mayor. La humedad más alta. En cada parada, me decía que volver era una absoluta equivocación, pero me negaba a seguir mi propio consejo. El hospital estaba en las afueras de una pequeña ciudad universitaria de Nueva Inglaterra que poesía la misma cantidad de librerías que de pizzerías, restaurantes chinos o tiendas de ropa barata de estilo militar. Algunos negocios tenían, sin embargo, un carácter ligeramente iconoclasta, como la librería especializada en auto ayuda y crecimiento espiritual, en que el dependiente tras el mostrador tenía el aspecto de haberse leído todos los libros de los estantes sin haber encontrado ninguno que lo ayudase, o un bar de su shique parecía bastante desastrado, la clase de sitio donde era probable que el tipo que cortaba el pescado crudo se llamara rex y hablara con acento sureño o irlandés. El calor del día parecía emanar de las aceras, una calidez radiante como una estufa de una sola posición: temperatura infernal. Llevaba mi única camisa blanca desagradablemente pegada a la zona lumbar, y me habría aflojado la corbata si no hubiese tenido miedo de no poder recomponerme el nudo. Vestía mi único traje: un traje de lanilla azul para asistir a entierros, comprado de segunda mano en previsión de la muerte de mis padres,pero como ellos se obstinaban en conservar la vida, era la primera ocasión en que me lo ponía. No tenía ninguna duda de que sería un buen traje para que me enterraran con él ya que mantendría mis restos calientes en la tierra fría. Cuando llegué a la mitad de la colina en mi ascenso hacia los terrenos del hospital, ya juraba que sería la última vez que me lo pondría deliberadamente, por mucho que se enfureciesen mis hermanas cuando apareciera en el velatorio de nuestros padres en pantalones cortos y una camisa con un chillón estampado hawaiano. Pero ¿qué podrían decirme? Después de todo, soy el loco de la familia. Una excusa que justifica toda clase de comportamientos.Por una curiosa y espléndida ironía arquitectónica, el Hospital Estatal Western se erigía en lo alto de una colina con vistas al campus de una famosa universidad femenina. Los edificios del hospital imitaban lo del centro educativo, con mucha hiedra, ladrillos y marcos de ventana blancos en residencias rectangulares de tres y cuatro plantas, dispuestas alrededor de patios interiores con bancos y grupos de olmos. Siempre sospeché que ambos proyectos eran obra de los mismos arquitectos y que el contratista del hospital había burlado materiales a la universidad. Un cuervo que pasara volando habría supuesto que el hospital y la universidad eran más o menos la misma cosa. Sólo habría observado las diferencias si hubiese sido capaz de entrar en cada edificio.La línea de demarcación física era un camino asfaltado de un solo carril, desprovisto de acera, que serpenteaba por un lado de la colina, con una zona de equitación en el otro, donde los estudiantes más ricachones de entre los ya ricachones, ejercitaban sus caballos. La cuadra y los obstáculos seguían allí,donde estaban la última vez que los vi veinte años atrás. Una solitaria amazona describía círculos por el recinto bajo el sol veraniego y espoleaba a su caballo al enfilar a los obstáculos. Como una cinta de Móbius. Oí los resuellos fuertes del animal mientras se esforzaba en medio del calor y vi una larga coleta rubia que salía del casco negro de la amazona. Tenía la camisa empapada de sudor, y las ijadas del caballo relucían.Ambos parecían ajenos a la actividad que tenía lugar colina arriba. Seguí avanzando hacia una carpa de rayas amarillas que habían plantado al otro lado del alto muro de ladrillo con la verja del hospital. Un cartel rezaba INSCRIPCIÓN.Una mujer corpulenta y servicial situada tras una mesa me proporcionó una etiqueta con mi nombre y me la pegó en la chaqueta . También me proveyó de una carpeta que contenía copias de numerosos artículos de periódicos en los que se detallaban los proyectos de urbanización de los antiguos terrenos del hospital: bloques de pisos y casas de lujo porque las tierras tenían vistas al valle y el río. Eso me resultó extraño. Con todo el tiempo que había pasado allí, no recordaba haber visto la línea azul del río en la distancia. Aunque, por supuesto, podría haber creído que era una alucinación. También había una breve historia del hospital y algunas fotografías granuladas en blanco y negro de pacientes que recibían tratamiento o pasaban el rato en las salas de estar. Repasé esas fotografías en busca de rostros familiares,incluido el mío, pero no reconocí a nadie, aunque los reconocí a todos. Todos éramos iguales entonces.Arrastrábamos los pies con diversas cantidades de ropa y medicación.La carpeta contenía un programa de las actividades del día, y vi a varias personas que se dirigían hacia lo que, según recordaba, era el edificio de administración. La presentación prevista para esa hora estaba a cargo de un catedrático de historia y se titulaba «La importancia cultural del Hospital Estatal Western». Si tenemos en cuenta que los pacientes estábamos confinados en el recinto, y muy a menudo encerrados en las diversas unidades, me pregunté de qué podría hablar. Reconocí al lugarteniente del gobernador, que, rodeado de varios funcionarios, recibía a otros políticos estrechándoles la mano. Sonreía,pero yo no recordaba a nadie que hubiera sonreído cuando lo conducían a ese edificio. Era el sitio donde te llevaban primero, y donde te ingresaban. Al final del programa había una advertencia en letras mayúsculas que indicaba que varios edificios del hospital se encontraban en mal estado y era peligroso entrar en ellos.La advertencia conminaba a los visitantes a limitarse al edificio de administración y a los patios interiores por motivos de seguridad... continuara......