de eso era posible; seguramente él se había quedado dormido en su auto, esperando que cayera la noche para entrar al...
—Tu té ya debe estar listo, David. ¿Por qué no lo pruebas?
Florencia cambió el saquito a su propia taza y contempló al hombre con impaciencia, tal vez a punto de ofenderse ante la descortesía. Temiendo lo que pudiera pasar si el fantasma se enojaba, David tomó la taza y se la llevó a los labios, fingiendo que bebía. La anciana sonrió.
—Espero que no esté demasiado caliente —dijo ella.
—No. Está... está bueno. Gracias, tía Flo.
—De nada. Deberías visitarme más a menudo, muchacho. Parece que mis parientes sólo vienen aquí cuando necesitan dinero. Pero tú no has venido a pedir nada, ¿verdaaad?
—N-no, tía Flo.
—Qué bien. Me molesta mucho cuando la gente hace eso.
David depositó la taza en el plato.
—Gracias por el té, tía Flo. Pero será mejor que me vaya ahora. Volveré mañana y me quedaré más tiempo, ¿de acuerdo?
—Oh, pero puedes quedarte aquí. Tengo una habitación para huéspedes...
—No, no, gracias. Ya alquilé un cuarto de hotel. Vendré mañana, ¿sí? Y... y te traeré unas flores.
La sonrisa de la anciana se ensanchó tanto que pareció extenderse hasta sus orejas, y David sintió náuseas. Si no se iba de ahí cuanto antes, gritaría.
—¡Me encantan las flooores! —exclamó el fantasma—. Está bien, nos vemos mañana. Te acompañaré hasta la puerta.
Resistiendo el impulso de correr, el hombre siguió a Florencia. Pronto estaría a salvo, pensó. Había conseguido no delatarse, y saldría de aquello sin un rasguño.
Florencia abrió la puerta y soltó una exclamación de sorpresa, porque había alguien de pie en la entrada. Era otro fantasma.
—Miiii relooooj —dijo el nuevo espectro, que parecía un hombre gordo de mediana edad con un pijama anticuado.
—Señor Álvarez, ¿qué hace aquí a estas horas? —le preguntó Florencia.
—Miiii relooooj —repitió el fantasma, y sus ojos empezaron a relucir con un fulgor amarillo. Miraba a David.
—Señor Álvarez, no sé de qué está hablando —continuó Florencia—. ¿Se le ha perdido algo?
El espectro negó con la cabeza y señaló a David. El resplandor de sus ojos no paraba de crecer, y su voz se tornó más sombría cuando dijo:
—Ladrón. ¡Ladrón! ¡LADRÓN!
Antes de que David pudiera hacer algo, sintió un golpe en el pecho que lo envió volando hacia atrás, hasta estrellarse contra una pared. La mochila se desprendió de su mano y cayó a un costado con un tintineo metálico, al tiempo que el pobre Ruperto lanzaba un chillido.
De cara al piso, David luchó por incorporarse. El espectro del señor Álvarez abrió la mochila y vació su precioso contenido en el sofá. El reloj y las joyas brillaron bajo la luz de un nuevo relámpago.
—Ladróóón —dijo el señor Álvarez.
—Ladróóón —repitió la tía Florencia, cuyos ojos también se habían encendido en amarillo. Ambos fantasmas se aproximaron a David, extendiendo sus manos con los dedos curvados a modo de garras.
—Permítanme explicarles... —empezó el hombre, pero los fantasmas lo interrumpieron.
—¡¡LADRÓÓÓNNN!!
David se levantó de un salto y corrió hacia la puerta abierta, pensando que si no lo lograba estaría perdido. Florencia se arrojó hacia él y lo agarró por la chaqueta con una fuerza increíble, pero sólo atrapó un pedazo de tela. David corrió bajo la lluvia pidiendo auxilio. Los serenos tenían que escucharlo, ellos lo salvarían. Detrás de él todavía se escuchaban los gritos acusatorios de los fantasmas, pero ya no eran dos voces sino muchas más, y cada vez se sumaban otras.
—¡¡LADRÓN!! ¡¡LADRÓN!! ¡¡LADRÓN!!
La escalera, ¿dónde había dejado la escalera? No la veía por ningún lado.
—¡Ayúdenme! —chilló David. ¿Por qué no acudían los serenos? ¡Los fantasmas no tardarían en alcanzarlo!
Por fin David halló la escalera y empezó a subirla a toda velocidad, aunque resbaló un par de veces por culpa de la lluvia. Ya casi estaba arriba. No creía que los fantasmas pudieran seguirlo fuera del muro, tenían que tener algún límite, alguna debilidad...
Pero nunca llegó a averiguarlo. Desde abajo, alguien tiró de la escalera hasta que se deslizó por el suelo mojado, y David se golpeó de nuevo contra el piso. Descubrió al levantarse que estaba rodeado por docenas de ojos amarillos, espectros que comenzaron a cerrarse sobre él como hienas sobre un animal herido.
—Ladrón. Ladrón. Ladrón —decían, y mientras tanto sus rostros cambiaban.
David gritó.
********************
Era otro día soleado en el Pueblo de los Dormidos, también llamado Pueblo de los Difuntos. Emilia Sotelo sacó la caldera del hornillo y vertió su inexistente contenido en ambas tazas. Sentada al otro lado de la mesa, Florencia sonreía. En plena luz casi parecía real, pero su transparencia oscilaba como si estuviera hecha de humo.
—¿Te dije que mi sobrino-nieto David vino aquí la otra noche? —dijo el fantasma.
—No, no me lo dijiste —respondió Emilia, pero ella ya lo sabía, aunque no hubiera visto personalmente el cadáver.
—Se portó muy mal. No vino a visitarme, sino a robar. Qué vergüenza. ¿Qué pasa con las personas hoy en día? Ya nadie respeta la propiedad ajena.
Emilia suspiró, sorbiendo aire de su taza vacía.
—Pero aquí los vecinos somos muy estrictos —continuó Florencia—, y nos unimos para darle su merecido. Ese desgraciado no volverá a robarle nada a nadie.
La lluvia, por suerte, había lavado las manchas de sangre en el muro, pensó Emilia. Muy poca gente se ofrecía para las tareas de mantenimiento en el Pueblo de los Dormidos, y a ella no le hubiera hecho gracia que le endilgaran esa limpieza en particular. Al fin y al cabo, no era su culpa que ese estúpido hubiera terminado así. Ella le había dicho que volviera a su casa.
De todas maneras, la joven no sentía lástima por él. ¿Una madre enferma? Qué mentiroso. Según la policía, lo que había tenido eran deudas de juego, y por eso sospechaban que su desaparición obedecía a un ajuste de cuentas.
—¿Te gusta mi juego de té? —preguntó Florencia.
—Perdón, ¿qué?
—Que si te gusta mi juego de té. Es que no le quitas la vista de encima...
El rostro de Florencia cambió de pronto. Fue muy sutil, pero Emilia llegó a ver un poco de lo que había debajo: ojos amarillos, facciones distorsionadas, fauces de pesadilla. La joven disimuló un estremecimiento.
—El juego de té es muy bonito, Flo. Pero sólo estaba distraída en mis pensamientos. Tus cosas son tus cosas.
El rostro de Florencia volvió a la normalidad... o lo que era normal para su nuevo estado. La anciana sonrió y dijo con dulzura:
—Tú nunca has venido a verme por interés. Es por eso que te quiero tanto.
—Yo también te quiero, Flo. Bueno, ya me tengo que ir.
—Sí, es tarde. ¿Le has puesto comida a mi Rupertito? Está algo raro últimamente, como si ya no me reconociera...
—Sí, ya le puse comida a Ruperto. No te preocupes por él, ya se le pasará. Y si no se le pasa, lo puedo llevar al veterinario.
—Gracias, querida.
De camino a la puerta, Emilia le echó un vistazo al loro. Aún parecía aterrorizado, pero ella no podía llevárselo a menos que su dueña renunciara a él, o Florencia saldría a buscarlo por toda la ciudad. Había ocurrido antes con otros habitantes del Pueblo de los Dormidos, y nadie en Gregorio Avero quería volver a pasar por eso. Desgraciadamente, el muro sólo detenía a los vivos.
—Hasta mañana, Flo —dijo Emilia, pero el fantasma ya había desaparecido, tal vez para ocuparse de otros asuntos del más allá.
La joven se encogió de hombros, cerró la puerta y emprendió el camino que la llevaría fuera del Pueblo de los Difuntos.
FIN
Gissel Escudero
http://elmundodegissel.blogspot.com/ (blog humorístico)
http://la-narradora.blogspot.com/ (blog literario)
¿Te ha gustado esta historia? ¡Prueba a leer mis novelas publicadas en Amazon!
HISTORIAS DEL DESIERTO (novela, fantasía)
SOMBRAS (novela corta, horror)
LA CANCIÓN DEL ÁGUILA (novela, fantasía)
EL DRAGÓN DE PIEDRA (novela corta, fantasía)
ESTÁS LEYENDO
El Pueblo de los Difuntos
HorrorDavid necesita dinero urgentemente, y la única a quien puede recurrir es su acaudalada, pero muy tacaña, tía-abuela Florencia. Sin embargo, ella acaba de cometer la descortesía de morirse en el peor momento posible, y encima ha desheredado a todos s...