1

1K 123 128
                                    


Desde su infancia, Alexander Hamilton soñaba con encontrar su lugar en el mundo, con demostrar que ser un huérfano no era impedimento para alcanzar esa meta. Su oportunidad se presentó cuando el comandante George Washington le invitó a formar parte del batallón que derrocaría definitivamente a la monarquía británica en las Trece Colonias. Accedió gustoso.

En ese momento, ignoró las consecuencias que traía consigo unirse a la guerra de libraría a su país de la esclavitud. Conoció dichas secuelas el día que tuvo que marcharse para unirse al ejército americano.

Una galante carroza esperaba fuera de su casa. Alexander permanecía debajo del marco de la puerta, hincado sobre una pierna mientras que la otra estaba flexionada. Frente a él estaba Philip, su primogénito de seis años de edad, el infante tenía sus manos entrelazadas detrás de su espalda mientras se mecía nerviosamente sobre sus talones. Su mirada se posaba en sus relucientes zapatos negros puesto que era incapaz de ver a su padre sin que un nudo se tejiese en su garganta.

—¿Tienes que irte? —preguntó a su padre con un hilo de voz, sus labios apenas se movieron.

—Así es, pero estaré de vuelta pronto —aseguró Hamilton sonriéndole con dulzura.

—¿Puedo ir contigo?

—Me temo que no, Philip.

—¿Por qué no?

—Aún eres muy pequeño para ir conmigo.

—Pero quiero acompañarte, pá.

—Lo sé, lo sé. Pero, ¿qué pasará con tu madre? Mamá necesita de alguien que le haga compañía, ¿no?

El infante observó a su madre a lo lejos, notando como ella también hacía esfuerzos sobrehumanos por no lloriquear. Hamilton tomó uno de los largos mechones rizados de su hijo y lo posó atrás de su oreja, instintivamente, Philip le regaló una sonrisa desdentada a su padre, dibujando un par de hoyuelos en sus mejillas salpicadas de pecas.

—¿Cuidarás de tu madre por mí, Philip?

Philip asintió frenéticamente antes de lanzarse a los brazos de su padre.

—Te quiero, pá.

En respuesta, Alexander acarició el cuero cabelludo del niño, mordiéndose los labios en busca de fortaleza.

Eliza se acercó a ambos con la maleta de su marido en una mano y su abrigo en la otra. Hamilton se puso de pie apenas ella entró en su campo de visión; se vistió con lo segundo y luego sostuvo el bolso.

—Todo listo —anunció ella acomodando la ropa de su esposo.

Hamilton sonrió atontado a la par que admiraba la belleza de su Eliza. Estaba hipnotizado ante el fino tacto de sus delicadas manos, ante la forma en que sus menudos labios permanecían entre abiertos y en como irradiaba ese aire maternal. El cabello castaño oscuro de la mujer estaba peinado de manera meticulosa en una media coleta, que caía grácilmente sobre su espalda hasta colgar a la altura de su estrecha cintura. Su vestido celeste le daba una figura estilizada y angelical. Era la mujer perfecta, Hamilton estaba seguro de eso.

—Volveré lo más pronto posible —prometió Alexander dejando un casto beso en los labios de Eliza.

Philip cerró los ojos y ocultó su rostro en la suave falda de su madre, como si aquel acto fuese algo que un niño de seis años no debiese ver. Aunque, en el fondo, le agradaban ese tipo de muestras amorosas ya que eran la prueba de que, a pesar del tiempo, sus padres seguían siendo ese par de románticos empedernidos que fueron hace años. Esos besos eran el testimonio latente del amor entre Alexander y Eliza.

—Mientras tanto —continuó el inmigrante cargando a su hijo—, Philip cuidará de ti.

El pequeño asientió con orgullo y la cabeza en alto, Hamilton revolvió sus cabellos mientras Eliza le besó la mejilla a su hijo. Los ojos de Philip se abrieron repentinamente.

—¡Olvidé algo, pá! —avisó alarmado, pataleando para que su padre lo dejase en el suelo.

Una vez abajo, Philip subió a su habitación como alma que lleva el diablo en busca de un obsequio para su padre. Mientras tanto, Hamilton tomó las manos de su mujer entre las suyas.

—Te escribiré a diario, lo prometo —dijo él—. Diré que es un asunto de suma importancia para que Washington de la orden inmediata de enviar mi escritos.

—¿Y si no pasa así? No sé si pueda pasar mucho tiempo sin saber nada de ti, especialmente cuando estás en medio de una guerra...

—Lo hará, ¿necesito recordarte que soy su mano derecha y eso me da ciertos privilegios?

Eliza esbozó una triste sonrisa, él tomó el mentón de ella para ver esos preciosos ojos marrones que lo tenían indefenso.

—Si es necesario, atravesaré el campo de guerra para que leas mis cartas. Haré todo por ti, mi Eliza.

Sus labios se unieron en otro beso fugaz pero significativo.

—Philip y yo te escribiremos también.

—Esplendido. Una última cosa...

Eliza alzó la mirada expectante.

—..., si no recibes una de mis cartas, simplemente dame por perdido...

—Alexander, no digas esas cosas...

—Dame por perdido —insistió el inmigrante—. Si dejo de escribir es porque he fallecido.

El pequeño Philip se acercó a paso lento a sus padres, vio como Eliza enjuagó sus lágrimas con el dorso de su mano. Philip le entregó una hoja doblada por la mitad a Hamilton.

—Es un poema que escribí para ti —explicó el niño con una mezcla de vergüenza y emoción aflorando en su mirar—. Léelo cuando nos extrañes a mamá o a mí o a ambos.

Alexander asintió guardando la hoja en uno de los bolsillos de su chupa azul marino.

Abrazó a su hijo y besó a su mujer por última vez antes de atravesar el patio para abordar al carruaje.

Philip sujetaba firmemente la mano de su madre mientras mecía la otra en el aire para despedirse de Hamilton, Eliza hacía lo mismo. Alexander asomó la cabeza por la ventanilla y su corazón terminó de romperse con esa escena.

Apenas empezó a avanzar el carruaje y la melancolía comenzó a estremecer su pecho, sacó el poema y deslizó su mirar entre las líneas, convencido de que tenía que ganar la guerra para regresar con su familia.

Tuyo Para Siempre | HamlizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora