Culpa

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Aún podía recordar la primera vez que había despertado estando ya muerta.

Recordaba el acceso de pánico al pensar que había sido enterrada viva, luego una extraña calma cuando me di cuenta de que no necesitaba respirar, lloré mientras recordaba la enfermedad que me había postrado en la cama, la debilidad, la lenta agonía y el último pestañeo antes de cerrar los ojos por última vez... hasta ese momento en que me encontraba enterrada, muerta, pero aún capaz de abrir los ojos, de sentir, de pensar y de moverme.

Abrí la tapa del ataúd sin dificultad, pero me encontraba encerrada en un mausoleo, algo que sería complicado de franquear, aun así, agradecí no estar bajo tierra donde todo hubiera sido más incómodo. Me las ingenié para abrir el sello que separaba mi ataúd con el exterior. Me sorprendía mi fuerza, capaz de derrumbar el concreto, pero debía tener cuidado, si, debía poder volver al ataúd sin que nadie lo notara.

Una vez fuera del mausoleo toqué mis dientes con la lengua, luego con mis dedos. No me sorprendió sentir mis colmillos mucho más largos que antes. Una vez superada la sorpresa de poder moverme estando muerta, podía sentirme intrigada, pero no sorprendida.

¿Y ahora... qué? Tenía sed. Mucha sed. Sentía un aroma intenso a algo metálico que me pareció extrañamente dulce y ligeramente ácido, como un jugo donde la acidez de la naranja es suavizada con la dulzura del mango, si, se me hizo agua la boca y seguí ese aroma. Vi entonces a una figura moviéndose entre los pasillos de concreto, de mausoleos y tumbas, de flores secas, de nombres olvidados.

Me dolía el estómago y mi garganta estaba seca, la sentía rasposa. No era capaz de notar el palpito de mi propio corazón, tampoco sentía el frío de la noche, no sentía nada... sólo el ardor en mi garganta, un dolor intenso. Y el aroma.

Cuando tuve a la figura más cerca de mí y el olor era tan dolorosamente tentador que creí que lloraría, me abalancé sin pensarlo sobre aquello que me atraía tanto.

Era un hombre, un guardia. Abrió mucho los ojos, su boca formaba un circulo perfecto de espanto cuando me vio sobre él, cuando la presión de mis manos en sus hombros lo hizo caer y rodamos juntos por el suelo de cemento de aquellas galerías de la muerte.

Y la muerte era lo que le esperaba cuando abrí mi boca y enterré mis colmillos, torpe, pero ferozmente en su cuello, y comenzó a manar la sangre en mi boca. Sí, la sangre, con ese olor metálico, pero dulce, con ese sabor dulce, pero ligeramente ácido. Pude notar muy levemente un escalofrío. Era de noche después de todo, tenía que hacer frío. Si, podía notar un poco de frío mientras bebía, podía oír el latido del corazón de aquel hombre que forcejeaba y gritaba al principio, pero que se iba calmando a medida que su corazón también lo hacía, lenta, muy lentamente. Hasta que, al fin, dejó de oírse el latido. Ya estaba muerto. Lo solté bruscamente.

Estaba horrorizada de mí misma, o más bien, creía que era mi deber horrorizarme. Contemplaba la expresión rígida de terror en el cadáver. Ese hombre había visto a un monstruo, un monstruo que lo había asesinado. Y ese monstruo era yo. No era viejo, era posible que su madre aún viviera, era posible que tuviera hermanos, pareja, hijos... Y ahí estaba yo, ya no podía sentir el frío de la noche, y tampoco podía sentir la culpa que debería estar invadiéndome.

Me completamente inmóvil durante horas, hasta notar un leve picor en la piel y un enorme cansancio, debía dormir, debía dormir muy pronto.

Así que volví a mi mausoleo, me las arreglé para que apenas se notara que lo había abierto y cuando pude entrar a mi ataúd y cerrar la tapa, el sueño se apoderó de mí.

Cada día desde entonces tengo sueños de lo más extraños y que se sienten sumamente reales, más reales de lo que sentía mis sueños cuando estaba viva.

Sentada en la calle, junto a mi víctima, que se había dormido en un rinconcito entre dos edificios sin imaginarse que no despertaría para el día siguiente, pensaba en la mariposa roja de mis sueños. Esperaba que nadie extrañara a mi víctima, todavía no me quitaba de la cabeza al guardia del cementerio. Pero siendo sincera, en mí no ha habido ni rastro de culpa, me he sentido más mal por no sentir culpa que por el horror de lo que he hecho cada noche desde mi muerte, o de la criatura en la que me he convertido. Pasé mi mano por la comisura de mis labios para limpiarme y comencé a lamer la sangre en mis dedos.

He estado tan sola, creo que voy a volverme loca.

Bien pensado, quizá ya me volví loca.

El Sueño de la MariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora