Lágrimas

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Desperté con mucho sueño, perezosamente pensé "sólo cinco minutitos más", pero sabía que debía levantarme así que hice el ademán de incorporarme. Cuando sentí un duro golpe en mi cabeza recordé que había muerto. Es ridículo pensar que podía haberlo olvidado, pero sí, lo había olvidado como quien se olvida de un sueño. Había muerto y como cada noche me despertaba en mi ataúd.

Tenía sed, mucha sed, pero esa noche no quise salir del cementerio, deambulé entre las tumbas preguntándome porque era yo la única que se había levantado. Si la muerte es despertar como si aún se estuviera con vida para vagar bebiendo sangre sin sentir el remordimiento que la moral me dictaba que debería sentir ¿por qué no está todo lleno de muertos que, como yo, vaguen, beban, maten y se devanen los sesos intentando dilucidar el por qué? No es esto la muerte, esto es sólo mi muerte.

¿Y mi vida? Quizá fui una mala persona en vida y por eso me convertí en un monstruo al morir.

Más allá de los pasillos de cemento lleno de pequeñas lápidas y mausoleos donde se encontraba el mío, había una serie de bajadas que conducían a más y más pasillos y una de ellas en particular llevaba a un pequeño patio con algo de pasto y unas lápidas más antiguas, posiblemente de gente importante, decoradas con esculturas católicas. Una virgen de mirada triste parecía rezar por los muertos en una de ellas, y en la otra un par de ángeles miraban hacia el cielo. Sus rostros bellos, inexpresivos y fríos, iluminados a la luz de la luna, me parecieron la compañía perfecta en esa noche solitaria. Me senté entre los ángeles, apoyándome en uno de ellos y miré hacia la virgen.

¿Qué fue lo que hice mal?

Pero la virgen no respondió a mi silenciosa pregunta.

Mis recuerdos parecían rodearme, acercándose sólo un poco para luego alejarse de mí, como una palabra que uno tiene en la punta de la lengua sin ser capaz de recordarla el tiempo suficiente para pronunciarla.

Imágenes inconexas de la niña que alguna vez fui, jugando con unas muñecas nuevas en navidad, iban y venían a mi mente. Mi madre regañándome por una mala nota en el colegio. Mi padre llevándome sobre sus hombros mientras caminaba por un empinado monte para mostrarme un paisaje que yo no estaba interesada en contemplar. Tuve amigas, pero no lograba evocarlas. Mi vida parecía haber sido normal. No recordaba nada diferente, nada que explicara...

Salvo...

Yo estaba enferma, sí, me había enfermado ¿qué edad tenía al morir? Era muy joven, acababa de terminar el colegio. Vi nítidamente a mi alrededor una sala de clases, mi mano sosteniendo un lápiz y una prueba frente a mí. La luz colándose por la ventana. Cortinas de color blanco. De esa prueba dependía mi ingreso a la Universidad.

Pero nunca fui a la Universidad.

Sentí un fluido espeso recorrer mis mejillas. Toqué mi rostro y al mirar mis manos, estaban manchadas de sangre.

Esas eran mis propias lágrimas, entendí que estaba llorando. La sangre que bebía de mis víctimas corría por mis venas y se convertían en la expresión del único dolor emocional que había sido capaz de sentir.

Sí, me dolía el pecho, el dolor me recorría como fuego desde el pecho, por la garganta, hasta inundar mis ojos.

Yo no quería morir.

Pero estaba muerta, alguien me había asesinado.

Cuando sentí en mi piel la proximidad del amanecer, fui consciente de mi sed avasalladora, de que debería dormir torturada por la sed. Era demasiado tarde para el arrepentimiento. Me dirigí lentamente a mi ataúd.

Mientras cerraba los ojos y me sumía en el sueño, el dolor y la sed me parecieron cadenas que se ceñían en torno a mi garganta, que oprimían mi pecho y se clavaban profundamente en mi rostro, mis brazos, entumeciendo mis sentidos, gritándome en el oído.

Cerré los ojos con fuerza.

Una mariposa de color rojo revoloteaba frente a mí.

Quería que la siguiera a algún lugar y me pregunté si me llevaría lejos del dolor.

La seguí.

El Sueño de la MariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora