CAPÍTULO 3.

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Me decepcionaba no haber vuelto a casa por la noche con algunaafirmación importante, algún hecho auténtico. Las mujeres son más pobres quelos hombres por esto o aquello. Quizás ahora valdría más renunciar a ir enbusca de la verdad y recibir en la cabeza una avalancha de opiniones calientecomo la lava y descolorida como el agua de lavar platos. Sería mejor correr lascortinas, dejar afuera todas las distracciones, encender la lámpara, limitar labúsqueda y pedirle al historiador, que no registra opiniones, sino hechos, quedescribiera las condiciones en que habían vivido las mujeres, no en todas lasépocas pasadas, sino en Inglaterra en el tiempo de Isabel I, pongamos.Realmente, es un eterno misterio el porqué ninguna mujer escribió unapalabra de aquella literatura extraordinaria cuando un hombre de cada dos,parece, tenía disposición para la canción o el soneto. ¿En qué condiciones vivíanlas mujeres?, me pregunté; porque la novela, es decir, la obra de imaginación,no cae al suelo como un guijarro, como quizás ocurra con la ciencia. La obra deimaginación es como una tela de araña: está atada a la realidad, leve, muylevemente quizá, pero está atada a ella por las cuatro puntas. A veces la ataduraes apenas perceptible; las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen colgar,completas, por sí solas. Pero al estirar la tela por un lado, engancharla por unapunta, rasgarla por en medio, uno se acuerda de que estas telas de araña no lashilan en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de seres humanos quesufren y están ligadas a cosas groseramente materiales, como la salud, el dineroy las casas en que vivimos.Fui, pues, al estante donde guardaba los libros de Historia y cogí uno de losmás recientes, la Historia de Inglaterra del profesor Trevelyan. Una vez másbusqué Mujeres en el índice, encontré «posición de» y abrí el libro en la páginaindicada. «El pegar a su mujer -leí- era un derecho reconocido del hombre ylo practicaban sin avergonzarse tanto las clases altas como las bajas... De igualmodo -seguía diciendo el historiador- la hija que se negaba a casarse con elcaballero que sus padres habían elegido para ella» se exponía a que la Virginia Woolf Una habitación propia33encerraran bajo llave, le pegaran y la zarandearan por la habitación, sin que laopinión pública se escandalizara. El matrimonio no era una cuestión de afectopersonal, sino de avaricia familiar, en particular entre las clases altas de«caballeros»... El noviazgo a menudo se formalizaba cuando ambas partes sehallaban en la cuna y la boda se celebraba cuando apenas habían dejado susniñeras. Esto ocurría en 1470, poco después del tiempo de Chaucer. Lareferencia siguiente es sobre la posición de las mujeres unos doscientos añosmás tarde, en la época de los Estuardo. «Seguían siendo excepción las mujeresde la clase alta o media que elegían a sus propios maridos, y cuando el maridohabía sido asignado, era el amo y señor, cuando menos dentro de lo quepermitían la ley y la costumbre.» «A pesar de ello -concluye el profesorTrevelyan-, ni las mujeres de las obras de Shakespeare, ni las mencionadas enlas Memorias auténticas del siglo diecisiete como las Verneys y las Hutchinsons,parecen carecer de personalidad o carácter.» Desde luego, si nos paramos apensarlo, sin duda Cleopatra sabía ir sola; Lady Macbeth, se siente unoinclinado a suponer, tenía una voluntad propia; Rosalinda, concluye uno, debióde ser una muchacha atractiva. El profesor Trevelyan no dice más que la verdadcuando observa que las mujeres de las obras de Shakespeare no parecen carecerde personalidad ni de carácter. No siendo historiador, quizá podría uno ir unpoco más lejos y decir que las mujeres han ardido como faros en las obras detodos los poetas desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona,Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Gessida, Rosalinda, Desdémona, la duquesade Malfi entre los dramaturgos; luego, entre los prosistas, Millamant, Clarisa,Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes. Losnombres acuden en tropel a mi mente y no evocan mujeres que «carecían depersonalidad o carácter». En realidad, si la mujer no hubiera existido más queen las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una personaimportantísima; polifacética: heroica y mezquina, espléndida y sórdida,infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre,más según algunos.10 Pero ésta es la mujer de la literatura. En la realidad, como10 «Sigue constituyendo un hecho extraño y casi inexplicable que en la ciudad de Atenas,donde las mujeres llevaban una vida casi tan recluida como en Oriente, de odaliscas o esclavas,el teatro haya producido personajes como Clitemnestra y Casandra, Atosa y Antígona, Fedra yMedea y todas las demás heroínas que dominan todas las obras del "misógino" Eurípides. Perola paradoja de ese mundo, donde en la vida real una mujer respetable casi no podía mostrarsepor la calle y en cambio en las tablas la mujer igualaba o incluso sobrepasaba al hombre, nuncaha sido explicada de modo satisfactorio. En las tragedias modernas encontramos la mismapredominancia. En todo caso, basta un estudio muy rápido de la obra de Shakespeare (tambiénes el caso de Webster, aunque no el de Marlowe o Jonson) para advertir que persiste estapredominancia desde Rosalinda hasta Lady Macbeth. Lo mismo ocurre con el teatro de Racine;seis de sus tragedias llevan el nombre de sus heroínas; y ¿qué personajes masculinos de suteatro podemos comparar con Hermiona, Andrómaca, Berenice, Roxana, Fedra y Atalía? Igualpasa con Ibsen; ¿qué hombres podemos poner al lado de Solveig y Nora, Hedda e Hilda Wangely Rebecca West?» F. L. Lucas, Tragedy, págs. 114-115. Virginia Woolf Una habitación propia34señala el profesor Trevelyan, la encerraban bajo llave, le pegaban y lazarandeaban por la habitación.De todo esto emerge un ser muy extraño, mixto. En el terreno de laimaginación, tiene la mayor importancia; en la práctica, es totalmenteinsignificante. Reina en la poesía de punta a punta de libro; en la Historia casino aparece. En la literatura domina la vida de reyes y conquistadores; de hecho,era la esclava de cualquier joven cuyos padres le ponían a la fuerza un anillo enel dedo. Algunas de las palabras más inspiradas, de los pensamientos másprofundos salen en la literatura de sus labios; en la vida real, sabía apenas leer,apenas escribir y era propiedad de su marido.Era desde luego un monstruo extraño lo que resultaba de la lectura de loshistoriadores primero y de los poetas después: un gusano con alas de águila, elespíritu de la vida y la belleza en una cocina cortando sebo. Pero estosmonstruos, por mucho que diviertan la imaginación, carecen de existencia real.Lo que debe hacerse para que la mujer cobre vida es pensar al mismo tiempo entérminos poéticos y prosaicos, sin perder de vista los hechos -la mujer es Mrs.Martin, de treinta y seis años, va vestida de azul, lleva un sombrero negro yzapatos marrones-, pero sin perder de vista la literatura tampoco -la mujer esun recipiente donde fluyen y relampaguean perpetuamente toda clase deespíritus y fuerzas. Sin embargo, si se aplica este método a la mujer de la épocade Isabel I, una rama de la iluminación falla; le detiene a uno la escasez deconocimientos. No se sabe nada detallado, nada estrictamente verdadero ysólido sobre ella. La Historia escasamente la menciona. Y de nuevo acudí alprofesor Trevelyan para ver qué entendía él por Historia. Leyendo los títulos delos capítulos, vi que entendía:«El Tribunal del Señorío y los Métodos de Cultivo en Campo Abierto... LosCistercienses y la Cría de Corderos... Las Cruzadas... La Universidad... LaCámara de los Comunes... La Guerra de los Cien Años... Las Guerras de lasRosas... Los Humanistas del Renacimiento... La Disolución de los Monasterios...La Lucha Agraria y Religiosa... El Origen del Poder Marítimo de Inglaterra... LaArmada...», etcétera. De vez en cuando se menciona a alguna mujerdeterminada, alguna Elizabeth o alguna Mary; una reina o una gran dama. Perode ningún modo hubieran podido las mujeres de la clase media, sin más en suhaber que inteligencia y carácter, tomar parte en los grandes movimientos queconstituyen, reunidos, la visión que tiene el historiador del pasado. Tampoco laencontraremos en ninguna colección de anécdotas. Aubrey apenas la menciona.Ella apenas habla de su propia vida y raramente escribe un Diario; no existenmás que un puñado de sus cartas. No dejó obras de teatro ni poemas que nospermitan juzgarla. Lo que se necesita -¿y por qué no la reúne algunaestudiante de Newham o Girton?- es una masa de información: a qué edad secasaba la mujer; cuántos hijos solía tener; cómo era su casa; si tenía o no unahabitación para sí sola; si cocinaba ella misma; si era probable que tuviera unasirvienta. Todos estos hechos deben de encontrarse en alguna parte, me Virginia Woolf Una habitación propia35imagino, en los registros de las parroquias y los libros de cuentas; la vida de lamujer corriente de la época de Isabel I se encontraría dispersa en algún sitio, sialguien se quisiera molestar en reunir los datos y escribir un libro sobre estetema. Sería ambicioso a más no poder, pensé buscando en los estantes librosque no estaban allí, sugerir a las estudiantes de aquellos colegios famosos quereescribieran la Historia, aunque confieso que, tal como está escrita, a menudome parece un poco rara, irreal, desequilibrada; pero ¿por qué no podrían añadirun suplemento a la Historia, dándole, por ejemplo, un nombre muy discretopara que las mujeres pudieran figurar en él sin impropiedad? Se las entrevé uninstante en las vidas de los grandes hombres, desapareciendo en seguida en ladistancia, escondiendo a veces, creo, un guiño, una risa, quizás una lágrima. Y,después de todo, contamos con bastantes biografías de Jane Austen; pareceapenas necesario volver a estudiar la influencia de las tragedias de JoannaBaillie sobre la poesía de Edgar Allan Poe; y, en lo que a mí respecta, no meimportaría que cerraran al público durante un siglo al menos las casas quehabitó y visitó Mary Russel Mitford. Pero lo que encuentro deplorable, proseguípasando de nuevo revista por los estantes, es que no se sepa nada de la mujerantes del siglo dieciocho. No dispongo en mi mente de ningún modelo al quepueda considerar bajo todos sus aspectos. Pregunto por qué las mujeres noescribían poesía en la época de Isabel I y no estoy segura de cómo las educaban;de si les enseñaban a escribir; de si tenían salitas para su uso particular; no sécuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los veintiún años ni, resumiendo,lo que hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche. No tenían dinero,de esto no cabe duda; según el profesor Trevelyan, las casaban, les gustara o no,antes de que dejaran sus niñeras, a los quince o dieciséis años a lo más tardar.Hubiera sido sumamente raro que una mujer hubiese escrito de pronto, pese aesta situación, las obras de Shakespeare, concluí. Y pensé en aquel ancianocaballero, que ahora está muerto, pero que era un obispo, creo, y que declaróque era imposible que ninguna mujer del pasado, del presente o del porvenirtuviera el genio de Shakespeare. Escribió a los periódicos acerca de ello.También le dijo a una señora, que le pidió información, que los gatos, enrealidad, no van al paraíso, aunque tienen, añadió, almas de cierta clase.¡Cuántas cavilaciones le ahorraban a uno estos ancianos caballeros! ¡Cómoretrocedían, al acercarse ellos, las fronteras de la ignorancia! Los gatos no van alcielo. Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare.A pesar de todo no pude dejar de pensar, mirando las obras deShakespeare en el estante, que el obispo tenía razón cuando menos en esto: lehubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras deShakespeare en la época de Shakespeare. Dejadme imaginar, puesto que losdatos son tan difíciles de obtener, lo que hubiera ocurrido si Shakespearehubiera tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith,pongamos. Shakespeare, él, fue sin duda -su madre era una heredera- a laescuela secundaria, donde quizás aprendió el latín -Ovidio, Virgilio y Virginia Woolf Una habitación propia36Horacio- y los elementos de la gramática y la lógica. Era, es sabido, un chicoindómito que cazaba conejos en vedado, quizá mató algún ciervo y tuvo quecasarse, quizás algo más pronto de lo que hubiera decidido, con una mujer delvecindario que le dio un hijo un poco antes de lo debido. A raíz de estaaventura, marchó a Londres a buscar fortuna. Sentía, según parece, inclinaciónhacia el teatro; empezó cuidando caballos en la entrada de los artistas. Encontrómuy pronto trabajo en el teatro, tuvo éxito como actor, y vivió en el centro deluniverso, haciendo amistad con todo el mundo, practicando su arte en lastablas, ejercitando su ingenio en las calles y hallando incluso acceso al palaciode la reina. Entretanto, su dotadísima hermana, supongamos, se quedó en casa.Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia dever el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad deaprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio.De vez en cuando cogía un libro, uno de su hermano quizás, y leía unas cuantaspáginas. Pero entonces entraban sus padres y le decían que se zurciera lasmedias o vigilara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. Sinduda hablaban con firmeza, pero también con bondad, pues eran genteacomodada que conocía las condiciones de vida de las mujeres y querían a suhija; seguro que Judith era en realidad la niña de los ojos de su padre. Quizágarabateaba unas cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas,pero tenía buen cuidado de esconderlas o quemarlas. Pronto, sin embargo,antes de que cumpliera veinte años, planeaban casarla con el hijo de uncomerciante en lanas del vecindario. Gritó que esta boda le era odiosa y por estemotivo su padre le pegó con severidad. Luego paró de reñirla. Le rogó encambio que no le hiriera, que no le avergonzara con el motivo de esta boda. Ledaría un collar o unas bonitas enaguas, dijo; y había lágrimas en sus ojos.¿Cómo podía Judith desobedecerle? ¿Cómo podía romperle el corazón? Sólo lafuerza de su talento la empujó a ello. Hizo un paquetito con sus cosas, unanoche de verano se descolgó con una cuerda por la ventana de su habitación ytomó el camino de Londres. Aún no había cumplido los diecisiete años. Lospájaros que cantaban en los setos no sentían la música más que ella. Tenía unagran facilidad, el mismo talento que su hermano, para captar la musicalidad delas palabras. Igual que él, sentía inclinación al teatro. Se colocó junto a laentrada de los artistas; quería actuar, dijo. Los hombres le rieron a la cara. Eldirector -un hombre gordo con labios colgantes- soltó una risotada. Bramóalgo sobre perritos que bailaban y mujeres que actuaban. Ninguna mujer, dijo,podía en modo alguno ser actriz. Insinuó... ya suponéis qué. Judith no pudoaprender el oficio de su elección. ¿Podía siquiera ir a cenar a una taberna opasear por las calles a la medianoche? Sin embargo, ardía en ella el genio delarte, un genio ávido de alimentarse con abundancia del espectáculo de la vidade los hombres y las mujeres y del estudio de su modo de ser. Finalmente -pues era joven y se parecía curiosamente al poeta, con los mismos ojos grises ylas mismas cejas arqueadas-, finalmente Nick Greene, el actor-director, se Virginia Woolf Una habitación propia37apiadó de ella; se encontró encinta por obra de este caballero y -¿quién puedemedir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado enun cuerpo de mujer?- se mató una noche de invierno y yace enterrada en unaencrucijada donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del «Elephantand Castle».Ésta vendría a ser, creo, la historia de una mujer que en la época deShakespeare hubiera tenido el genio de Shakespeare. Pero por mi parte estoy deacuerdo con el difunto obispo, si es que era tal cosa: es impensable que unamujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época deShakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no florecen entre lostrabajadores, los incultos, los sirvientes. No florecieron en Inglaterra entre lossajones ni entre los britanos. No florecen hoy en las clases obreras. ¿Cómo, pues,hubieran podido florecer entre las mujeres, que empezaban a trabajar, según elprofesor Trevelyan, apenas fuera del cuidado de sus niñeras, que se veíanforzadas a ello por sus padres y el poder de la ley y las costumbres? Sinembargo, debe de haber existido un genio de alguna clase entre las mujeres, delmismo modo que debe de haber existido en las clases obreras. De vez encuando resplandece una Emily Brontë o un Robert Burns y revela su existencia.Pero nunca dejó su huella en el papel. Sin embargo, cuando leemos algo sobreuna bruja zambullida en agua, una mujer poseída de los demonios, una sabiamujer que vendía hierbas o incluso un hombre muy notable que tenía unamadre, nos hallamos, creo, sobre la pista de una novelista malograda, unapoetisa reprimida, alguna Jane Austen muda y desconocida, alguna EmilyBrontë que se machacó los sesos en los páramos o anduvo haciendo muecas porlas carreteras, enloquecida por la tortura en que su don la hacía vivir. Meaventuraría a decir que Anon, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era amenudo una mujer. Según sugiere, creo, Edward Fitzgerald, fue una mujerquien compuso las baladas y las canciones folklóricas, canturreándolas a susniños, entreteniéndose mientras hilaba o durante las largas noches de invierno.Quizás esto sea cierto, quizá sea falso -¿quién lo sabe?-, pero lo que sí mepareció a mí, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como mela había imaginado, definitivamente cierto, es que cualquier mujer nacida en elsiglo dieciséis con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado ohubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo,medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesitaser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada quehubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tantafrustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y lahubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrariosque hubiera perdido la salud y la razón. Ninguna muchacha hubiera podidomarchar a pie a Londres, colocarse junto a la entrada de los artistas y obtener atoda costa que la recibiera el actor-director sin que ello le representara una granviolencia y sin sufrir una angustia quizás irracional -pues es posible que la Virginia Woolf Una habitación propia38castidad sea un fetiche inventado por ciertas sociedades por algún motivodesconocido-, pero aun así inevitable. La castidad tenía entonces, sigueteniendo hoy día, una importancia religiosa en la vida de una mujer y se haenvuelto de tal modo de nervios e instintos que para liberarla y sacarla a la luzse requiere un coraje muy poco corriente. Vivir una vida libre en Londres en elsiglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía yteatro una tensión nerviosa y un dilema tales que posiblemente la hubiesenmatado. De haber sobrevivido, cuanto hubiese escrito hubiese sido retorcido ydeformado, al proceder de una imaginación tensa y mórbida. Y, sin dudaalguna, pensé mirando los estantes en que no había ninguna obra de teatroescrita por una mujer, no hubiera firmado sus obras. Este refugio lo hubieraindudablemente buscado. Un residuo del sentido de castidad es lo que dictó laanonimidad a las mujeres hasta fecha muy tardía del siglo diecinueve. CurrerBell, George Eliot, George Sand, víctimas todas ellas de una lucha interior comorevelan sus escritos, trataron sin éxito de velar su identidad tras un nombremasculino. Así honraron la convención, que el otro sexo no había implantado,pero sí liberalmente animado (la mayor gloria de una mujer es que no hablen deella, dijo Pericles, un hombre, él, del que se habló mucho) de que la publicidaden las mujeres es detestable. La anonimidad corre por sus venas. El deseo de irveladas todavía las posee. Ni siquiera ahora las preocupa tanto como a loshombres la salud de su fama y, hablando en general, pueden pasar cerca de unalápida funeraria o una señal de carretera sin sentir el deseo irresistible de grabaren ellos su nombre como Alf, Bert o Chas se ven forzados a hacer en obedienciaa su instinto, que les murmura cuando ve pasar a una bella mujer o a un simpleperro: Ce chien est à moi. Y, naturalmente, puede no ser un perro, penséacordándome de Parliament Square, la Sieges Allee y otras avenidas; puede serun trozo de tierra o un hombre con pelo negro y rizado. Una de las grandesventajas del ser mujer es el poder cruzarse en la calle hasta con una hermosanegra sin desear hacer de ella una inglesa.Esta mujer, pues, nacida en el siglo dieciséis con talento para la poesía erauna mujer desgraciada, una mujer en lucha contra sí misma. Todas lascircunstancias de su vida, todos sus propios instintos eran contrarios al estadomental que se necesita para liberar lo que se tiene en el cerebro. Pero ¿cuál es elestado mental más propicio al acto de creación?, me pregunté. ¿Puede unoformarse una idea del estado mental que favorece y hace posible esta extrañaactividad? Aquí abrí el volumen que contenía las tragedias de Shakespeare.¿Cuál era el estado mental de Shakespeare cuando escribió, por ejemplo, El ReyLear o Antonio y Cleopatra? Sin duda era el estado mental más favorable a lapoesía en que jamás nadie se ha hallado. Pero el propio Shakespeare nunca dijonada de su estado mental. Sólo sabemos por una feliz casualidad que «jamástachaba un verso». De hecho, el artista nunca dijo nada de su propio estadomental hasta el siglo dieciocho. Rousseau quizá fue el primero. En todo caso,allá por el siglo diecinueve la costumbre del autoanálisis se había generalizado Virginia Woolf Una habitación propia39de tal modo que los hombres de letras solían describir sus estados mentales enconfesiones y autobiografías. También se escribían sus vidas y después de sumuerte se publicaban sus cartas. Por tanto, aunque no sepamos por quéexperiencias pasó Shakespeare al escribir El Rey Lear, sí sabemos por cuálespasó Carlyle al escribir La revolución francesa y Flaubert al escribir MadameBovary, y qué tormentos sufrió Keats tratando de escribir poesía pese a lacercanía de la muerte y la indiferencia del mundo.Y así se da uno cuenta, gracias a esta abundantísima literatura moderna deconfesión y autoanálisis, que escribir una obra genial es casi una proeza de unaprodigiosa dificultad. Todo está en contra de la probabilidad de que salgaentera e intacta de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelenestar en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que ganar dinero; lasalud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estasdificultades y las hace más pesadas aún de soportar. El mundo no le pide a lagente que escriba poemas, novelas, ni libros de Historia; no los necesita. No leimporta nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyleverifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por loque no quiere. Y así el escritor -Keats, Flaubert, Carlyle- sufre, sobre tododurante los años creadores de la juventud, toda clase de perturbaciones ydesalientos. Una maldición, un grito de agonía sube de estos libros de análisis yconfesión. «Grandes poetas muertos en su tormento»: ésta es la carga que llevasu canción. Si algo sale a la luz a pesar de todo, es un milagro y es probable queni un solo libro nazca entero y sin deformidades, tal como fue concebido.Pero, para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultadeseran infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, yano digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensableaun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueranexcepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de labuena voluntad de su padre, sólo le alcanzaban para el vestir, estaba privada depequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennysono Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independienteque, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de sufamilia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran lasinmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros hanencontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia,sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe siquieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una risotada:«¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?» En este asunto las estudiantes depsicología de Newham y Girton podrían sernos de alguna ayuda, pensémirando de nuevo los estantes vacíos. Porque sin duda va siendo hora de quealguien mida el efecto del desaliento sobre la mente del artista, del mismomodo que he visto una compañía de productos lácteos medir el efecto de laleche corriente y de la leche de grado A sobre el cuerpo de la rata. Pusieron dos Virginia Woolf Una habitación propia40ratas juntas en una jaula y de las dos, una era furtiva, tímida y pequeña y la otralustrosa, resuelta y grande. Ahora bien, ¿qué les damos de comer a las mujeresartistas?, pregunté, acordándome, me imagino, de aquella cena a base deciruelas pasas y flan. Para contestar esta pregunta me bastó abrir el periódico dela noche y leer que Lord Birkenhead opina que... Pero, bien mirado, no me voya molestar en copiar lo que opina Lord Birkenhead de lo que escriben lasmujeres. Lo que dice el Deán Inge lo voy a dejar de lado. El especialista deHarley Street11 puede despertar si quiere los ecos de Harley Street con susvociferaciones, no levantará un solo pelo de mi cabeza. Citaré, sin embargo, aMr. Oscar Browning, porque Mr. Oscar Browning fue en un tiempo una granautoridad en Cambridge y solía examinar a las estudiantes de Girton yNewham. Mr. Oscar Browning dijo, según parece, que «la impresión que lequedaba en la mente tras corregir cualquier clase de exámenes era que, dejandode lado las notas que pudiera poner, la mujer más dotada era intelectualmenteinferior al hombre menos dotado». Tras decir esto, Mr. Browning volvió a sushabitaciones y -lo que sigue es lo que hace tomarle cariño y le convierte en unapersonalidad humana de cierta categoría y majestad- volvió, digo, a sushabitaciones y encontró a un mozo de establo acostado en su sofá: «un puroesqueleto; sus mejillas eran cavernosas y de color enfermizo, sus dientes negrosy no parecía poder valerse de sus miembros... "Es Arturo -dijo Mr.Browning-, un chico realmente encantador y muy inteligente"». Siempre meparece que estos dos cuadros se completan. Y, por suerte, en esta época debiografías, los dos cuadros a menudo se completan, efectivamente, y podemosinterpretar las opiniones de los grandes hombres basándonos no sólo en lo quedicen, sino también en lo que hacen.Pero si bien esto es posible ahora, semejantes opiniones salidas de los labiosde gente importante cincuenta años atrás debieron de sonar terribles.Supongamos que un padre, por los mejores motivos, no deseara que su hija semarchara de casa para ser escritora, pintora o dedicarse al estudio. «Ve lo quedice Mr. Oscar Browning», hubiera dicho; y Mr. Oscar Browning no era elúnico; había la Saturday Review; había Mr. Greg: «la esencia de la mujer -diceMr. Greg con énfasis- es que el hombre la mantiene y ella le sirve». Eran legión loshombres que opinaban que, intelectualmente, no podía esperarse nada de lasmujeres. Y aunque su padre no le leyera en voz alta estas opiniones, cualquierchica podía leerlas por su propia cuenta; y esta lectura, aun en el siglodiecinueve, debió de mermar su vitalidad y tener un profundo efecto sobre sutrabajo. Siempre estaría oyendo esta afirmación: «No puedes hacer esto, eresincapaz de lo otro», contra la que tenía que protestar, que debía refutar.Probablemente este germen no tiene ya mucho efecto en una novelista, porqueha habido mujeres novelistas de mérito. Pero para las pintoras sin duda sigue11 Harley Street: calle londinense donde tienen su consultorio numerosos médicosespecialistas de fama. Virginia Woolf Una habitación propia41teniendo cierta virulencia; y para las compositoras, me imagino, todavía hoy díadebe de ser activo y venenoso en extremo. La compositora se halla en lasituación de la actriz en la época de Shakespeare. Nick Greene, pensérecordando la historia que había inventado sobre la hermana de Shakespeare,dijo que una mujer que actuaba le hacía pensar en un perro que bailaba.Johnson repitió esta frase doscientos años más tarde refiriéndose a las mujeresque predicaban. Y aquí tenemos, dije, abriendo un libro sobre música, lasmismísimas palabras usadas de nuevo en este año de gracia de 1928, aplicadas alas mujeres que tratan de escribir música. «Acerca de Mlle. GermaineTailleferre, sólo se puede repetir la frase del Dr. Johnson acerca de laspredicadoras, trasladándola a términos musicales. Señor, una mujer quecompone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien,pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.»12 Con tal exactitud se repitela historia.Así, pues, concluí cerrando la biografía de Mr. Oscar Browning yempujando a un lado los demás libros, está bien claro que ni en el siglodiecinueve se alentaba a las mujeres a ser artistas. Al contrario, se las desairaba,insultaba, sermoneaba y exhortaba. La necesidad de hacer frente a esto, deprobar la falsedad de lo otro, debe de haber puesto su mente en tensión ymermado su vitalidad. Porque aquí nos acercamos de nuevo a este interesante yoscuro complejo masculino que ha tenido tanta influencia sobre el movimientofeminista; este deseo profundamente arraigado en el hombre no tanto de queella sea inferior, sino más bien de ser él superior, este complejo que no sólo lecoloca, mire uno por donde mire, a la cabeza de las artes, sino que le haceinterceptar también el camino de la política, incluso cuando el riesgo que correes infinitesimal y la peticionaria humilde y fiel. Hasta Lady Bessborough,recordé, pese a toda su pasión por la política, debe inclinarse humildemente yescribir a Lady Granville Leveson-Gower: «... pese a toda mi violencia enasuntos políticos y a lo mucho que charlo sobre este tema, estoy perfectamentede acuerdo con usted en que no corresponde a una mujer meterse en esto o encualquier otro asunto serio, salvo para dar su opinión (si se la piden)». Y pasa adar rienda suelta a su entusiasmo en un terreno donde no tropieza con ningúnobstáculo, el tema importantísimo del primer discurso de Lord Granville en laCámara de los Comunes. Es un espectáculo realmente raro, pensé. La historiade la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es másinteresante quizá que el relato de la emancipación misma. Podría escribirsesobre ello un libro divertido si alguna estudiante de Girton o Newham reunieraejemplos y dedujera una teoría; pero necesitaría gruesos guantes para cubrir susmanos y barras de oro solido para protegerse.Pero lo que hoy nos divierte, pensé cerrando el libro de Lady Bessborough,en un tiempo tuvo que tomarse desesperadamente en serio. Opiniones que12 Cecil Gray, A Survey of Contemporary Music, pág. 246. Virginia Woolf Una habitación propia42ahora uno pega en un cuaderno titulado «kikirikú» y guarda para leerlas aselectos auditorios una noche de verano, un día arrancaron lágrimas, os loaseguro. Muchas de vuestras abuelas, de vuestras bisabuelas, lloraron hastasaciarse. Florence Nightingale gritó de angustia.13 Además, os cuesta poco avosotras, que habéis logrado ir a la Universidad y contáis con salitasparticulares -¿o son sólo salitas-dormitorio?-, decir que el genio no debetener en cuenta esta clase de opiniones; que el genio debe estar por encima de loque dicen de él. Por desgracia, es precisamente a los hombres y mujeresgeniales a quienes más pesa lo que dicen de ellos. Pensad en Keats. Pensad enlas palabras que hizo grabar en su tumba. Pensad en Tennyson. Pensad... Perono necesito multiplicar los ejemplos del hecho innegable, por desafortunadoque sea, de que por naturaleza al artista le importa excesivamente lo que dicende él. Siembran la literatura los naufragios de hombres a quienes importaronmás de lo razonable las opiniones ajenas.Y esta susceptibilidad del artista es doblemente desafortunada, pensé,volviendo a mi encuesta original sobre el estado mental más propicio al trabajocreador, porque la mente del artista, para lograr realizar el esfuerzo prodigiosode liberar entera e intacta la obra que se halla en ella, debe ser incandescente,como la mente de Shakespeare, pensé, mirando el libro que estaba abierto enAntonio y Cleopatra. No debe haber obstáculos en ella, ningún cuerpo extrañoinconsumido.Porque aunque digamos que no sabemos nada del estado mental deShakespeare, al decir esto ya decimos algo del estado mental de Shakespeare. Sisabemos tan poco de Shakespeare -comparado con Donne, Ben Jonson oMilton- es porque nos esconde sus rencores, sus hostilidades, sus antipatías.No nos detiene ninguna «revelación» que nos recuerde al escritor. Todo deseode protestar, predicar, pregonar un insulto, sentar una cuenta, hacer al mundotestigo de una dificultad o una queja, todo esto ha ardido en su mente y se haconsumido. Su poesía mana, pues, de él libremente, sin obstáculos. Si algún serhumano ha logrado dar expresión completa a su obra, ha sido Shakespeare. Siha habido jamás alguna mente incandescente, que no conociera los obstáculos,pensé, mirando de nuevo los estantes, ha sido la mente de Shakespeare.

una habitación propia, virginia woolf. completaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora