CAPÍTULO 5.

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Había llegado por fin, en mi recorrido, a los estantes en que se hallaban loslibros de autores vivientes, de autores de uno y otro sexo; porque ahora hay casitantos libros escritos por mujeres como libros escritos por hombres. O, si esto noes del todo cierto todavía, si el varón sigue siendo el sexo locuaz, sí es cierto quelas mujeres ya no escriben exclusivamente novelas. Hay los libros de JaneHarrison sobre arqueología griega, los de Vernon Lee sobre estética, los deGertrude Bell sobre Persia. Hay libros sobre toda clase de temas que hace unageneración ninguna mujer hubiera podido tocar. Hay libros de poemas, y obrasde teatro, y libros de crítica; hay libros de historia y biografías, libros de viajes ylibros de alta erudición e investigación; hay incluso algunos libros de filosofía yalgunos de ciencias y economía. Y aunque las novelas predominan, también lasnovelas, posiblemente, han cambiado al codearse con libros de otras categorías.La simplicidad natural, la fase épica de la literatura femenina quizás hayatocado a su fin. La lectura y la crítica han abierto posiblemente a la mujernuevos horizontes, le han dado mayor sutileza. El impulso hacia laautobiografía quizá ya se haya consumido. Quizás ahora la mujer estáempezando a utilizar la escritura como un arte, no como un medio de autoexpresión.Entre estas nuevas novelas quizá se pueda encontrar respuesta avarias de estas preguntas.Tomé un libro al azar. Se encontraba al final del estante, se llamaba Laaventura de la vida o algo por el estilo, estaba escrito por Mary Carmichael yhabía salido este mismo mes de octubre. Parece ser su primer libro, me dije,pero debe leerse como si fuera el último volumen de una serie bastante larga, lacontinuación de todos los demás libros que había hojeado: los poemas de LadyWinchilsea, las obras teatrales de Aphra Behn y las novelas de las cuatrograndes novelistas. Porque los libros se siguen los unos a los otros, pese anuestra costumbre de juzgarlos separadamente. Y también debo considerarla aella -esta mujer desconocida- como la descendiente de todas estas mujeressobre cuya vida he echado una breve ojeada y ver cuáles de sus características y Virginia Woolf Una habitación propia59de las restricciones que les fueron impuestas ha heredado. Así, pues, con unsuspiro, porque tan a menudo las novelas constituyen un anodino más bien queun antídoto y nos hacen caer poco a poco en su sueño letárgico en lugar deexcitarnos como una tea encendida, me dispuse, provista de lápiz y cuaderno, ajuzgar la primera novela de Mary Carmichael, La aventura de la vida. Paraempezar, recorrí rápidamente la página de arriba abajo con la mirada. Voy afamiliarizarme primero con el ritmo de su frase, dije, antes de cargarme lamemoria de ojos azules y marrones y de la relación que une a Chloe y Roger. Yame quedará tiempo para esto cuando haya decidido si la autora tiene en lamano una pluma o un zapapico. Leí en voz alta una o dos frases. Pronto me dicuenta de que algo fallaba. El suave deslizarse de una frase tras otra seinterrumpía. Algo se rasgaba, algo arañaba; alguna palabra aislada encendía suantorcha ante mis ojos. La autora «se soltaba», como dicen en las viejascomedias. Parece una persona que frota una cerilla que no quiere encenderse,pensé. Pero ¿por qué no tienen las frases de Jane Austen la forma adecuadapara ti?, le pregunté como si hubiera estado presente. ¿Deben suprimirse todasporque Emma y Mr. Woodhouse están muertos? Lástima que así sea, suspiré.Pues así como Jane Austen boga de melodía en melodía como Mozart decanción en canción, leer esta escritura era como hallarse en la mar en una barcadescubierta. Ahora subíamos, ahora nos hundíamos. Esta concisión, estabrevedad, quizás indicaban que la autora estaba asustada de algo; asustada deque la llamaran sentimental, quizás; o quizá se acuerda de que el estilofemenino ha sido tachado de florido y añade espinas superfluas; pero hasta queno haya leído una escena con cuidado no podré estar segura de si es ella mismao trata de ser otra persona. En todo caso, no debilita la vitalidad del lector,pensé leyendo más atentamente. Pero acumula demasiados hechos. No podráutilizar ni la mitad en un libro de este tamaño. (Venía a ser la mitad de JaneEyre.) No obstante, se las arregló para embarcarnos a todos -Roger, Chloe,Tony y Mr. Bigham- en una canoa que subía el río. Espera un momento, dijereclinándome en la silla, debo considerar la cosa con más cuidado antes deproseguir.Estoy casi segura de que Mary Carmichael nos está haciendo una jugarreta.Porque siento lo que se siente en las montañas rusas cuando el vagón, en lugarde caer como se espera, de pronto gira y sube. Mary nos está descomponiendola serie de efectos esperada. Primero rompió la frase; ahora ha roto la secuencia.Muy bien, está en su pleno derecho de hacer ambas cosas, mientras no las hagacon la mera intención de romper, sino con la de crear. De cuál se trata no voy aestar segura hasta que no se haya enfrentado con una situación. La dejaré deltodo libre de escoger esta situación, dije; la puede fabricar con latas deconservas o viejos calderos, si quiere; pero debe convencerme de que cree quees una situación; y luego, cuando la haya fabricado, debe enfrentarse con ella.Debe dar el salto. Y, decidida a cumplir para con ella con mi deber de lectora siella cumplía para conmigo con su deber de escritora, volví la página y leí... Virginia Woolf Una habitación propia60Siento interrumpirme de modo tan abrupto. ¿No hay ningún hombre presente?¿Me prometéis que detrás de aquella cortina roja no se esconde la silueta de SirChartres Biron? ¿Me aseguráis que somos todas mujeres? Entonces, puedodeciros que las palabras que a continuación leí eran exactamente éstas: «AChloe le gustaba Olivia...» No os sobresaltéis. No os ruboricéis. Admitamos enla intimidad de nuestra propia sociedad que estas cosas ocurren a veces. Aveces a las mujeres les gustan las mujeres.«A Chloe le gustaba Olivia», leí. Y entonces me di cuenta de qué inmensocambio representaba aquello. Era quizá la primera vez que en un libro a Chloele gustaba Olivia. A Cleopatra no le gustaba Octavia. ¡Y qué diferente hubierasido Antonio y Cleopatra si le hubiese gustado! Tal como fue escrita la obra,pensé, dejando, lo admito, que mi pensamiento se apartase de La aventura de lavida, todo queda simplificado, absurdamente convencionalizado, si me atrevo adecir tal cosa. El único sentimiento que Octavia le inspira a Cleopatra son celos.¿Es más alta que yo? ¿Cómo se peina? La obra quizá no requería más. Pero quéinteresante hubiera sido si la relación entre las dos mujeres hubiera sido máscomplicada. Todas las relaciones entre mujeres, pensé recorriendo rápidamentela espléndida galería de figuras femeninas, son demasiado sencillas. Se handejado tantas cosas de lado, tantas cosas sin intentar. Y traté de recordar entretodas mis lecturas algún caso en que dos mujeres hubieran sido presentadascomo amigas. Se ha intentado vagamente en Diana of the Crossways.Naturalmente, hay las confidentes del teatro de Racine y de las tragediasgriegas. De vez en cuando hay madres e hijas Pero casi sin excepción sedescribe a la mujer desde el punto de vista de su relación con hombres. Eraextraño que, hasta Jane Austen, todos los personajes femeninos importantes dela literatura no sólo hubieran sido vistos exclusivamente por el otro sexo, sinodesde el punto de vista de su relación con el otro sexo. Y ésta es una parte tanpequeña de la vida de una mujer... Y qué poco puede un hombre saber siquierade esto observándolo a través de las gafas negras o rosadas que la sexualidad lecoloca sobre la nariz. De ahí, quizá, la naturaleza peculiar de la mujer en laliteratura; los sorprendentes extremos de su belleza y su horror; su alternarentre una bondad celestial y una depravación infernal. Porque así es cómo laveía un enamorado, según su amor crecía o menguaba, según era un amor felizo desgraciado. Esto no se aplica a las novelas del siglo diecinueve,naturalmente. La mujer adquiere entonces más matices, se