Luz

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Nerviosa, inquieta, su olfato la advirtió de que algo había cambiado desde que empezó a existir. A través de la única puerta oxidada del sótano le llegó un olor fresco distinto al hedor a cerrado, a cuerpos atrapados y a moho; después de eso llegaron los pasos, dos personas estaban descendiendo hasta allí. Nadie hizo ruido, nadie se movió, Martina podía apostar su brazo derecho a que todos estaban incluso conteniendo la respiración.

A pesar de la eternidad que llevaban ahí abajo, prácticamente nadie había hablado con nadie. Solo una vez el silencio fue roto por palabras, un susurro comenzó la única conversación:


—Tengo miedo. ¿Me estoy volviendo loco? —era una voz infantil, un llanto apagado, melancólico y lleno de resignación.

—Yo también, ¿qué hacemos aquí? —fue la única respuesta, alguien aparentemente más mayor, con un tono más profundo y grave—. No consigo recordar nada. ¿De qué me sirve tener un nombre colgado si no me aporta nada?

Ella comprendía la sensación, se encontraba en la misma situación que la segunda voz, y por el clima de pesar y opresión que se instaló, supo que todos creían lo mismo. Era duro no recordar nada y que toda tu vida fuera un tiempo imposible de medir, una penumbra que aislaba.

—Pero puedes acercarte a mí, no te haré nada —añadió después de una pausa, de nuevo, la persona de timbre grave.

—Gracias.


Después de eso, los ojos de Martina, que ya habían empezado a cambiar, notaron como los dos cuerpos se fueron arrastrando hasta quedarse juntos, el más grande envolviendo al más pequeño en un gesto que le encogió el corazón y le provocó un nudo en la garganta.

No hubo más palabras pues tampoco había nada más que decir. Sin embargo, si el silencio de allí estuvo a punto de volverla loca, nada se comparaba a la tensión de notar como las pisadas habían parado detrás de la puerta de metal. Después, un candado abriéndose y el chirrido de unas bisagras que se usaban poco.

Las personas que entraron se podían describir como altas, sus posturas eran firmes e iban vestidas de negro. Ambos eran hombres, de eso estaba segura, pero las capuchas que llevaban impedían saber mucho más. Del primero apreció como un puñado de cabello blanco caía revuelto sobre su frente y unos ojos fríos como el mercurio los taladraron a todos antes de hablar:

—Levantad todos, os espero fuera. Es hora de que todo comience.

Del segundo solo tenía la impresión de que estaba calvo, con una constitución mayor a la del primero, se mantuvo detrás, aguardando, como si desconfiara de ellos. Tras eso, se dieron la vuelta y ascendieron por las escaleras que llevaban fuera, dejando la vía abierta y libre para que las diez confundidas personas allí encerradas los siguieran, primero torpes, y después con más agilidad. Estaban deseando descubrir, saber, explorar y hacer uso de esos cuerpos que hasta ese momento habían sido una prisión.

Una vez fuera, los pulmones de Martina se expandieron llenos de gozo. Estaban en medio de un bosque denso y muy verde, la tierra estaba mojada y cada planta luchaba por ser más brillante y esplendida que las de su alrededor. La luna resplandecía llena en el cielo y esa luz, después de tanto tiempo bajo tierra, incomodó a sus ojos. Por primera vez pudo estudiar a placer a los demás que estaban con ella, viendo que eran seis hombres, tres mujeres y un niño, todos jóvenes. De hecho, el niño seguía agarrado a la figura del hombre que le había prometido que no lo dañaría. En general, había desconfianza hacia los encapuchados que los habían sacado de allí.

—Me llamo Noel y este es mi compañero Adrián, ambos os enseñaremos que hacer si queréis sobrevivir —se presentó el del cabello blanco—, los nombres que tenéis colgados es lo único que os pertenece, son vuestros, valoradlos y respetadlos. Lo primero que debéis hacer es recuperar las fuerzas, estáis débiles y si no os alimentáis os consumiréis a vosotros mismos. Más abajo, siguiendo ese camino —señaló un sendero entre la maleza— encontraréis lo que buscáis.

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⏰ Última actualización: Oct 17, 2021 ⏰

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