CAPÍTULO VI

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28 de marzo de 1900.


Hoy me levanté temprano, sin hacer ruido para no despertar a Amelia, quien estaba profundamente dormida.

Así que me hube lavado y arreglado, cogí un libro y me puse a leer cerca de la ventana de mi alcoba, interrumpiéndome, a ratos, para gozar de la alegre perspectiva del jardín en tan agradable mañana: los árboles estaban medio cubiertos por la neblina y en las enredaderas se veían pequeñas gotas de agua que, al salir el sol, asemejaba efímeros prismas de variados colores.

Desde niño he sido aficionado a contemplar la Naturaleza y a fijarme en ciertas cosas que para la mayor parte de la gente son menudencias y pasan inadvertidas, pero que a mí me hacen admirar más a Dios. Y, sin embargo, un día, una profesora católica me llamó "hereje", porque le dije que la Naturaleza estaba en íntima relación con Dios y que no podía existir el uno sin la otra.

"Es decir que Dios no puede deshacer el Universo?" —me preguntó con acritud.

"Se destruiría a sí mismo" —la contesté con profunda convicción.

Entonces soltó con cólera, a son de insulto, la gran frase: —"¡Hereje!..."

Me reí sin hacerle caso, de la ignorancia de toda una profesora y no objeté nada. Afortunadamente para mí, la mayor parte del personal del colegio eran personas instruidas y sensatas y la cosa no pasó a más. Si hubiera sido en tiempo del Santo Oficio, me queman vivo con la más tranquila y piadosa devoción cristiana. Con qué éxtasis místico se hubieran recreado oyendo mis gritos de dolor y de protesta, viendo mi cuerpo, mi juventud y mi vida, convertirse en cenizas, todo, obsequio de su Dios...! ¡Oh religión asesina y mutiladora! ¡Oh su apóstol Torquemada!...

Como si al evocar la religión que ella profesa, evoqué a la señora Isabella misma, apareció cerca de mí la señora de la casa, que iba a oír misa, a gustar del pan eucarístico, ella, que tan bien lo tiene ganado. Así que la vi, me puse de pie para saludarla de la manera más respetuosa.

—¿Tan de mañana se ha levantado usted? —me preguntó.

—Sí, señora.

—¿Y Amelia?

—Está acostada todavía.

—Desde que usted la acompaña ciertas veces cuando duerme, noto que su salud mejora.

—Así parece.

—¿Y a qué se ha levantado usted tan temprano?

—Quise estudiar mientras se levanta Amelia.

—Usted no necesita aprender más, siendo ya un maestro graduado.

—La ciencia no tiene límites, señora, y yo no he profundizado las materias. Ahora repasaba, únicamente por vía de distracción, los puntos de Historia Natural que trataré hoy con Amelia.

La Agonía de los Pétalos || L.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora