2 guiado

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¿Ciego de nacimiento? -dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la
compasión.
-Sí, señor, de nacimiento -repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más
que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más
maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son
como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan
extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
-Quién sabe... -manifestó Teodoro- ¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué
sorprendente espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la
fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo,
semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los
bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso
claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos
volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas
figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero
quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a
rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la
petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones
movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables
actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un
silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también
hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.
-¿En dónde estamos, buen amigo? -dijo Golfín-. Esto es una pesadilla.
-Esta zona de la mina se llama la Terrible -repuso el ciego indiferente al estupor de su
compañero de camino-. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el
mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a
usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa
endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un
golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo.
-Espectáculo asombroso, sí -dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo-, pero que a
mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias.
¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro
atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta
el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la
fiebre.
-¡Choto, Choto, aquí! -dijo el ciego-. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a
entrar en una galería.En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una
puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.
El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la
impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar
cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.
-Es pasmoso -dijo- que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
-Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío;
abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después
dijo:
-Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el
mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?
-Diga usted, buen amigo -interrogó el doctor festivamente-. ¿Está usted seguro de que
no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos
caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas
amenidades?
-Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos
entrado en la parte más seca. Esto es arena pura... Ahora vuelve la piedra... Aquí hay
filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas
de piedra... También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos... ¿Oye usted cómo canta
el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le
conozco; tiene una voz ronca y pausada.
-¿Quién, el sapo?
-Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
-En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto
melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo
sonriendo con placer y orgullo:
-¿La oye usted?
-Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de
sus pulmones, gritó:¡Nela!... ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
-No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
-La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos
juntos del prado grande... hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que
ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a
buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había
quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto.
Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted... Pronto llegaremos a la herrería. Allí
nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará
a usted hasta las oficinas.
-Muchas gracias, amigo mío.
El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el anterior. Era una
profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un cataclismo; pero
no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón
del minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la playa, y a quien
las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en un ángulo obtuso. Hasta se
podían ver sus descarnados costillajes, cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las
alturas. En la concavidad panzuda distinguíanse grandes piedras, como restos de carga
maltratados por las olas; y era tal la fuerza pictórica del claro-oscuro de la luna, que Golfín
creyó ver, entre mil despojos de cosas náuticas, cadáveres medio devorados por los peces,
momias, esqueletos, todo muerto, dormido, semi-descompuesto y profundamente tranquilo,
cual si por mucho tiempo morara en la inmensa sepultura del mar.
La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las
olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque
náufrago.
-Por aquí hay agua -dijo a su compañero.
-Ese ruido que usted siente -replicó el ciego deteniéndose- y que parece... ¿cómo lo diré?
¿no es verdad que parece ruido de gárgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la
garganta?
-Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que pasa?
-No, señor. Aquí, a la izquierda, hay una loma. Detrás de ella se abre una gran boca, una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la Trascava. Algunos creen que va a daral mar por junto a Ficóbriga. Otros dicen que por el fondo de él corre un río que está siempre dando vueltas y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me figuro que será como un molino. Algunos dicen que hay allá abajo un resoplido de aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se ponen a reñir, se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que
oímos de fuera.
-¿Y nadie ha bajado a esa sima?
-No se puede bajar sino de una manera.
-¿Cómo?
-Arrojándose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es lástima, porque nos
hubieran dicho qué pasaba allá dentro. La boca de esa caverna hállase a bastante distancia
de nosotros; pero hace dos años los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una
hendidura en la peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal.
Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro, donde está el resoplido que
sube y el chorro que baja. De día podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar  un
poco por las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento.
Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí muy a
menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece que nos
hablan al oído. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la
verdad, nunca he oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a
veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.
-Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras -dijo el doctor riendo.
-Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar
otra galería.
-¿Otra?
-Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un laberinto de
vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y
aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.
Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el
doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino. Nunca el
sentido del tacto había tenido más delicadeza y finura, prolongándose desde la
epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero
una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones
húmedos y medio podridos.
-¿Sabe usted a lo que me parece esto? -dijo el doctor, conociendo que los símiles
agradaban a su guía-. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Pareceque somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su
fealdad.
Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas éste
probole lo contrario, diciendo:
-Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben de ser tristes;
pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta conformidad de la tierra con mi propio ser.
Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es
escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los
demás lugares que conozco.
-Esto es la idea de la meditación.
-Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por
él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.
-¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno
día! -exclamó el doctor con espontaneidad suma-. Dígame usted, ¿este conducto donde las
ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?
-Ya, ya pronto estaremos fuera... ¿Dice usted que la bóveda del cielo...? ¡Ah! Ya me
figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las
manos, sin poder hacerlo realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de
soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
-Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis
parecido más lindas que en este instante.
-Al pasar -dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra- he cogido este
pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan
bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella?
Al menos a mí me lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
-Amigo querido -dijo Golfín con emoción y lástima- es verdaderamente triste que
usted no pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención del hombre, mientras esté
suspendido sobre nuestras cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la
bóveda del cielo.
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
-¿Es verdad que existís, estrellas?Dios es inmensamente grande y misericordioso -observó Golfín, poniendo su mano
sobre el hombro de su acompañante-. Quién sabe, quién sabe, amigo mío... Se han visto, se
ven todos los días casos muy raros.
Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la
noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia
donde sonaba la voz del doctor.
-No tengo esperanza -murmuró.
Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas
ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la
izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la
vertiente.
-Aquí a la izquierda -dijo el ciego- está mi casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas
tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso: lo demás ha sido expropiado en
diversos años para beneficiar el terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres
vivían sobre miles de millones sin saberlo.
Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela,
de ligerísimos pies y menguada estatura.
-Nela, Nela -dijo el ciego-. ¿Me traes el abrigo?
-Aquí está -repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.
-¿Ésta es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa voz?
-¡Oh! -exclamó el ciego con candoroso acento de encomio -canta admirablemente-.
Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en
casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me reñirá de seguro... ¡Allá voy,
allá voy!
-Retírese usted pronto, amigo -dijo Golfín estrechándole la mano-. El aire es fresco y
puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía. Espero que seremos amigos, porque
estaré aquí algún tiempo... Yo soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.
-¡Ah!... ya... D. Carlos es muy amigo de mi padre y mío: le espera a usted desde
ayer.
-Llegué esta tarde a la estación de Villamojada... dijéronme que Socartes estaba cerca y
que podía venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron
que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve
usted cómo me perdí... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido a usted y
seremos amigos, quizás muy amigos... Vaya, adiós; a casa pronto, que el fresco de
Setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá la bondad de acompañarme.De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino... poca cosa...
Cuidado no tropiece usted en los rails; cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar los
vagonetes sobre la vía... y con la humedad, la tierra está como jabón... Adiós, caballero y
amigo mío. Buenas noches.
Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños estaban reforzados
con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo
aparte? Por si acaso, se lo daremos.

MarianelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora