Abadía en el robledal

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*Basada en la pintura de Caspar David Friedrich, que lleva el mismo nombre.

La luna en lo alto me anuncia que ya es la hora de irme. Los monjes avanzan lentamente entre las tumbas, esperando mi retirada para cerrar el cementerio y dirigirnos al templo. Me despido nuevamente de mis compañeros y su trágica muerte, que fue en vano. La Tierra no se encuentra mejor y el Mal ronda cada vez con la cara más descubierta, metiendo sus oscuras torturas dentro de las personas que pueden haber sobrevivido.

Aún recuerdo todo de aquella batalla.

Aquel día en donde todo cambió, cuando la peor masacre de la historia se hubo cometido para poner fin a la batalla que hacía siglos se llevaba a cabo.

El tiempo me  es limitado, y mi historia de vida muy larga, tanto que no puedo recordar la mayor parte de ella, pero podría recordar hasta el más mínimo detalle de aquella terrible guerra que dejó como resultado la peor desgracia que el universo haya vivido.

Comencé a escribir, debajo de un roble enorme, junto a su tumba.

Todo comenzó una mañana de hace ya muchos años atrás, cuando el mundo era más puro y las personas mucho más agradables unas con otras. En mi antigua casa, que se encontraba frente al mar, en una ciudad pesquera de poca importancia.

El viento golpeaba las persianas de madera, que hacían un sonido sordo pero placentero para el oído. Mi esposa, la persona que más amé en toda mi larga vida, preparaba el desayuno en la pequeña y decolorada cocina. Ambos vivíamos una vida difícil pero éramos felices los dos juntos. Al ser pescador, toda nuestra dieta eran recetas a base de pescado, jugoso y fresco. Algunos días la pesca era muy escasa y muchos de los que trabajábamos allí volvíamos a nuestras casas sin nada en las manos con lo que satisfacer las pobres bocas de nuestras familias.

El pueblo donde vivíamos era muy pobre y todos vivíamos cerca del agua, que era nuestra fuente de ingresos y recursos. Los que tenían mayores condiciones económicas, vivían arriba de nosotros, sobre un pequeño monte situado luego de la enorme costa; allí también se encontraba un monasterio sagrado y su cementerio, donde por año se enterraban cientos de personas de pueblos cercanos allí. Mi hijo estaba ahí. Él había nacido con poca fuerza, el medico no le había dado más de tres días de vida; mi esposa y yo éramos muy creyentes, por lo que rezábamos día y noche por la salud de nuestro hijo. Pero todas las oraciones fueron en vano, murió luego de un mes, por causa de un resfriado común. Su cuerpo no lo pudo aguantar y su corazón se detuvo, al igual que el mío.

El dolor de la muerte jamás se va, le haces un espacio para que conviva con vos.

Me acerqué a la ventana para observar el mar, estaba tan calmado y azul que significaba problemas. El cielo y éste se unían en una fina y muy marcada línea, que parecía ser un infinito horizonte que llevaba a algo más que sólo agua, parecía un portal hacia el Cielo y el bienestar eterno. Una fresca brisa de verano me cruzó el rostro, estaba impregnada por olor a carnada y humedad, la peste me hizo fruncir la nariz y cerrar la ventana con un fuerte golpe.

–Se acerca una fuerte tormenta –comenté a mi esposa, que estaba poniendo el desayuno en nuestra endeble y vieja mesa.

– ¿Tienes que ir a trabajar, cierto? –contestó con cara de preocupación notable, mientras dejaba de hacer lo que hacía y me miraba directamente a los ojos.

–Sí.

–No deberías ir en estos días.

–Pero, si soy inmortal –dije, con una enorme sonrisa, de forma notablemente irónica. Sólo quería verla bien. Le saqué una sonrisa triste, la última que le vería.

Melancolía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora