Había sido un hermoso trayecto por la carretera, pero David Ortega apenas se fijó en eso, sumergido como estaba en sus preocupaciones. Por el momento sólo podía pensar en dos cosas: necesitaba dinero, mucho dinero, y su tía-abuela Florencia era la única que podía ayudarlo. Su tacaña tía-abuela Florencia. Aquello no iba a ser fácil.
La ciudad apareció ante él al final de una curva flanqueada de árboles: Gregorio Avero, una pequeña joya urbana en medio del campo. O más bien en medio de la nada, pensó David, hastiado ya de tanto verdor. En fin, por lo menos había cables eléctricos a la vista.
Disminuyó la velocidad al entrar en la ciudad, tratando de recordar por dónde quedaba la casa de su tía Flo. Hacía más de diez años que no la visitaba. En ese entonces no le había pedido dinero, pero igual estaba bastante seguro de que no le había caído bien a la anciana, quien parecía sospechar de cualquier halago. Ojalá hubiera mejorado en ese sentido, porque esta vez David no podía darse el lujo de volver a la capital con las manos vacías.
Por fin divisó la casa, o mejor dicho, la mansión de la tía Flo. Era una construcción de tres pisos, pintada de lila... y había como una docena de personas entrando y saliendo de ella.
David frunció el ceño mientras estacionaba su auto. ¿Qué rayos estaba pasando ahí? Entonces vio una mujer joven, vestida de negro y sosteniendo un pañuelo que usaba para secarse las lágrimas. El hombre sintió un nudo en el estómago.
—Ay, no —murmuró, y luego maldijo para sí. Justo ahora tenía que morirse la vieja? ¿No podía haber esperado un día más?
Quizás no estuviera todo perdido. David bajó de su auto y se dirigió a la casa, ajustando su corbata para dar la mejor impresión posible.
—Buenos días —saludó a la joven del pañuelo, quien levantó la mirada—. Me llamo David Ortega. Soy sobrino-nieto de la señora que vive en esta casa.
Al principio no hubo respuesta. La mujer parpadeó, enarcando un poco las cejas, y se sonó la nariz. Finalmente dijo:
—Oh. Oh, lo siento mucho. Es que... la señora estaba muy enferma del corazón, y falleció esta madrugada. Lamento su pérdida, señor.
David volvió a maldecir en silencio, pero fingió una expresión de tristeza.
—Gracias por las condolencias. Esto... la verdad es que me toma por sorpresa. Pobre tía, no imaginé que estuviera tan mal...
—Ha estado mal los últimos seis años.
—Ah. Ya. Bueno, tal vez no quería que yo lo supiera, porque nunca me lo dijo cuando hablamos por teléfono.
—Entiendo.
—¿Y usted quién es? —le preguntó David a la joven.
—Emilia. Emilia Sotelo. Yo era amiga de Florencia. Tomaba el té con ella todas las tardes, y estos últimos meses venía a cuidarla porque ya no podía levantarse de la cama.
—Le agradezco que haya cuidado a mi tía-abuela durante su enfermedad. Me hubiera gustado estar aquí, pero tenía obligaciones y...
—Por supuesto. Todos los parientes de Florencia tenían obligaciones. Excepto cuando venían a pedirle dinero.
David sintió que se ruborizaba. Estuvo a punto de soltar una réplica cortante, pero en lugar de eso bajó la voz y pretendió estar ofendido. Le salió bastante bien.
—Oiga, señorita, mi tía Flo acaba de morir. No me parece el momento adecuado para sermones. ¿Puedo entrar? Tuve que conducir varias horas para llegar hasta aquí, y estoy fatigado.
La joven se hizo a un lado. Ella también se había ruborizado, pero no se disculpó.
David entró a la casa. Se dio cuenta entonces de que aquello no era un velorio y las personas tampoco eran dolientes, a menos que eso implicara poner en cajas las pertenencias de la difunta.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el hombre—. ¿Y mi tía Flo? ¿Por qué están empacando sus cosas?
—El cuerpo de Florencia está en la funeraria —respondió Emilia—. La cremarán en unas horas. Todo en la casa será llevado a... a un depósito.
—¿A un depósito? ¿Dónde? Florencia tenía hermanos, ellos querrán...
—Florencia hizo un testamento, señor Ortega. Un testamento perfectamente legal. Lamento decirle esto también, pero ella no les dejó absolutamente nada a sus parientes.
—¿A qué se refiere con...?
—Me refiero a nada, señor Ortega. Ni dinero, ni objetos, ni propiedades. Su tía fue muy estricta en eso: no quería que ni un solo pariente se beneficiara de su muerte.
David se quedó sin habla. Mientras trataba de pensar en cómo sortear aquel nuevo obstáculo, un hombre pasó junto a él y Emilia cargando una enorme jaula donde había un loro igual de enorme.
—Ruperto quiere a Flo —dijo el ave. Debía saber que la anciana había muerto, porque su tono era de tristeza y tenía las plumas encrespadas.
—¿Qué hago con el pájaro? —preguntó el hombre que llevaba la jaula.
—Se va con el resto de las cosas —respondió Emilia. El hombre titubeó.
—¿Segura? Pero ¿quién va a darle de comer?
—Yo me encargaré de eso.
A David le extrañó la mirada del otro individuo, porque había sorpresa en sus ojos pero también algo muy parecido al horror, como si Emilia hubiera dicho que iba a cortarse las venas o algo así. Sin embargo, el hombre de la jaula no puso objeciones; sólo permaneció quieto unos segundos, masculló un “como quieras” y se marchó con el loro. Éste repitió su “Ruperto quiere a Flo” en el mismo tono melancólico.
La mujer fue hasta la mesa del teléfono, escribió algo en un papel y se lo pasó a David.
—Es la dirección de la funeraria —explicó ella—. El velorio será en una hora. Supongo que usted irá, ya que quería tanto a Florencia.
David no pasó por alto el sarcasmo, pero igual asintió. Emilia no dijo nada más y dejó solo al visitante, quien maldijo por tercera vez mientras las pertenencias de la tía Flo (¡su herencia, demonios!) desaparecían por la puerta con rumbo desconocido.
(Continuará...)
Gissel Escudero
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El Pueblo de los Difuntos
ЖахиDavid necesita dinero urgentemente, y la única a quien puede recurrir es su acaudalada, pero muy tacaña, tía-abuela Florencia. Sin embargo, ella acaba de cometer la descortesía de morirse en el peor momento posible, y encima ha desheredado a todos s...