El escenario, si tenéis la amabilidad de seguirme, ahora había cambiado.Las hojas seguían cayendo, pero ahora en Londres, no en Oxbridge; y os pidoque imaginéis una habitación como millares de otras, con una ventana quedaba, por encima de los sombreros de la gente, los camiones y los coches, aotras ventanas, y encima de la mesa de la habitación una hoja de papel enblanco, que llevaba el encabezamiento LAS MUJERES Y LA NOVELA escrito engrandes letras, pero nada más. La continuación inevitable de aquel almuerzo yaquella cena en Oxbridge parecía ser, desafortunadamente, una visita al BritishMuseum. Debía colar cuanto había de personal y accidental en todas aquellasimpresiones y llegar al fluido puro, al óleo esencial de la verdad. Porque aquellavisita a Oxbridge, y el almuerzo, y la cena habían levantado un torbellino depreguntas. ¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua? ¿Por qué eraun sexo tan próspero y el otro tan pobre? ¿Qué efecto tiene la pobreza sobre lanovela? ¿Qué condiciones son necesarias a la creación de obras de arte? Unmillar de preguntas se insinuaban a la vez. Pero necesitaba respuestas, nopreguntas; y las respuestas sólo podían encontrarse consultando a los que sabeny no tienen prejuicios, a los que se han elevado por encima de las peleasverbales y la confusión del cuerpo y han publicado el resultado de susrazonamientos e investigaciones en libros que ahora se encuentran en el BritishMuseum. Si no se puede encontrar la verdad en los estantes del BritishMuseum, ¿dónde, me pregunté tomando un cuaderno de apuntes y uVirginia Woolf Una habitación propia22de huéspedes de Bloomsbury. Como de costumbre, hombres con voz roncarecorrían las calles empujando carretones de plantas. Algunos gritaban, otroscantaban. Londres era como un taller. Londres era como una máquina. A todosnos empujaban hacia adelante y hacia atrás sobre esta base lisa para formar undibujo. El British Museum era un departamento más de la fábrica. Las puertasde golpe se abrían y cerraban y allí se quedaba uno en pie bajo el vasto domo,como si hubiera sido un pensamiento en aquella enorme frente calva que tanmagníficamente ciñe una guirnalda de nombres famosos. Se dirigía uno almostrador, tomaba una hoja de papel, abría un volumen del catálogo y..... Loscinco puntos suspensivos indican cinco minutos separados de estupefacción,sorpresa y asombro. ¿Tenéis alguna noción de cuántos libros se escriben al añosobre las mujeres? ¿Tenéis alguna noción de cuántos están escritos porhombres? ¿Os dais cuenta de que sois quizás el animal más discutido deluniverso? Yo había venido equipada con cuaderno y lápiz para pasarme lamañana leyendo, pensando que al final de la mañana habría transferido laverdad a mi cuaderno. Pero tendría yo que ser un rebaño de elefantes y unaselva llena de arañas, pensé recurriendo desesperadamente a los animales quetienen fama de vivir más años y tener más ojos, para llegar a leer todo esto.Necesitaría garras de acero y pico de bronce para penetrar esta cáscara. ¿Cómovoy a llegar nunca hasta los granos de verdad enterrados en esta masa depapel?, me pregunté, y me puse a recorrer con desesperación la larga lista detítulos. Hasta los títulos de los libros me hacían reflexionar. Era lógico que lasexualidad y su naturaleza atrajera a médicos y biólogos; pero lo sorprendentey difícil de explicar es que la sexualidad -es decir, las mujeres- también atraea agradables ensayistas, novelistas de pluma ligera, muchachos que han hechouna licencia, hombres que no han hecho ninguna licencia, hombres sin máscalificación aparente que la de no ser mujeres. Algunos de estos libros eran,superficialmente, frívolos y chistosos; pero, muchos, en cambio, eran serios yproféticos, morales y exhortadores. Bastaba leer los títulos para imaginar ainnumerables maestros de escuela, innumerables clérigos subidos a sus tarimasy púlpitos y hablando con una locuacidad que excedía de mucho la horausualmente otorgada a discursos sobre este tema. Era un fenómeno extrañísimoy en apariencia -llegada a este punto consulté la letra H- limitado al sexomasculino. Las mujeres no escriben libros sobre los hombres, hecho que nopude evitar acoger con alivio, porque si hubiera tenido que leer primero todo loque los hombres han escrito sobre las mujeres, luego todo lo que las mujereshubieran escrito sobre los hombres, el áleo que florece una vez cada cien añoshubiera florecido dos veces antes de que yo pudiera empezar a escribir. Así esque, haciendo una selección perfectamente arbitraria de una docena de libros,envié mis hojitas de papel a la cesta de alambre y aguardé en mi asiento, entrelos demás buscadores del óleo esencial de la verdad. ¿Cuál podía ser pues elmotivo de tan curiosa disparidad?, me pregunté, dibujando ruedas de carro enlas hojitas de papel provistas por el pagador de impuestos inglés para otros Virginia Woolf Una habitación propia23fines. ¿Por qué atraen las mujeres mucho más el interés de los hombres que loshombres el de las mujeres? Parecía un hecho muy curioso y mi mente seentretuvo tratando de imaginar la vida de los hombres que se pasaban eltiempo escribiendo libros sobre las mujeres; ¿eran viejos o jóvenes?, ¿casados osolteros?, ¿tenían la nariz roja o una joroba en la espalda? De todos modos,halagaba, vagamente, saberse el objeto de semejante atención, mientras noestuviera enteramente dispensada por cojos e inválidos. Así fui reflexionandohasta que todos estos frívolos pensamientos se vieron interrumpidos por unaavalancha de libros que cayó encima del mostrador enfrente de mí. Ahíempezaron mis dificultades. El estudiante que ha aprendido en Oxbridge ainvestigar sabe, no cabe duda, cómo conducir como buen pastor su pregunta,haciéndole evitar todas las distracciones, hasta que se mete en su respuestacomo un cordero en su redil. El estudiante que tenía al lado, por ejemplo, quecopiaba asiduamente fragmentos de un manual científico, extraía, estabasegura, pepitas de mineral puro cada diez minutos más o menos. Así loindicaban sus pequeños gruñidos de satisfacción. Pero si, por desgracia, no setiene una formación universitaria, la pregunta, lejos de ser conducida a su redil,brinca de un lado a otro, desordenadamente, como un rebaño asustadoperseguido por toda una jauría. Catedráticos, maestros de escuela, sociólogos,sacerdotes, novelistas, ensayistas, periodistas, hombres sin más calificación quela de no ser mujeres persiguieron mi simple y única pregunta -¿por qué sonpobres las mujeres?- hasta que se hubo convertido en cincuenta preguntas;hasta que las cincuenta preguntas se precipitaron alocadamente en la corrientey ésta se las llevó. Había garabateado notas en cada hoja de mi cuaderno. Paramostrar mi estado mental, voy a leeros unas cuantas; encabezaba cada página elsencillo título LAS MUJERES Y LA POBREZA escrito en mayúsculas, pero lo queseguía venía a ser algo así:Condición en la Edad Media de,Hábitos de............de las Islas Fidji,Adoradas como diosas por,Sentido moral más débil de,Idealismo de,Mayor rectitud de,Habitantes de las islas del Sur, edad de la pubertad entre,Atractivo de,Ofrecidas en sacrificio a,Tamaño pequeño del cerebro de,Subconsciente más profundo de,Menos pelo en el cuerpo de,Inferioridad mental, moral y física de,Amor a los niños de,Vida más larga de,Músculos más débiles de, Virginia Woolf Una habitación propia24Fuerza afectiva de,Vanidad de,Formación superior de,Opinión de Shakespeare sobre,Opinión de Lord Birkenhead sobre,Opinión del Deán Inge sobre,Opinión de La Bruyère sobre,Opinión del Dr. Johnson sobre,Opinión de Mr. Oscar Browning sobre,Aquí tomé aliento y añadí en el margen: ¿Por qué dice Samuel Butler: «Loshombres sensatos nunca dicen lo que piensan de las mujeres»? Los hombressensatos nunca hablan de otra cosa, por lo visto. Pero, proseguí, reclinándomeen mi asiento y mirando el vasto domo donde yo era un pensamiento único,pero acosado ahora por todos lados, lo triste es que todos los hombres sensatosno opinan lo mismo de las mujeres. Dice Pope:La mayoría de las mujeres carecen de carácter.Y dice La Bruyère:Les femmes sont extrêmes; elles sont meilleures ou pires que les hommes.Una contradicción directa entre dos observadores atentos que erancontemporáneos. ¿Se las puede educar o no? Napoleón pensaba que no. Eldoctor Johnson pensaba lo contrario.8 ¿Tienen alma o no la tienen? Algunossalvajes dicen que no tienen ninguna. Otros, al contrario, mantienen que lasmujeres son medio divinas y las adoran por este motivo.9 Algunos sabiossostienen que su inteligencia es más superficial; otros que su conciencia es másprofunda. Goethe las honró; Mussolini las desprecia. Mirara uno donde mirara,los hombres pensaban sobre las mujeres y sus pensamientos diferían. Eraimposible sacar nada en claro de todo aquello, decidí, echando una mirada deenvidia al lector vecino, que hacía limpios resúmenes, a menudo encabezadospor una A, una B o una C, en tanto que por mi cuaderno se amotinaban locosgarabateos de observaciones contradictorias. Era penoso, era asombroso, erahumillante. Se me había escurrido la verdad por entre los dedos. Se habíaescapado hasta la última gota.De ningún modo me podía ir a casa y pretender hacer una contribución8 «"Los hombres saben que no pueden competir con las mujeres y por tanto escogen a lasmás débiles o las más ignorantes. Si no pensaran así no temerían que las mujeres llegasen asaber tanto como ellos..." En justicia al sexo débil, la honradez más elemental me hacemanifestar que, en una conversación posterior, me dijo que había hablado en serio.» Boswell,The Journal of a Tour to the Hebrides.9 «Los antiguos germanos creían que había algo sagrado en las mujeres y por este motivolas consultaban como oráculos.» Fraser, Golden Bough. Virginia Woolf Una habitación propia25seria al estudio de las mujeres y la novela escribiendo que las mujeres tienenmenos pelo en el cuerpo que los hombres o que la edad de la pubertad entre lashabitantes de las islas del Sur es los nueve años. ¿O era los noventa? Hasta miletra, en su confusión, se había vuelto indescifrable. Era una vergüenza no tenernada más sólido o respetable que decir tras una mañana de trabajo. Y si nopodía encontrar la verdad sobre M (así es como, para abreviar, había dado enllamarla) en el pasado, ¿por qué molestarme en indagar sobre M en el futuro?Parecía una pérdida total de tiempo consultar a todos aquellos caballerosespecializados en el estudio de la mujer y de su efecto sobre lo que sea -lapolítica, los niños, los sueldos, la moralidad- por numerosos y entendidos quefueran. Mejor dejar sus libros cerrados.Pero mientras meditaba, había ido haciendo, en mi apatía, midesesperación, un dibujo en la parte de hoja donde, como mi vecino, hubieradebido estar escribiendo una conclusión. Había dibujado una cara, una silueta.Eran la cara y la silueta del Profesor Von X entretenido en escribir su obramonumental titulada La inferioridad mental, moral y física del sexo femenino. Noera, en mi dibujo, un hombre que hubiera atraído a las mujeres. Era corpulento;tenía una gran mandíbula y, para contrarrestar, ojos muy pequeños; tenía lacara muy roja. Su expresión sugería que trabajaba bajo el efecto de una emociónque le hacía clavar la pluma en el papel, como si hubiera estado aplastando uninsecto nocivo mientras escribía; pero cuando lo hubo matado todavía no se diopor satisfecho; tuvo que seguir matándolo; y aun así parecía quedarle algúnmotivo de cólera e irritación. ¿Se trataba quizá de su mujer?, me preguntémirando el dibujo. ¿Estaría enamorada de un oficial de caballería? ¿Era el oficialde caballería delgado y elegante e iba vestido de astracán? ¿Acaso se habíaburlado del profesor cuando se hallaba en la cuna, pensé adoptando la teoríafreudiana, alguna chica bonita? Porque ni en la cuna podía haber sido elprofesor un niño atractivo. Fuese cual fuese el motivo, el profesor aparecía enmi dibujo muy encolerizado y muy feo, ocupado en escribir su gran obra sobrela inferioridad mental, moral y física de las mujeres. Hacer dibujitos era unmodo ocioso de terminar una mañana de trabajo infructuosa. Sin embargo, es aveces en nuestro ocio, nuestros sueños, cuando la verdad sumergida sube a lasuperficie. Un esfuerzo psicológico muy elemental, al que no puedo dar eldigno nombre de psicoanálisis, me mostró, mirando mi cuaderno, que el dibujodel profesor era obra de la cólera. La cólera me había arrebatado el lápizmientras soñaba. Pero ¿qué hacía allí la cólera? Interés, confusión, diversión,aburrimiento, todas estas emociones se habían ido sucediendo durante eltranscurso de la mañana, las podía recordar y nombrar. ¿Acaso la cólera, laserpiente negra, se había estado escondiendo entre ellas? Sí, decía el dibujo, asíhabía sido. Me indicaba sin lugar a dudas el libro exacto, la frase exacta quehabía hostigado al demonio: era la afirmación del profesor sobre la inferioridadmental, moral y física de las mujeres. Mi corazón había dado un brinco. Mismejillas habían ardido. Me había ruborizado de cólera. No había nada de Virginia Woolf Una habitación propia26particularmente sorprendente en esta reacción, por tonta que fuera. A una no legusta que le digan que es inferior por naturaleza a un hombrecito -miré alestudiante que estaba a mi lado- que respira ruidosamente, usa corbata denudo fijo y lleva quince días sin afeitarse. Una tiene sus locas vanidades. Es lanaturaleza humana, medité, y me puse a dibujar ruedas de carro y círculossobre la cara del encolerizado profesor, hasta que pareció un arbusto ardiendo oun cometa llameante, en todo caso una imagen sin apariencia o significadohumano. Ahora el profesor no era más que un haz de leña que ardía en la cimade Hampstead Heath. Pronto estuvo explicada y eliminada mi propia cólera;pero quedó la curiosidad. ¿Cómo explicar la cólera de los profesores? ¿Por quéestaban furiosos? Porque cuando me puse a analizar la impresión que mehabían dejado aquellos libros, me pareció presente en todos un elemento deacaloramiento. Este acaloramiento tomaba formas muy diversas; se expresabaen sátira, en sentimiento, en curiosidad, en reprobación. Pero a menudo habíapresente otro elemento, que no pude identificar inmediatamente. Cólera, lollamé. Pero era una cólera que se había hecho subterránea y se había mezcladocon toda clase de otras emociones. A juzgar por sus extraños efectos, era unacólera disfrazada y compleja, no una cólera simple y declarada.Por algún motivo, todos aquellos libros, pensé pasando revista en la pilaque había en el mostrador, no me servían. Carecían de valor científico, quierodecir, aunque desde el punto de vista humano rebosaban cultura, interés,aburrimiento y relataban hechos la mar de curiosos sobre los hábitos de lashabitantes de las Islas Fidji. Habían sido escritos a la luz roja de la emoción, nobajo la luz blanca de la verdad. Por tanto debía devolverlos al mostrador centraly cada uno debía ser restituido a la celdilla que le correspondía en el enormepanal. Cuanto había rescatado de aquella mañana de trabajo era aquel hecho dela cólera. Los profesores -hacía con todos ellos un solo paquete- estabanfuriosos. Pero ¿por qué?, me pregunté después de devolver los libros. ¿Porqué?, repetí en pie bajo la columnata, entre las palomas y las canoasprehistóricas. ¿Por qué están furiosos? Y haciéndome esta pregunta me fuidespacio en busca de un sitio donde almorzar. ¿Cuál es la verdadera naturalezade lo que llamo de momento su cólera? Tenía allí un rompecabezas que tardaríaen resolver el rato que tardan en servirle a uno en un pequeño restaurante delas cercanías del British Museum. El cliente anterior había dejado en una silla laedición del mediodía del periódico de la noche y, mientras esperaba que mesirvieran, me puse a leer distraídamente los titulares. Un renglón de letras muygrandes iba de una punta a otra de página. Alguien había alcanzado unapuntuación muy alta en Sudáfrica. Titulares menores anunciaban que SirAusten Chamberlain se hallaba en Ginebra. Se había encontrado en una bodegaun hacha de cortar carne con cabello humano pegado. El juez X... habíacomentado en el Tribunal de Divorcios la desvergüenza de las Mujeres.Desparramadas por el periódico había otras noticias. Habían descendido a unaactriz de cine desde lo alto de un pico de California y la habían suspendido en Virginia Woolf Una habitación propia27el aire. Iba a haber niebla. Ni el más fugaz visitante de este planeta que cogierael periódico, pensé, podría dejar de ver, aun con este testimonio desperdigado,que Inglaterra se hallaba bajo un patriarcado. Nadie en sus cinco sentidospodría dejar de detectar la dominación del profesor. Suyos eran el poder, eldinero y la influencia. Era el propietario del periódico, y su director, y susubdirector. Era el ministro de Asuntos Exteriores y el juez. Era el jugador decriquet; era el propietario de los caballos de carreras y de los yates. Era eldirector de la compañía que paga el doscientos por ciento a sus accionistas.Dejaba millones a sociedades caritativas y colegios que él mismo dirigía. Era élquien suspendía en el aire a la actriz de cine. Él decidiría si el cabello pegado alhacha era humano; él absolvería o condenaría al asesino, él le colgaría o ledejaría en libertad. Exceptuando la niebla, parecía controlarlo todo. Y, sinembargo, estaba furioso. Me había indicado que estaba furioso el signosiguiente: al leer lo que escribía sobre las mujeres, yo no había pensado en loque decía, sino en él personalmente. Cuando un razonador razonadesapasionadamente, piensa sólo en su razonamiento y el lector no puede pormenos de pensar también en el razonamiento. Si el profesor hubiera escritosobre las mujeres de modo desapasionado, si se hubiera valido de pruebasirrefutables para establecer su razonamiento y no hubiera dado la menor señalde desear que el resultado fuera éste de preferencia a aquél, tampoco el lector sehubiera sentido furioso. Hubiera aceptado el hecho, como uno acepta el hechode que los guisantes son verdes o los canarios amarillos. Así sea, hubiera dichoyo. Pero me había sentido furiosa porque él estaba furioso. Y, sin embargo,parecía absurdo, pensé hojeando el periódico de la noche, que un hombre consemejante poder estuviese furioso. ¿O acaso la cólera, me pregunté, es elduendecillo familiar, el ayudante del poder? Los ricos, por ejemplo, a menudoestán furiosos porque sospechan que los pobres quieren apoderarse de susriquezas. Los profesores o patriarcas, para darles un nombre más exacto, quizásestén en parte furiosos por este motivo; pero en parte lo están por otro, que seadvierte en la superficie pero de modo menos evidente. Posiblemente, noestaban «furiosos» en absoluto; sin duda, más de uno era en sus relacionesprivadas un hombre capaz de admiración, leal, ejemplar. Posiblemente, cuandoel profesor insistía con demasiado énfasis sobre la inferioridad de las mujeres,no era la inferioridad de éstas lo que le preocupaba, sino su propiasuperioridad. Era esto lo que protegía un tanto acaloradamente y condemasiada insistencia, porque para él era una joya del precio más incalculable.Para ambos sexos -y los miré pasar por la acera dándose codazos- la vida esardua, difícil, una lucha perpetua. Requiere un coraje y una fuerza de gigante.Más que nada, viviendo como vivimos de la ilusión, quizá lo más importantepara nosotros sea la confianza en nosotros mismos. Sin esta confianza somoscomo bebés en la cuna. Y ¿cómo engendrar lo más de prisa posible estacualidad imponderable y no obstante tan valiosa? Pensando que los demás soninferiores a nosotros. Creyendo que tenemos sobre la demás gente una Virginia Woolf Una habitación propia28superioridad innata, ya sea la riqueza, el rango, una nariz recta o un retrato deun abuelo pintado por Rommey, porque no tienen fin los patéticos recursos dela imaginación humana. De ahí la enorme importancia que tiene para unpatriarca, que debe conquistar, que debe gobernar, el creer que un gran númerode personas, la mitad de la especie humana, son por naturaleza inferiores a él.Debe de ser, en realidad, una de las fuentes más importantes de su poder. Peroapliquemos la luz de esta observación a la vida real, pensé. ¿Ayuda acaso aresolver algunos de estos rompecabezas psicológicos que uno anota en elmargen de la vida cotidiana? ¿Explica el asombro que sentí el otro día cuandoZ, el más humano, más modesto de los hombres, al coger un libro de RebeccaWest y leer un pasaje, exclamó: «¡Esta feminista acabada...! ¡Dice que loshombres son esnobs!»? Esta exclamación que me había sorprendido tanto -¿por qué era Miss West una feminista acabada por el simple hecho de hacer unaobservación posiblemente correcta, aunque poco halagadora, sobre el otrosexo?- no era el mero grito de la vanidad herida; era una protesta contra unaviolación del derecho de Z de creer en sí mismo. Durante todos estos siglos, lasmujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar unasilueta del hombre de tamaño doble del natural. Sin este poder, la tierra sinduda seguiría siendo pantano y selva. Las glorias de todas nuestras guerrasserían desconocidas. Todavía estaríamos grabando la silueta de ciervos en losrestos de huesos de cordero y trocando pedernales por pieles de cordero ocualquier adorno sencillo que sedujera nuestro gusto poco sofisticado. LosSuperhombres y Dedos del Destino nunca habrían existido. El Zar y el Káisernunca hubieran llevado coronas o las hubieran perdido. Sea cual fuere su usoen las sociedades civilizadas, los espejos son imprescindibles para toda acciónviolenta o heroica. Por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tanmarcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueraninferiores, ellos cesarían de agrandarse. Así queda en parte explicado que amenudo las mujeres sean imprescindibles a los hombres. Y también así seentiende mejor por qué a los hombres les intranquilizan tanto las críticas de lasmujeres; por qué las mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadroes flojo o lo que sea sin causar mucho más dolor y provocar mucha más cólerade los que causaría y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porquesi ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustezdel hombre ante la vida disminuye. ¿Cómo va a emitir juicios, civilizarindígenas, hacer leyes, escribir libros, vestirse de etiqueta y hacer discursos enlos banquetes si a la hora del desayuno y de la cena no puede verse a sí mismopor lo menos de tamaño doble de lo que es? Así meditaba yo, desmigajando mipan y revolviendo el café, y mirando de vez en cuando a la gente que pasabapor la calle. La imagen del espejo tiene una importancia suprema, porque cargala vitalidad, estimula el sistema nervioso. Suprimidla y puede que el hombremuera, como el adicto a las drogas privado de cocaína. La mitad de las personasque pasan por la acera, pensé mirando por la ventana, se van a trabajar bajo el Virginia Woolf Una habitación propia29sortilegio de esta ilusión. Se ponen el sombrero y el abrigo por la mañana bajosus agradables rayos. Empiezan el día llenas de confianza, fortalecidas,creyendo su presencia deseada en la merienda de Miss Smith; se dicen a símismas al entrar en la habitación: «Soy superior a la mitad de la gente que estáaquí.» Y así se explica sin duda que hablen con esta confianza, esta seguridaden sí mismas que han tenido consecuencias tan profundas en la vida pública ydado origen a tan curiosas notas en el margen de la mente privada.Pero estas contribuciones al tema peligroso y fascinante de la psicología delotro sexo -tema que estudiaréis, espero, cuando contéis con quinientas libras alaño- se vieron interrumpidas por la necesidad de pagar la cuenta. Subía acinco chelines y nueve peniques. Le di al camarero un billete de diez chelines yse marchó a buscar cambio. Había otro billete de diez chelines en mi monedero;lo observé, porque este poder que tiene mi monedero de producirautomáticamente billetes de diez chelines es algo que todavía me quita larespiración. Lo abro y allí están. La sociedad me da pollo y café, cama yalojamiento, a cambio de cierto número de trozos de papel que me dejó mi tíapor el mero motivo de que llevaba su nombre.Mi tía, Mary Beton -dejadme que os lo cuente-, murió de una caída decaballo un día que salió a tomar el aire en Bombay. La noticia de mi herencia mellegó una noche, más o menos al mismo tiempo que se aprobaba una ley que lesconcedía el voto a las mujeres. Una carta de un notario cayó en mi buzón y alabrirla me encontré con que mi tía me había dejado quinientas libras al añohasta el resto de mis días. De las dos cosas -el voto y el dinero-, el dinero, loconfieso, me pareció de mucho la más importante. Hasta entonces me habíaganado la vida mendigando trabajillos en los periódicos, informando sobre unaexposición de asnos o una boda; había ganado algunas libras escribiendosobres, leyendo a ratos para viejas señoras, haciendo flores artificiales,enseñando el alfabeto a niños pequeños en un kindergarten. Éstas eran lasprincipales ocupaciones permitidas a las mujeres antes de 1918. No necesito,creo, describir en detalle la dureza de esta clase de trabajo, pues quizá conozcáisa mujeres que lo han hecho, ni la dificultad de vivir del dinero así ganado, puesquizá lo hayáis intentado. Pero lo que sigo recordando como un yugo peor queestas dos cosas es el veneno del miedo y de la amargura que estos días metrajeron. Para empezar, estar siempre haciendo un trabajo que no se desea hacery hacerlo como un esclavo, halagando y adulando, aunque quizá no siemprefuera necesario; pero parecía necesario y la apuesta era demasiado grande paracorrer riesgos; y luego el pensamiento de este don que era un martirio tener queesconder, un don pequeño, quizá, pero caro al poseedor, y que se ibamarchitando, y con él mi ser, mi alma. Todo esto se convirtió en una carcomaque iba royendo las flores de la primavera, destruyendo el corazón del árbol.Pero, como decía, mi tía murió; y cada vez que cambio un billete de diezchelines, desaparece un poco de esta carcoma y de esta corrosión; se van eltemor y la amargura. Realmente, pensé, guardando las monedas en mi bolso, es Virginia Woolf Una habitación propia30notable el cambio de humor que unos ingresos fijos traen consigo, Ningunafuerza en el mundo puede quitarme mis quinientas libras. Tengo aseguradospara siempre la comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan elesforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar aningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; notiene nada que darme. De modo que, imperceptiblemente, fui adoptando unanueva actitud hacia la otra mitad de la especie humana. Era absurdo culpar aninguna clase o sexo en conjunto. Las grandes masas de gente nunca sonresponsables de lo que hacen. Las mueven instintos que no están bajo sucontrol. También ellos, los patriarcas, los profesores, tenían que combatir unsinfín de dificultades, tropezaban con terribles escollos. Su educación habíasido, bajo algunos aspectos, tan deficiente como la mía propia. Habíaengendrado en ellos defectos igual de grandes. Tenían, es cierto, dinero ypoder, pero sólo a cambio de albergar en su seno un águila, un buitre queeternamente les mordía el hígado y les picoteaba los pulmones: el instinto deposesión, el frenesí de adquisición, que les empujaba a desear perpetuamentelos campos y los bienes ajenos, a hacer fronteras y banderas, barcos de guerra ygases venenosos; a ofrecer su propia vida y la de sus hijos. Pasad por debajo delAdmiralty Arch (había llegado a este monumento) o recorred cualquier avenidadedicada a los trofeos y al cañón y reflexionad sobre la clase de gloria que allí secelebra. O ved en una soleada mañana de primavera al corredor de Bolsa y algran abogado encerrándose en algún edificio para hacer más dinero, cuando essabido que quinientas libras le mantendrán a uno vivo al sol. Estos instintos sondesagradables de abrigar, pensé. Nacen de las condiciones de vida, de la faltade civilización, me dije mirando la estatua del duque de Cambridge y enparticular las plumas de su sombrero de tres picos con una fijeza de la queraramente habrían sido objeto antes. Y al ir dándome cuenta de estos escollos, eltemor y la amargura se fueron transformando poco a poco en piedad ytolerancia; y luego, al cabo de un año o dos, desaparecieron la piedad y latolerancia y llegó la mayor liberación de todas, la libertad de pensardirectamente en las cosas. Aquel edificio, por ejemplo, ¿me gusta o no? ¿Es belloaquel cuadro o no? En mi opinión, ¿este libro es bueno o malo? Realmente, laherencia de mi tía me hizo ver el cielo al descubierto y sustituyó la grande eimponente imagen de un caballero, que Milton me recomendaba que adoraraeternamente, por una visión del cielo abierto.Sumida en estos pensamientos, estas especulaciones, regresé hacia mi casaa la orilla del río. Se estaban encendiendo las lámparas y se había operado enLondres desde la mañana un cambio indescriptible. Parecía como si la granmáquina, después de trabajar todo el día, hubiera hecho con nuestra ayudaunas cuantas yardas de algo muy emocionante y hermoso, una tela de fuego enque fulguraban ojos rojos, un monstruo leonado que gruñía despidiendo airecaliente. Hasta el viento parecía latir como una bandera, azotando las casas ysacudiendo las empalizadas. Virginia Woolf Una habitación propia31En mi pequeña calle, sin embargo, prevalecía la domesticidad. El pintor deparedes bajaba de su escalera; la niñera empujaba el cochecillo sorteando concuidado a la gente, de regreso hacia casa para dar la cena a los niños; elrepartidor de carbón doblaba sus sacos vacíos uno encima de otro; la mujer delcolmado sumaba las entradas del día con sus manos cubiertas de mitones rojos.Pero tan absorta me hallaba yo en el problema que habíais colocado sobre mishombros que no pude ver estas escenas corrientes sin relacionarlas con un temaúnico. Pensé que ahora es mucho más difícil de lo que debió de ser hace unsiglo decir cuál de estos empleos es el más alto, el más necesario. ¿Es mejor serrepartidor de carbón o niñera? ¿Es menos útil al mundo la mujer de limpiezasque ha criado ocho niños que el abogado que ha hecho cien mil libras? De nadasirve hacer estas preguntas, que nadie puede contestar. No sólo sube y baja deuna década a otra el valor relativo de las mujeres de limpiezas y de losabogados, sino que ni siquiera tenemos módulos para medir su valor delmomento. Había sido una tontería de mi parte pedirle al profesor que me diera«pruebas irrefutables» de este o aquel razonamiento sobre las mujeres. Aunquese pudiera valorar un talento en un momento dado, estos valores estándestinados a cambiar; dentro de un siglo es muy posible que hayan cambiadototalmente. Además, dentro de cien años, pensé llegando a la puerta de mi casa,las mujeres habrán dejado de ser el sexo protegido. Lógicamente, tomarán parteen todas las actividades y esfuerzos que antes les eran prohibidos. La niñerarepartirá carbón. La tendera conducirá una locomotora. Todas las suposicionesfundadas en hechos observados cuando las mujeres eran el sexo protegidohabrán desaparecido, como, por ejemplo (en este momento pasó por la calle unpelotón de soldados), la de que las mujeres, los curas y los jardineros viven másaños que la demás gente. Suprimid esta protección, someted a las mujeres a lasmismas actividades y esfuerzos que los hombres, haced de ellas soldados,marinos, maquinistas y repartidores y ¿acaso las mujeres no morirán muchomás jóvenes, mucho antes que los hombres y uno dirá: «Hoy he visto a unamujer», como antes solía decir: «Hoy he visto un aeroplano»? No se sabe lo queocurrirá cuando el ser mujer ya no sea una ocupación protegida, pensé abriendola puerta. Pero ¿qué tiene todo esto que ver con el tema de mi conferencia, lasmujeres y la novela?, me pregunté entrando en casa.
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una habitación propia, virginia woolf. completa
NonfiksiEn 1928 a Virginia Woolf le propusieron dar una serie de charlas sobre el tema de la mujer y la novela. Lejos de cualquier dogmatismo o presunción, planteó la cuestión desde un punto de vista realista, valiente y muy particular. Una pregunta: ¿qué n...