hace complicada. Dehecho, quizá fue el deseo de escribir sobre las mujeres lo que impulsó a loshombres a abandonar gradualmente el teatro poético, que con su violenciapodía hacer poco uso de ellas, y a inventar la novela como receptáculo másadecuado. Aun así, es evidente, hasta en la obra de Proust, que a los hombresles cuesta mucho conocer a la mujer y la miran con parcialidad, tal como lesocurre a las mujeres con los hombres.Además, proseguí, volviendo de nuevo los ojos hacia la página, se estáviendo cada vez más claramente que las mujeres tienen, como los hombres, Virginia Woolf Una habitación propia61otros intereses, aparte de los intereses perennes de la domesticidad. «A Chloe legustaba Olivia. Compartían un laboratorio...» Seguí leyendo y descubrí queestas dos jóvenes se ocupaban de machacar hígado, que es, según parece, unacura para la anemia perniciosa; aunque una de ellas estaba casada y tenía -nocreo equivocarme- dos niños de corta edad. Ahora bien, todo esto antes setuvo que dejar de lado, naturalmente, y el espléndido retrato literario de lamujer resulta extremadamente sencillo y monótono. Supongamos, por ejemplo,que en la literatura se presentara a los hombres sólo como los amantes demujeres y nunca como los amigos de hombres, como soldados, pensadores,soñadores; ¡qué pocos papeles podrían desempeñar en las tragedias deShakespeare! ¡Cómo sufriría la literatura! Quizá nos quedase la mayor parte deOtelo y buena parte de Antonio; pero no tendríamos a César, ni a Bruto, ni aHamlet, ni a Lear, ni a Jaques. La literatura se empobrecería considerablemente,de igual modo que la ha empobrecido hasta un punto indescriptible el quetantas puertas les hayan sido cerradas a las mujeres. Casadas en contra de suvoluntad, forzadas a permanecer en una sola habitación, a hacer una únicatarea, ¿cómo hubiera podido un dramaturgo hacer de ellas una descripcióncompleta, interesante y verdadera? El amor era el único intérprete posible. Elpoeta se veía obligado a ser apasionado o amargo, a menos que decidiera «odiara las mujeres», lo que muy a menudo era señal de que tenía poco éxito con ellas.Ahora bien, si a Chloe le gusta Olivia y comparten un laboratorio, lo que ensí ya hará su amistad más variada y duradera, pues será menos personal; siMary Carmichael sabe escribir, y yo empezaba a saborear cierta calidad en suestilo; si cuenta con una habitación propia, de lo que no estoy del todo segura; sicuenta con quinientas libras al año -esto falta probarlo-, entonces creo que hasucedido algo muy importante.Porque si a Chloe le gusta Olivia y Mary Carmichael sabe expresarlo,encenderá una antorcha en esta gran cámara donde nadie ha penetrado todavía.Allí todo son medias luces y sombras profundas, como en estas cavernastortuosas en que uno avanza con una vela en la mano, escudriñando por todoslados, sin saber dónde pisa. Y me puse de nuevo a leer el libro y leí que Chloemiraba a Olivia colocar un tarro en un estante y decía que era hora de volver acasa, donde la esperaban los niños. Visión así jamás se ha visto desde queempezó el mundo, exclamé. Y yo también miré, con mucha curiosidad. Porquequería ver cómo se las arreglaba Mary Carmichael para captar estos gestosjamás plasmados, estas palabras jamás dichas o dichas a medias, que se forman,no más palpables que las sombras de las polillas en el techo, cuando las mujeresestán solas y no las ilumina la luz caprichosa y colorada del otro sexo. Paralograrlo tendrá que contener un momento la respiración, dije prosiguiendo milectura; porque las mujeres desconfían tanto de cualquier interés que nojustifiquen motivos muy visibles, están tan terriblemente acostumbradas a vivirescondidas y refrenadas que se esfuman a la primera ojeada observadora queles echan. El único medio, pensé, dirigiéndome a Mary Carmichael como si Virginia Woolf Una habitación propia62hubiera estado allí, sería hablar de alguna otra cosa, mirando fijamente por laventana, y anotar, no con un lápiz en un cuaderno, sino con la más breve de lastaquigrafías, con palabras que todavía no tienen sílabas, casi, lo que ocurrecuando Olivia -este organismo que ha estado aproximadamente un millón deaños bajo la sombra de la roca- queda expuesta a la luz y ve llegar hacia ellaun extraño manjar: el conocimiento, la aventura, el arte. Y alarga la mano paracogerlo, pensé, levantando de nuevo la vista del libro, y tiene que encontrar unacombinación enteramente nueva de sus recursos, tan altamente desarrolladospara otros fines, para incorporar lo nuevo a lo viejo sin perturbar el equilibrioinfinitamente complejo y sabio del total.Pero, ay de mí, había hecho lo que estaba decidida a no hacer: había caídosin pensar en la alabanza de mi propio sexo. «Altamente desarrollados,infinitamente complejos» eran, innegablemente, términos de alabanza, y elalabar al propio sexo es siempre sospechoso y a menudo tonto; además, en estecaso, ¿cómo justificarlo? No podía coger un mapa y decir que Colón habíadescubierto América y que Colón era una mujer; o tomar una manzana y decirque Newton había descubierto las leyes de la gravitación y que Newton era unamujer; o mirar el cielo y decir que pasaban unos aviones y que los avioneshabían sido inventados por una mujer. No hay ninguna marca en la pared quemida la altura exacta de las mujeres. No hay medidas con yardas limpiamentedivididas en pulgadas que permitan medir las cualidades de una buena madreo la devoción de una hija, la fidelidad de una hermana o la eficiencia de un amade casa. Son pocas, incluso hoy día, las mujeres que han sido valoradas en lasuniversidades; apenas se han sometido a las grandes pruebas de las profesioneslibres, del Ejército, de la Marina, del comercio, de la política y de la diplomacia.Siguen, todavía hoy día, casi sin clasificar. Pero si quiero saber cuánto puededecirme un ser humano sobre Sir Hawley Butts, por ejemplo, no tengo más queabrir los almanaques de Burke o Debrett y sabré que se graduó en tal y cualespecialidad, posee una propiedad, tiene un heredero, fue secretario de unajunta, representó a la Gran Bretaña en el Canadá y que se le han otorgado uncierto número de títulos, cargos, medallas y otras distinciones que imprimen enél de modo indeleble sus méritos. Sólo la Providencia puede saber más cosassobre Sir Hawley Butts.Por tanto, cuando digo «altamente desarrollados», «infinitamentecomplejos» refiriéndome a las mujeres, no puedo comprobar la exactitud de mispalabras en los almanaques de Whitaker o Debrett o el Almanaque de laUniversidad. ¿Qué hacer en tal situación? Y miré de nuevo los estantes. Habíalas biografías: Johnson, Goethe, Carlyle, Sterne, Cowper, Shelley, Voltaire,Browning y muchos más. Y me puse a pensar en todos aquellos grandeshombres que, por un motivo u otro, han admirado, suspirado por, vivido con,hecho confidencias a, hecho el amor a, escrito sobre, confiado en y dadomuestras de lo que sólo puede describirse como cierta necesidad y dependenciade algunas personas del sexo opuesto. Que todas estas relaciones fueran Virginia Woolf Una habitación propia63estrictamente platónicas no me atrevería a afirmarlo y Sir William JoynsonHicks probablemente lo negaría. Pero cometeríamos una injusticia muy grandehacia estos hombres ilustres insistiendo en que cuanto sacaron de estas alianzasfue consuelo, halago y placer físico. Lo que sacaron, es evidente, es algo que supropio sexo no podía darles; y quizá no fuera precipitado definirlo con másprecisión, absteniéndonos de citar las palabras sin duda ditirámbicas de lospoetas, como cierto estímulo, cierta renovación del poder creador que sólo elsexo opuesto tiene el don de proporcionar. El hombre abría la puerta del salón odel cuarto de los niños, pensé, y encontraba a la mujer rodeada de sus hijosquizás, o con un bordado en las manos, centro en todo caso de un orden y unsistema de vida diferentes, y el contraste entre este mundo y el suyo, que quizásera los tribunales o la Cámara de los Comunes, inmediatamente refrescaba sumente y le daba nuevo vigor; y sin duda se manifestaba, como es natural, aunen la charla más sencilla, tal diferencia de opiniones, que las ideas que en él sehabían secado eran de nuevo fertilizadas y el verla a ella crear en un ambientediferente del suyo debía vivificar de tal modo su poder creador queinsensiblemente su mente estéril empezaba de nuevo a discurrir y encontraba lafrase o la escena que le faltaba al ponerse el sombrero para ir a visitarla. CadaJohnson tiene su Mrs. Thrale y se aferra a ella por motivos de esta clase ycuando la Thrale se casa con su profesor de música italiano, Johnson se vuelveloco de rabia e indignación, no sólo porque echará de menos sus agradablesveladas en Streatham, sino porque será como si la luz de su vida «se hubieraapagado».Y sin ser el Dr. Johnson, Goethe, Carlyle o Voltaire, uno puede percibir,aunque de modo muy distinto de como la percibieron estos grandes hombres, lanaturaleza de este hecho complejo y el poder creador de esta facultad altamentedesarrollada en la mujer. Una mujer entra en una habitación... Pero los recursosdel idioma inglés serían duramente puestos a prueba y bandadas enteras depalabras tendrían que abrirse camino ilegítimamente a alazos en la existenciapara que la mujer pudiera decir lo que ocurre cuando ella entra en unahabitación. Las habitaciones difieren radicalmente: son tranquilas otempestuosas; dan al mar o, al contrario, a un patio de cárcel; en ellas hay lacolada colgada o palpitan los ópalos y las sedas; son duras como pelo de caballoo suaves como una pluma. Basta entrar en cualquier habitación de cualquiercalle para que esta fuerza sumamente compleja de la feminidad le dé a uno enla cara. ¿Cómo podría no ser así? Durante millones de años las mujeres hanestado sentadas en casa, y ahora las paredes mismas se hallan impregnadas deesta fuerza creadora, que ha sobrecargado de tal modo la capacidad de losladrillos y de la argamasa que forzosamente se engancha a las plumas, lospinceles, los negocios y la política. Pero este poder creador difiere mucho delpoder creador del hombre. Y debe concluirse que sería una lástima terrible quele pusieran trabas o lo desperdiciaran, porque es la conquista de muchos siglosde la más dura disciplina y no hay nada que lo pueda sustituir. Sería una Virginia Woolf Una habitación propia64lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran comolos hombres, o se parecieran físicamente a los hombres, porque dos sexos son yapocos, dada la vastedad y variedad del mundo; ¿cómo nos las arreglaríamos,pues, con uno solo? ¿No debería la educación buscar y fortalecer más bien lasdiferencias que no los puntos de semejanza? Porque ya nos parecemosdemasiado, y si un explorador volviera con la noticia de otros sexos atisbandopor entre las ramas de otros árboles bajo otros cielos, nada podría ser más útil ala Humanidad; y tendríamos además el inmenso placer de ver al profesor X ircorriendo a buscar sus cintas de medir para probar su «superioridad».Bastante atareada estará Mary Carmichael con sólo observar, pensé,flotando todavía a cierta distancia de la página. Por ello me temo que sienta latentación de convertirse en lo que es, en mi opinión, la rama menos interesantede la especie, la novelista naturalista, en lugar de la novelista contemplativa.Tiene ante los ojos tantos hechos nuevos que observar. No tendrá que limitarsemás a las casas respetables de la clase media acomodada. Entrará sinamabilidad ni condescendencia, pero con espíritu de camaradería, en estashabitaciones pequeñas y perfumadas donde están sentadas la cortesana, laprostituta o la dama con el perrito faldero. Todavía están allí, con los vestidostoscos y de confección que el escritor varón no tuvo más remedio que ponerles.Pero Mary Carmichael sacará las tijeras y se los ajustará a cada hueco y ángulo.Será un espectáculo curioso, cuando llegue, ver a todas estas mujeres tal comoson, pero debemos esperar un poco, porque todavía detendrá a MaryCarmichael aquella timidez en presencia del «pecado» que es el legado denuestra barbarie sexual. Todavía llevará en los pies las viejas cadenas depacotilla de la clase.Sin embargo, la mayoría de las mujeres no son ni