CAPÍTULO I

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¡Oh, qué triste es en la tarde húmeda,

sombría y opaca, ver deshojarse una flor;

ver la agonía de los pétalos que el aire

arrastra, quién sabe adónde, al morir el

crepúsculo de un día helado y mortuorio!...

LUCILA GAMERO DE MEDINA.

Las calles de la ciudad de Londres, a causa de un aguacero que acababa de caer, estaban poco concurridas aquel viernes de la primera semana de marzo de 1900

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Las calles de la ciudad de Londres, a causa de un aguacero que acababa de caer, estaban poco concurridas aquel viernes de la primera semana de marzo de 1900.

El cielo había quedado de un azul límpido, y el sol, que iba a ocultarse, doraba con sus postreros rayos la fachada de la espléndida casa de la señora, Isabella Brown, viuda de Styles.

Se oyó el rodar de un carruaje al penetrar el portón de la casa, y un cochero, correcto y tieso, aunque sin guantes ni corbata blanca, dijo en voz alta a un sirviente que pasaba en ese preciso momento:

―Ya está aquí el joven.

El sirviente se dirigió hacia el carruaje del que bajó un joven cuya fisonomía no es fácil de olvidar: de tamaño promedio, delgado, nervioso, piel dorada, podría decirse que un poco bronceada, pero con una ligera blancura mate que la agitación del viaje había coloreado; frente mediana, de artista; nariz correcta y perfilada, boca bien delineada, de labios ligeramente delgados, contraídos, a veces, por una sonrisa que hubiera podido pasar por desdeñosa o de burla si, fijándose bien, no se adivinara que era de infinita tristeza; ojos azules, profundamente azules, con ligeros tonos grises, todo dependiendo de la luz que atrayesen estos, pero soñadores, melancólicos, atrayentes, en el fondo de los cuales se veía un brillo de una inteligencia privilegiada; cabellos castaños, sedosos, de un lustre aterciopelado, que se presentaban en un perfecto peinado. Todo en él, desde su traje de tela fina, elegante y correcto, hasta sus zapatos negros, le hacían parecer simpático, elegante, distinguido y de buen gusto. ¿Por qué este joven, nacido, educado en la mejor clase social, se veía en la necesidad de ganarse la vida, sirviendo de institutor? Por la infamia de una mujer.

El sirviente saludó, con admiración al recién llegado y, acompañándole a las piezas que le habían destinado en la casa, fue a avisar a la señora Isabella que el joven Tomlinson estaba ya instalado, según la señora lo había dispuesto.

―¿Conque ya está aquí el institutor de mi sobrina? ―preguntó, con semblante impasible.

―Sí, señora, ya está aquí.

―¿Con quién vino?

―Nadie la acompañaba.

―Es verdad, me han dicho que es huérfano y que vive solo; más vale que sea así.

La Agonía de los Pétalos || L.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora