Oscuridad

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Ella no estaba segura si al despertar pudo abrir o no los ojos. Acurrucada sobre una pared húmeda y fría, sus primeras horas fueron como estar atrapada en la peor cárcel que puede existir: el propio cuerpo. Respiraba, escuchaba el latir de su corazón, pero prácticamente no podía mover ni un solo músculo del cuerpo, atrofiado y aletargado.

Y a veces la nada se rompía para dar paso a un paño mojado que humedecía sus labios, hidratándola, aliviándola.

El sitio estaba complemente a oscuras, no sabía cómo era de grande o la forma que tenía, pero era consciente de estar bajo tierra y de no estar sola. Quejidos, jadeos momentáneos, ruidos de cuerpos al arrastrarse; muchos estaban como ella, atrapados en ese lugar, presos de ellos mismos. La humedad y el frío los calaban hasta que pudieron acostumbrarse.

Y a veces, la nada se rompía para dar paso a un paño mojado que humedecía sus labios, le daba fuerzas.

Con el tiempo, uno que le pareció una eternidad pero que después resultaron ser más o menos un par de semanas, pudo ir ganando facultades. Notó como iba aumentando la fuerza, podía cambiar de postura, flexionar las rodillas, mover los dedos de las manos y de los pies; su boca cambió, sus dientes se volvieron afilados y sus colmillos punzantes, de hecho, hasta que se acostumbró fueron varias las ocasiones en las que se mordió a sí misma haciéndose sangre. Mejoró su oído, el tacto y su vista, poco a poco pudo ir apreciando formas y después colores, pudo ver que estaba en una especie de sótano con diez personas más, todos tirados en el suelo.

Finalmente pudo ver quien era o, mejor dicho, como se llamaba. Una chapa metálica de identificación colgaba de su cuello en una cadena, como la de los soldados en la guerra, con tres palabras escritas: Martina López Roldán.

VMPR: Segundo DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora