4 La familia de piedra

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Menudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su camino, la Nela
se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de maquinaria y junto a las cuadras donde
rumiaban pausada y gravemente las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del
señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. Baja de
techo, pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de
los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno, y, por añadidura, a la Nela, la casa, no
obstante, figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento ostentando
orgullosa, como otras muchas, este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo que ya
conocemos,  por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella,
Marianela, no servía más que de estorbo. En efecto; allí había sitio para todo: para los
esposos Centeno, para las herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad
no hay pruebas inconcusas, para el gato, para el plato en que comía el gato, para la guitarra
de Tanasio, para los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes (cestas), para
media docena de colleras viejas de mulas, para la jaula del mirlo, para los dos peroles
inútiles, para un altar en que la de Centeno ponía a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y
unas velas seculares, colonizadas por las moscas; para todo absolutamente, menos para la
hija de la Canela. Frecuentemente se oía:
-¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!...
También se oía esto:
-Vete a tu rincón... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.
La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de comedor y sala,
alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran ya
mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primogénito, se agasajaba en el
[43] desván, y Celipín, que era el más pequeño de la familia y frisaba en los doce años,
tenía su dormitorio en la cocina, la pieza más interna, más remota, más crepuscular, más
ahumada y más inhabitable de las tres que componían la morada Centenil.
La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones,
pasando de uno a otro conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no servían sino
para robar a los seres vivos su último pedazo de suelo habitable. En cierta ocasión (no
conocemos la fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas como de
ingenio, y se había dedicado a la construcción de cestas de avellano, puso en la cocina,
formando pila, hasta media docena de aquellos ventrudos ejemplares de su industria.
Entonces la de la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde
albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y felicísima idea, que al instante
puso en ejecución. Metiose bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y
tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y cómodo: cuando tenía frío, tapábase
con otra cesta. Desde entonces, siempre que había garrotes grandes, no careció de estuche
en que encerrarse. Por eso decían en la casa: «Duerme como una alhaja»Durante la comida, y entre la algazara de una conversación animada sobre el trabajo de
la mañana, oíase una voz que bruscamente decía: «Toma». La Nela recogía una escudilla de
manos de cualquier Centeno grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer
sosegadamente. También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del señor
Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención: «Mujer, que no has dado nada a la
pobre Nela». A veces acontecía que la Señana (este nombre se había formado de señora
Ana) moviera la cabeza para buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos, algún
objeto pequeño y lejano, y que al mismo tiempo dijera: «Pues qué, ¿estaba ahí? Yo pensé
que también hoy se había quedado en Aldeacorba».
Por las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose como sacerdotisas
de Baco, y revolviendo sus apretados puños en el hueco de los ojos, la Mariuca y la Pepina
se iban a sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas
colchas. Poco después oíase un roncante dúo de contraltos aletargados que duraba sin
interrupción hasta el amanecer.
Tanasio subía al alto aposento y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos
de las cestas donde desaparecía la Nela.
Acomodados así los hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal, y
mientras Centeno, sentándose estiradamente junto a la mesilla y tomando un periódico,
hacía mil muecas y visajes que indicaban el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del
arca una media repleta de dinero, y después de contado y de añadir o quitar algunas piezas,
lo volvía a poner cuidadosamente en su sitio. Sacaba después diferentes líos de papel que
contenían monedas de oro, y trasegaba algunas piezas de uno en otro apartadijo. Entonces
solían oírse frases sueltas como éstas:
-He tomado treinta y dos reales para el refajo de la Mariuca... A Tanasio le he puesto los
seis reales que se le quitaron... Sólo nos faltan once duros para los quinientos...
O como estas:
-«Señores diputados que dijeron sí...» «Ayer celebró una conferencia», etc.
Los dedos de Señana sumaban, y el de Sinforoso Centeno seguía tembloroso y vacilante
los renglones, para poder guiar su espíritu por aquel laberinto de letras.
Aquellas frases iban poco a poco resolviéndose  en palabras sueltas, después en
monosílabos; oíase un bostezo, otro, y al fin todo quedaba en plácido silencio, después de
extinguida la luz, a cuyo resplandor había enriquecido sus conocimientos el capataz de
mulas.
Una noche, después que todo calló, dejose oír ruido de cestas en la cocina. Como allí
había alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del ventanillo, Cilipín Centeno,
que no dormía aún, vio que las dos cestas más altas, colocadas una contra otra, se separaban
abriéndose como las conchas de un bivalvo. Por el hueco aparecieron la narizilla y los
negros ojos de la Nela.Celipín, Celipinillo -dijo esta, sacando también su mano-. ¿Estás dormido?
-No, despierto estoy. Nela, pareces una almeja. ¿Qué quieres?
-Toma, toma esta peseta que me dio esta noche un caballero, hermano de D. Carlos...
¿Cuánto has juntado ya?... Este sí que es regalo. Nunca te había dado más que cuartos.
-Dame acá; muchas gracias Nela -dijo el muchacho incorporándose para tomar la
moneda-. Cuarto a cuarto, ya me has dado al pie de treinta y dos reales... Aquí lo tengo en
el seno, muy bien guardadito en el saco que me diste. ¡Eres una real moza!
-Yo no quiero para nada el dinero. Guárdalo bien, porque si la Señana te lo descubre,
creerá que es para vicios y te pegará con el palo grande.
-No, no es para vicios, no es para vicios -dijo el chico con energía, oprimiéndose el seno
con una mano, mientras sostenía su cabeza en la otra- es para hacerme hombre de
provecho, Nela, para hacerme hombre de pesquis, como muchos que conozco. El domingo,
si me dejan ir a Villamojada, he de comprar una cartilla para aprender a leer, ya que aquí no
quieren enseñarme. ¡Córcholis! Aprenderé solo. ¡Ay!, Nela, dicen que D. Carlos era hijo de
uno que barría las calles en Madrid. Él solo, solito él, con la ayuda de Dios, aprendió todo
lo que sabe.
-Puede que pienses tú hacer lo mismo, bobo.
-¡Córcholis! Puesto que mis padres no quieren sacarme de estas condenadas minas, yo
me buscaré otro camino; sí, ya verás quién es Celipín. Yo no sirvo para esto, Nela. Deja tú
que tenga reunida una buena cantidad, y verás, verás, cómo me planto en la villa y allí o
tomo el tren para irme a Madrid, o un vapor que me lleve a las islas de allá lejos, o me meto
a servir con tal que me dejen estudiar.
-¡Madre de Dios divino! ¡Qué calladas tenías esas picardías! -dijo la Nela abriendo
más las conchas de su estuche y echando fuera toda la cabeza.
-¿Pero tú me tienes por bobo?... ¡Ay! Nelilla, estoy rabiando. Yo no puedo vivir así, yo
me muero en las minas. ¡Córcholis! Paso las noches llorando, y me muerdo las manos, y...
no te asustes, Nela, ni me creas malo por lo que voy a decirte: a ti sola te lo digo.
-¿Qué?
-Que no quiero a mi madre ni a mi padre como los debiera querer.
-Ea, pues si haces eso, no te vuelvo a dar un real. Celipín, por amor de Dios, piensa bien
lo que dices.
-No lo puedo remediar. Ya ves cómo nos tienen aquí. ¡Córcholis! No somos gente, sino
animales. A veces se me pone en la cabeza que somos menos que las mulas, y yo me pregunto si me diferencio en algo de un borrico... Coger una cesta llena de mineral y
echarla en un vagón; empujar el vagón hasta los hornos; revolver con un palo el mineral
que se está lavando. ¡Ay!... (al decir esto los sollozos cortaban la voz del infeliz muchacho).
¡Cór... córcholis!, el que pase muchos años en este trabajo, al fin se ha de volver malo, y
sus sesos serán de calamina... No, Celipín no sirve para esto... Les digo a mis padres
que me saquen de aquí y me pongan a estudiar, y responden que son pobres y que yo tengo
mucha fantesía. Nada, nada, no somos más que bestias que ganamos un jornal... ¿Pero tú no
me dices nada?
La Nela no respondió... Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la
suya propia, hallando esta infinitamente más aflictiva.
-¿Qué quieres tú que yo te diga? -replicó al fin-. Como yo no puedo ser nunca nada,
como yo no soy persona, nada te puedo decir... Pero no pienses esas cosas malas, no
pienses eso de tus padres.
-Tú lo dices por consolarme; pero bien ves que tengo razón... y me parece que estás
llorando.
-Yo no.
-Sí; tú estás llorando.
-Cada uno tiene sus cositas que llorar -repuso María con voz sofocada-. Pero es muy
tarde, Celipe, y es preciso dormir.
-Todavía no... ¡córcholis!
-Sí, hijito. Duérmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches.
Cerráronse las conchas de almeja y todo quedó en silencio.
Se ha declamado mucho contra el positivismo de las ciudades, plaga que entre las galas
y el esplendor de la cultura, corroe los cimientos morales de la sociedad; pero hay una
plaga más terrible, y es el positivismo de las aldeas, que petrifica millones de seres,
matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia
mecánica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a
saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre
éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del
aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religión, ni nociones claras del bien;
todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y cálculos groseros, formando un todo
inexplicable. Bajo el hipócrita candor, se esconde una aritmética parda que supera en
agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matemáticos más expertos. Un aldeano que
toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en plata para convertir después la plata en
oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y
sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta. Su alma se va
condensando, hasta no ser más que un graduador de cantidades. La ignorancia, larusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole todos los
medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a
números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.
La Señana y el señor Centeno, que habían hallado al fin, después de mil angustias, su
pedazo de pan en las minas de Socartes, reunían, con el trabajo de sus cuatro hijos un jornal
que les habría parecido fortuna de príncipes en los tiempos en que andaban de feria en feria
vendiendo pucheros. Debe decirse, tocante a las facultades intelectuales del señor Centeno,
que su cabeza, en opinión de muchos, rivalizaba en dureza con el martillo-pilón montado en
los talleres; no así tocante a las de Señana, que parecía mujer de muchísimo caletre y
trastienda, y gobernaba toda la casa como gobernaría el más sabio príncipe sus Estados.
Ella apandaba bonitamente el jornal de su marido y de sus hijos, que era una hermosa suma,
y cada vez que había cobranza, parecíale que entraba por las puertas de su casa el mismo
Jesús Sacramentado; tal era el gusto que la vista de las monedas le producía.
La Señana daba muy pocas comodidades a sus hijos en cambio de la hacienda que con
las manos de ellos iba formando; pero como no se quejaban de la degradante miseria en que
vivían; como no mostraban nunca pujos de emancipación ni anhelo de otra vida mejor y
más digna de seres inteligentes, la Señana dejaba correr los días. Muchos pasaron antes que
sus hijas durmieran en camas; muchísimos antes que cubrieran sus lozanas carnes con
vestidos decentes. Dábales de comer sobria y metódicamente, haciéndose partidaria en esto
de los preceptos higiénicos más en boga; pero la comida en su casa era triste, como un
pienso dado a seres humanos.
En cuanto al pasto intelectual, la Señana creía firmemente que con la erudición de su
esposo el señor Centeno, adquirida en copiosas lecturas, tenía bastante la familia para
merecer el dictado de sapientísima, por lo cual no trató de atiborrar el espíritu de sus hijos
con las rancias enseñanzas que se dan en la escuela. Si los mayores asistieron a ella, el más
pequeño viose libre de maestros, y engolfado vivía durante doce horas diarias en el
embrutecedor trabajo de las minas, con lo cual toda la familia navegaba ancha y
holgadamente por el inmenso piélago de la estupidez.
Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carecían de encantos, siendo los principales su
juventud y su robustez. Una de ellas leía de corrido; la otra no, y en cuanto a conocimientos
del mundo, fácilmente se comprende que no carecería de algunos rudimentos quien vivía
entre risueño coro de ninfas de distintas edades y procedencias, ocupadas en un trabajo
mecánico y con boca libre. Mariuca y Pepina eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes
y erguidas como amazonas. Vestían falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso
pie descalzo, y sus rudas cabezas habrían lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las
mujeres de la Caria. El polvillo de la calamina que las teñía de pies a cabeza, como a los
demás trabajadores de las minas, dábales aire de colosales figuras de barro crudo.
Tanasio era un hombre apático. Su falta de carácter y de ambición rayaban en el
idiotismo. Encerrado en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de toda
contrariedad, de todo placer, de toda pena, aquel joven, que ya había nacido dispuesto a ser
máquina, se convirtió poco a poco en la herramienta más grosera. El día en que semejante 
ser tuviera una idea propia, se cambiaría el orden admirable de todas las cosas, por el
cual ninguna piedra puede pensar.
Las relaciones de esta prole con su madre, que era la gobernadora de toda la familia,
eran las de una docilidad absoluta por parte de los hijos y de un dominio soberano por parte
de la Señana. El único que solía mostrar indicios de rebelión era el chiquitín. La Señana, en
sus cortos alcances, no comprendía aquella aspiración diabólica a dejar de ser piedra. ¿Por
ventura había existencia más feliz y ejemplar que la de los peñascos? No admitía, no, que
fuera cambiada, ni aun por la de canto rodado. Y Señana amaba a sus hijos; ¡pero hay
tantas maneras de amar! Ella les ponía por encima de todas las cosas, siempre que se
avinieran a trabajar perpetuamente en las minas, a amasar en una sola artesa todos sus
jornales, a obedecerla ciegamente y a no tener aspiraciones locas, ni afán de lucir galas, ni
de casarse antes de tiempo, ni de aprender diabluras, ni de meterse en sabidurías, porque los
pobres -decía- siempre habían de ser pobres y como pobres portarse, y no querer
parlanchinear como los ricos y gente de la ciudad, que estaba toda comida de vicios y
podrida de pecados.
Hemos descrito el trato que tenían en casa de Centeno los hijos para que se
comprenda el que tendría la Nela, criatura abandonada, sola, inútil, incapaz de ganar jornal,
sin pasado, sin porvenir, sin abolengo, sin esperanza, sin personalidad, sin derecho a nada
más que al sustento. Señana se lo daba, creyendo firmemente que su generosidad rayaba en
heroísmo. Repetidas veces dijo para sí al llenar la escudilla de la Nela: -¡Qué bien me gano
mi puestecico en el cielo!
Y lo creía como el Evangelio. En su cerrada mollera no entraban ni podían entrar otras
luces sobre el santo ejercicio de la caridad; no comprendía que una palabra cariñosa, un
halago, un trato delicado y amante que hicieran olvidar al pequeño su pequeñez, al
miserable su miseria, son heroísmos de más precio que el bodrio sobrante de una mala
comida. ¿Por ventura no se daba lo mismo al gato? Y este al menos oía las voces más
tiernas. Jamás oyó la Nela que se la llamara michita, monita, ni que le dijeran re-preciosa,
ni otros vocablos melosos y conmovedores con que era obsequiado el gato.
Jamás se le dio a entender a la Nela que había nacido de criatura humana, como los
demás habitantes de la casa. Nunca fue castigada; pero ella entendió que este privilegio se
fundaba en la desdeñosa lástima que inspiraba su menguada constitución física, y de
ningún modo en el aprecio de su persona. Nunca se le dio a entender que tenía un alma
pronta a dar ricos frutos si se la cultivaba con esmero, ni que llevaba en sí, como los demás
mortales, ese destello del eterno saber que se nombra inteligencia humana, y que de aquel
destello podían salir infinitas luces y lumbre bienhechora. Nunca se le dio a entender que en
su pequeñez fenomenal llevaba en sí el germen de todos los sentimientos nobles y
delicados, y que aquellos menudos brotes podían ser flores hermosísimas y lozanas, sin más
cultivo que una simple mirada de vez en cuando. Nunca se le dio a entender que tenía
derecho, por el mismo rigor de la Naturaleza al criarla, a ciertas atenciones de que pueden
estar exentos los robustos, los sanos, los que tienen padres y casa propia; pero que
corresponden por jurisprudencia cristiana al inválido, al pobre, al huérfano y al
desheredadoPor el contrario, todo le demostraba su semejanza con un canto rodado, el cual ni
siquiera tiene forma propia, sino aquella que le dan las aguas que lo arrastran y el puntapié
del hombre que lo desprecia. Todo le demostraba que su jerarquía dentro de la casa era
inferior a la del gato, cuyo lomo recibía las más finas caricias, y a la del mirlo que saltaba
en su jaula.
Al menos, de estos no se dijo nunca con cruel compasión: «Pobrecita, mejor cuenta le
hubiera tenido morirse».

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