prostitutas ni cortesanas;ni se pasan las tardes de verano acariciando perritos falderos sobre terciopelospolvorientos. Pero ¿qué hacen entonces? Y apareció ante los ojos de mi menteuna de estas largas calles de algún lugar al sur del río, cuyas infinitas hileras decasas contienen una población innumerable. Con los ojos de la imaginación vi auna dama muy anciana cruzando la calle del brazo de una mujer de mediaedad, su hija quizás, ambas tan respetablemente embotadas y cubiertas depieles que cada tarde el vestirse debía de ser un ritual y sin duda guardaban lostrajes en alcanfor año tras año en los armarios durante los meses de verano.Cruzan la calle cuando se encienden las lámparas (porque el atardecer es suhora favorita), como sin duda han venido haciendo año tras año. La másanciana raya en los ochenta; pero si alguien le preguntara qué ha significado suvida para ella diría que recuerda las calles iluminadas para celebrar la batalla deBalaclava, o que oyó los cañonazos disparados en Hyde Park con motivo delnacimiento del rey Eduardo II. Y si alguien le preguntara, ansioso de precisar elmomento con fecha y estación: «Pero ¿qué hacía usted el 5 de abril de 1868 o el2 de noviembre de 1875?», pondría una expresión vaga y diría que no seacuerda de nada. Porque todas las cenas están cocinadas, todos los platos y Virginia Woolf Una habitación propia65tazas lavados; los niños han sido enviados a la escuela y se han abierto caminoen el mundo. Nada queda de todo ello. Todo se ha desvanecido. Ni lasbiografías ni los libros de Historia lo mencionan. Y las novelas, sinproponérselo, mienten.Y todas estas vidas infinitamente oscuras todavía están por contar, dijedirigiéndome a Mary Carmichael como si hubiera estado allí; y seguí andandopor las calles de Londres sintiendo en imaginación la presión del mutismo, laacumulación de vidas sin contar: la de las mujeres paradas en las esquinas, conlos brazos en jarras y los anillos hundidos en sus dedos hinchados de grasa,hablando con gesticulaciones parecidas al ritmo de las palabras de Shakespeare,la de las violeteras, la de las vendedoras de cerillas, la de las viejas brujasestacionadas bajo los portales, o la de las muchachas que andan a la deriva ycuyo rostro señala, como oleadas de sol y nube, la cercanía de hombres ymujeres y las luces vacilantes de los escaparates. Todo esto lo tendrás queexplorar, le dije a Mary Carmichael, asiendo con fuerza tu antorcha. Por encimade todo, debes iluminar tu propia alma, sus profundidades y frivolidades, susvanidades y generosidades, y decir lo que significa para ti tu belleza y tufealdad, y cuál es tu relación con el mundo siempre cambiante y rodante de losguantes, y los zapatos, y los chismes que se balancean hacia arriba y hacia abajoentre tenues perfumes que se evaden de botellas de boticario y descienden porentre arcos de tela para vestidos hasta un suelo de mármol fingido. Porque enimaginación había entrado en una tienda; estaba pavimentada de negro yblanco; colgaban en ella, con un efecto de sorprendente belleza, cintas decolores. Mary Carmichael podría echar un vistazo a esta tienda al pasar, porqueera un espectáculo que se prestaba a la descripción tanto como una cumbrenevada o una garganta rocosa de los Andes. Y hay una muchacha detrás delmostrador; me gustaría más leer su historia verdadera que la centésimaquincuagésima vida de Napoleón o el septuagésimo estudio sobre Keats y suuso de la inversión miltoniana que el viejo Profesor Z y sus colegas estánescribiendo en este momento. Y luego procedí con cautela, de puntillas (tancobarde soy, tanto miedo tengo del látigo que una vez casi azotó también mishombros), a murmurar que también debería aprender a reírse, sin amargura, delas vanidades -digamos más bien peculiaridades, es palabra menos ofensiva-del otro sexo. Porque todos tenemos detrás de la cabeza un punto del tamañode un chelín que nosotros mismos no podemos ver. Es uno de los favores queun sexo podría hacerle al otro: el describir este punto del tamaño de un chelínque todos tenemos detrás de la cabeza. Pensad qué útiles les han sido a lasmujeres los comentarios de Juvenal, las críticas de Strindberg. ¡Recordad concuánta caridad y brillantez, desde los tiempos más antiguos, los hombres leshan indicado a las mujeres este punto oscuro que tienen detrás de la cabeza! Ysi Mary fuera muy valiente y muy honrada se colocaría detrás del otro sexo ynos diría qué ve allí. No se podrá pintar un auténtico retrato de conjunto delhombre hasta que una mujer no haya descrito este punto del tamaño de un Virginia Woolf Una habitación propia66chelín. Mr. Woodhouse y Mr. Casaubon son puntos de este tamaño y tipo. Noquiero decir, naturalmente, que nadie en sus cinco sentidos le aconsejase nuncaa Mary que se dedicase a burlarse o a ridiculizar, la literatura muestra lafutilidad de cuanto se ha escrito con este espíritu. Di la verdad, podríamossugerirle, y el resultado será forzosamente de un interés sorprendente.Forzosamente se enriquecerá la comedia. Forzosamente se descubrirán nuevoshechos.Sin embargo, iba siendo hora de que volviera a posar mis ojos en el libro.Más valdría, en lugar de especular sobre lo que Mary Carmichael podría ydebería escribir, ver qué escribía de hecho Mary Carmichael. Así es que mepuse de nuevo a leer. Recordé que tenía algunos reproches que hacerle. Habíaquebrado la frase de Jane Austen, negándome así la oportunidad de jactarme demi gusto impecable, de mi oído crítico. Porque de nada servía decir: «Sí, sí, todoesto es muy bonito; pero Jane Austen escribió mejor que tú», cuando tenía queadmitir que no había entre ellas el menor punto de semejanza. Luego, MaryCarmichael había ido más lejos y habría quebrado la secuencia, el ordenesperado. Quizá lo había hecho inconscientemente, limitándose a dar a las cosassu orden natural, como lo haría una mujer si escribiera como una mujer. Pero elefecto era un tanto desconcertante; no se podía ver cómo se acumulaba la ola,cómo aparecía la crisis a la vuelta de la esquina. No podía, pues, jactarme de laprofundidad de mis sentimientos ni de mi hondo conocimiento del corazónhumano. Porque cada vez que estaba a punto de sentir las cosas usuales en loslugares usuales, acerca del amor, de la muerte, la fastidiosa mujer tiraba de mí,como si el punto importante hubiera estado justo un poquito más lejos. Y así nome dejó desplegar mis frases sonoras sobre «sentimientos elementales», «la telade que estamos hechos», «las profundidades del corazón humano» y todasaquellas otras expresiones que apoyan nuestra creencia de que, por muyingeniosos que seamos por encima, por debajo somos muy serios, muyprofundos y muy humanos. Me hizo sentir, al contrario, que en lugar de serios,profundos y humanos, quizá seamos, simplemente -y este pensamiento eramucho menos seductor- mentalmente perezosos y por añadiduraconvencionales.Pero seguí leyendo y observé algunos hechos más. Mary Carmichael no era«un genio», esto era evidente. No tenía ni mucho menos el amor a laNaturaleza, la imaginación ardiente, la poesía salvaje, el ingenio brillante, lasabiduría meditativa de sus grandes predecesoras, Lady Winchilsea, CharlotteBrontë, Emily Brontë, Jane Austen y George Eliot; no sabía escribir con lamelodía y la dignidad de Dorothy Osborne; no era, realmente, más que unachica lista cuyos libros, sin duda alguna, los editores convertirían en pastadentro de diez años. No obstante, tenía ciertos puntos a su favor que mujerescon mucho más talento no poseían hace apenas medio siglo. A sus ojos, loshombres habían dejado de ser la «facción de la oposición»; no necesitaba perdertiempo prorrumpiendo en invectivas contra ellos; no necesitaba subirse al Virginia Woolf Una habitación propia67tejado y turbar la paz de su espíritu suspirando por viajes, experiencia y unconocimiento del mundo y de la gente que le era denegado. El temor y el odiohabían casi desaparecido o sólo se observaban trazas de ellos en una ligeraexageración de la alegría de la libertad, en una tendencia al comentario cáusticoo satírico, más que al romántico, cuando se refería al otro sexo. Tampoco cabíaduda de que, como novelista, poseía ciertas dotes de alta categoría. Tenía unasensibilidad muy amplia, ávida y libre, que reaccionaba prácticamente al toquemás imperceptible. Se recreaba, como una planta recién brotada, con cadavisión y sonido que le salía al paso. También se movía, de modo muy sutil ycurioso, por entre cosas desconocidas o nunca registradas; se encendía alcontacto de pequeñas cosas y mostraba que quizá no eran tan pequeñasdespués de todo. Sacaba a la luz cosas enterradas y le hacía a uno preguntarsequé necesidad había habido de enterrarlas. Pese a su brusquedad y a no serportadora inconsciente de una larga herencia, de esa clase de herencia que haceque la menor frase de un Thackeray o un Lamb sea una pura delicia al oído,había asimilado -empezaba yo a creer- la primera lección importante:escribía como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado que es unamujer, de modo que sus páginas estaban llenas de esta curiosa cualidad sexualque sólo se logra cuando el sexo es inconsciente de sí mismo.Todo esto estaba muy bien. Pero ni la abundancia de sus sensaciones, ni ladelicadeza de su percepción le valdrían para nada si no sabía construir con lopasajero y lo personal el edificio duradero que permanece en pie. Yo habíadicho que esperaría hasta que se enfrentase con «una situación». Entendía porahí hasta que me demostrase, llamándome, haciéndome señas y reuniéndoseconmigo, que no era una mera rozadora de superficies, sino que había miradodebajo, en las profundidades. Ha llegado la hora, se diría a sí misma en ciertomomento, de mostrar sin hacer nada violento el significado de todo esto. Yempezaría -¡qué inconfundible es esta aceleración!- a llamar y hacer señas, yse despertarían en nuestra memoria cosas medio olvidadas, quizá del todotriviales, aparecidas en otros capítulos y dejadas de lado. Y haría sentir lapresencia de estas cosas mientras alguien cosía o fumaba una pipa con la mayornaturalidad posible y a uno le parecería, a medida que ella iba escribiendo,como si hubiera ascendido a la cumbre del mundo y lo viera extendido, muymajestuosamente, a sus pies.En todo caso lo estaba intentando. Y mientras la miraba preparándose parala prueba, vi, pero esperé que ella no viera, a los obispos y los deanes, a losdoctores y los profesores, a los patriarcas y los pedagogos gritándole todosadvertencias y consejos. ¡No puedes hacer esto y no debes hacer aquello! ¡Sólolos «fellows» y los «scholars» pueden pisar la hierba! ¡No se admite a lasseñoras sin una carta de presentación! ¡Gráciles doncellas aspirantes anovelistas, por aquí! Así le gritaban, como la muchedumbre agolpada ante unavalla en una carrera de caballos, y su éxito dependía de que saltara la valla sinmirar a la derecha o a la izquierda. Si te paras para maldecir estás perdida, le Virginia Woolf Una habitación propia68dije; lo mismo si te paras para reír. Titubea o da un traspié y será el fin. Piensaen el salto, le imploré, como si hubiera apostado en ella todo mi dinero; y salvóel obstáculo como una gacela. Pero había otra valla después de ésta, y despuésotra. De si tendría la resistencia suficiente no estaba yo muy segura, pues laspalmadas y los gritos ponían los nervios de punta. Pero hizo lo que pudo.Teniendo en cuenta que Mary Carmichael no era un genio, sino una muchachadesconocida que escribía su primera novela en su salita-dormitorio, sin bastantecantidad de estas cosas deseables, tiempo, dinero y ocio, no salía mal de laprueba, pensé.Démosle otros cien años, concluí, leyendo el último capítulo -narices yhombros descubiertos se dibujaban desnudos contra un cielo estrellado, puesalguien había descorrido a medias las cortinas del salón-, démosle unahabitación propia y quinientas libras al año, dejémosle decir lo que quiera yomitir la mitad de lo que ahora pone en su libro y el día menos pensadoescribirá un libro mejor. Será una poetisa, dije, poniendo La aventura de la vida,de Mary Carmichael, al final del estante, dentro de otros cien años.

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