Lucía le dijo a Olivia que habían venido a a la finca cafetalera por su padre. Melchor estaba orgulloso de ser ladino -no indio- y, gracias a él, Lucía iba a cosechar granos en los cafetales de Ciudad Vieja sólo una temporada y luego la ascenderían a secadora. El trabajo se volvería más fácil; eso le había prometido.

-Lucía, me lo vas a agradecer -le había dicho, embriagado de satisfacción, con un brillo en los ojos.

Le pidió que se imaginara: todas las mañanas iba a pasar un enorme rastrillo de madera por una pendiente de concreto sobre el nivel de la niebla, asegurándose de que los granos quedaran bien extendidos. Unas cuantas horas después, tendría que darles la vuelta con el mismo rastrillo, pero la mayor parte del tiempo se la pasaría sentada en una silla a la sombra de una ceiba viendo los granos secarse bajo el cielo despejado de octubre. Y cuando el sol fuera a ponerse, tendría que barrer los granos bajo un techo de lona para protegerlos de alguna lluvia inesperada en la noche. Eso le había prometido.

-Melchor era un tramposo y un mentiroso. Y fui una tonta al creerle.

Pasó ese primer año, Melchor desapareció y a Lucía no la ascendieron. El segundo año se embarazó de un caporal que entraba a su choza y gruñía. Eso basto para que Olivia y ella no tuvieran que ir a la cosecha de plátano.

-Tu papá nunca va a regresar por nosotras. Y si regresa, no va a querer saber nada de mí porque tuve el hijo de otro hombre -decía amargamente, refiriéndose a Guayito.

Esos primeros dos años de cosecha por poco las matan. Fue Olivia quien le dijo a su madre que tuviera un tercer hijo. Si lo planeaba bien, estaría embarazada durante la cosecha y no tendría que trabajar. Acostarse con los caporales era el único truco que tenían las jornaleras para zafarse del trabajo. ¿Y qué mejor que tener a todas las mujeres peleándose por ellos? Los caporales con gusto les hacían el favor.

El año próximo, Olivia sería considerada una adulta y tendría que llenar un sacó de setenta kilos ella sola. Y en pocos años más, cuando Guayito cumpliera cinco, empezaría a cosechar granos con jornalero. Y si Lucía tenía otro bebé, también sería jornalero. Era una simple cuestión de matemáticas.

Aunque Lucía había llegado a la finca sin marido, ese primer año no había querido acabar excluida por tratar de robarse alguno.  En la pequeña aldea de los peones, eso podría traer problemas. Por supuesto que a nadie le importaba. Si los peones se peleaban entre ellos, era menos probable que se unieran para protestar por sus condiciones de vida y de trabajo. Al patrón le gustaba que se pelearan. Para él, eran como chivos.

De hecho, eran chivos.

Los días de fiestas, cuando se sentaban en el comedor comunitario a beber atol de elote y comer tamalitos o chuchitos, las ancianas cakchiquel que aun vestían con sus trajes, reunían a todos los peones.
Les contaban historias de hace mucho...

Cuando los hombres trabajaban su propia parcela y las mujeres se quedaban en la casa tejiendo en telar de cintura, bordando telas coloridas y cuidando la casa y a los niños. Los domingos, los hombres se ponían su camisa y pantalones blancos, caites en los pies, y un sombrero de jipijapa para ir a la iglesia. Sus esposas se ponían sus huipiles más elegantes. Montones de copal ardían en los escalones de la iglesia y en platitos sobre las agujas de pino en el suelo. El cura se quejaba con Dios a nombre de su pueblo y los espíritus regresaban desde el inframundo para estar con sus familias. Ésta era su oportunidad de decirles a sus parientes si estaban a gusto en el cielo y si tenían suficiente de comer.

Cuando las mujeres cakchiquel contaban esta parte, Olivia se imaginaba esqueletos flotando por la iglesia. No lograba entender cómo hablaban los muertos si ya eran puro hueso y la lengua se les había caído hacía años.

Y después de la misa, todas las mujeres se quedaban a platicar. Los niños corrían por el atrio, jugando roña o molestando a los  perros callejeros, y los hombres se iban a la cantina y se emborrachaban. El domingo era el día en que las mujeres quedaban embarazadas, decían las ancianas, y les daba risa y se tapaban la boca son un pedazo de tela. A veces -por el alcohol-, sus maridos les pegaban. Pero de todas formas decían que era un modo de vida feliz.

Pero esos tiempos se acabaron. Los hombres perdieron sus parcelas ancestrales y empezaron a bajar en los cafetales, al lado de las mujeres. Para probarse a sí mismos que seguían siendo hombres, a menudo iban con las mujeres que les traían en un camión de redilas los viernes en la noche. Eso, los hombres que aún quedaban en los cafetales.
A veces aparecían soldados con rifles y reunían a los hombres. Muchos simplemente desaparecían. Sus esposas sospechaban que eran obligados a servir en el ejército. El patrón decía que el iba a averiguar qué había pasado con sus maridos, pero que lo más probable era que hubieran ido de voluntarios a pelear contra los guerrillos en las montañas de Zacapa. Pero el patrón nunca les informaba nada; le daba gusto que los hombres no estuvieran, así las mujeres trabajaban más duro y sin distracciones.
Ninguno lo decía, pero las mujeres pensaban: "¿Qué saben los indios de rifles y uniformes, de balas y guerrillas?". Nunca regresaban.

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⏰ Última actualización: Nov 13, 2018 ⏰

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