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«Mis muy queridos Philip y Eliza.

¿Qué tal? ¿Cómo está todo por allá?

Comienzo a extrañarlos, demasiado. Me hacen falta.

Philip, ¿en serio escribes tus poemas? ¡Redactas como todo un poeta! Sigue practicando, cariño...»

Eliza observó el rostro del niño para ver el impacto de ese halago, sin embargo él mantenía su rostro serio, sin expresar alegría alguna.

—¿Sucede algo, cielo?

—Eso no lo escribió papá...

—¿Qué cosas dices, Philip? ¡Él lo escribió y envió para nosotros! ¿Qué te hace pensar que no es así?

—Eso, que lo escribió para nosotros, él siempre te escribe a ti.

La mujer revisó el saludo de la carta. Mis muy queridos Philip y Eliza. Tenía razón...

¿Cómo explicarle que Alexander dejó de escribir semanas atrás y que era ella quien había estado falsificando cartas a nombre de su marido con el fin de no entristecerle? ¿Se lo tomaría bien?

Eliza estaba a punto de explicar cuando Philip se le adelantó. Por un instante, todas las piezas calzaron en su mente: alguien escribía bajo el nombre de Alexander, días atrás había encontrado a su madre redactando a la mitad de la noche, además de que últimamente ella estaba más apegada a las cartas de su marido.

—Fuiste tú... —infirió el niño con los ojitos brillándole, gracias a las lágrimas.

¡Era evidente! Eliza tenía esas cartas para poder copiar la caligrafía e imitar la narrativa de Hamilton, ¿por qué no lo había notado?

—¿Desde cuándo lo haces? —consultó Philip, su voz comenzaba a desmoronarse.

—Desde hace poco más de dos semanas... —confesó la madre apenada.

El corazón de Philip se estrujó.

—¿Papá murió hace dos semanas?

—¡No, no es lo que dije!

—¡Él prometió escribirnos, y dijo que si no lo hacía más era porque... porque él...!

Philip no quería concluir la oración, se negaba a creerlo. Corrió a los brazos de su madre, ocultando su rostro en el pecho de la dama; lograba percibir los latidos de su corazón, anhelaba que su padre emitiese las mismas pulsaciones.

Se sentía roto, se sentía herido. ¿Qué iba a ser de él y su madre? Alexander no estaría ahí para verle crecer; él aseguraba que su hijo sorprendería al mundo, pero ahora jamás estaría ahí para ser testigo de ello.

Eliza se aferraba al menudo cuerpecillo de su hijo con fuerza, mientras que sus lágrimas humedecían los finos rizos del infante. Ambos estaban destrozados, y no tenían más que el uno para el otro...

•••

¿Para qué seguir escribiendo?, se preguntaba el joven Hamilton.

Eliza estaba en su alcoba, arropada, soñando con su difunto esposo y el futuro que jamás tendrán. Mientras que Philip estaba hincado frente a la chimenea, sobre sus muslos yacía el cuaderno donde plasmaba sus poemas; no despegaba su mirar del fuego que danzaba al son del silencio, sus manos hacían presión en el encuadernado a la par que sus pecosas mejillas se humedecían. Los pequeños labios del niño estaban entreabiertos, dejando escapar quedos sollozos.

La misma idea se reproducía en su mente: perdió a su padre.

Quería huir de esa cruda realidad y fundirse en un abrazo sempiterno con su progenitor. Quería entregarle todos y cada uno de sus poemas para conocer su opinión. Quería oír su risa una última vez. Quería que besase a su madre para fingir desagrado, aunque en el fondo disfrutase de verles tan enamorados. Quería despedirse, para prometerle que cuidaría de Eliza y que su recuerdo habitaría en su corazón eternamente...

Arrancó una hoja y la acercó lentamente al fuego, poco a poco su poema se fue incinerando y sus palabras fueron consumidas por las hirvientes llamas.

Todo era tan surreal, se sentía en una etiopia en la que luchaba por despertar. En su pecho sentía un profundo vacío que jamás llenaría, mientras que en su estómago bullía el temor, el pánico.

Esa noche, incendió todos sus versos y dormitó frente a la chimenea, cuyo fuego se fatigaba paulatinamente hasta extinguirse, al igual que su pasión por la poesía.

Tuyo Para Siempre | HamlizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora