Férrega

51 3 2
                                    


La sirena se retorcía con especial frenesí ese día. Kei miró por la ventana de la choza cómo el viento correteaba las nubes cafesosas mientras se llevaba pequeños bocados de gahu a los labios. Si las bayas no fuesen cafés como las nubes, cafés como la madera de su vivienda, y cafés como su piel, se hubiese avergonzado al ver cuán manchada estaba, pese a la delicadeza con la que creía comer. No es digno de una dama, hubiese pensado.

—Mal presagio.

Señaló su madre agachándose a mirar por la misma ventana, mientras acariciaba su pelo negro. En Férrega el mal presagio era más bien una maldición eterna, una tonalidad subyacente que teñía el aire de cada suceso, de cada día, de cada persona que allí habitaba. Como una nube negra posada caprichosamente queriendo oscurecer únicamente el puerto por siempre, una enorme nube negra, sus dimensiones innecesariamente extensas en comparación con el modesto asentamiento en pena.

Férrega tenía pocos siglos de historia, en sus inicios había sido un tranquilo pueblito, paradisíaco, dirían muchos. Los primeros pobladores fueron exploradores para las grandes mineras de la región, que buscaban yacimientos de hierro asomados desde los cordones montañosos, principalmente a orillas del mar. En efecto, Férrega era conocido únicamente por producir productos metálicos de todo tipo, aunque por la recóndita topografía de la zona, las grandes mineras jamás habían llegado a explotar las riquezas de su tierra. La producción provenía únicamente de actividad artesanal local, y por lo mismo se mantenía en una escala modesta. El entorno paradisíaco había seducido a los casuales visitantes de inmediato, sus generosos bosques frutales, su clima templado, el asilo de las verdes montañas escarpadas que obligaban la vista al mar cristalino; en cuanto pusieron pie allí, se sintieron invitados, como por una fuerza mayor, a quedarse. Sin discutirlo demasiado, con una peña que se erguía solitaria en un claro de la selva, erigieron un monolito, una rústica manufactura, casi infantil, del antropoelipse, figura con la que se representaba a Sutilux: la deidad de la vida. En realidad, no hacían falta tejados ni vías, siquiera habitantes, la escultura sola marcaba la localidad de un asentamiento rural, era la tradición de una región extendida, aquello ya gozaba del estatuto de aldea; lo demás vendría naturalmente.

Y así fue, en pocos meses se corrió la voz, y desde focos cercanos, los primeros pobladores comenzaron a mudarse. La primera familia, hijos de comunidades ganaderas apenas a unos cincuenta kilómetros al otro lado de las montañas, buscaban un lugar donde continuar las tradiciones ancestrales, evitando traslaparse a las labores de sus parientes, que tenían aún mucha vida por delante. Otras familias de orígenes similares se sumaron, además de tres ermitaños que se instalaron en las cercanías, entre las montañas. Ellos comenzaron a extraer rudimentariamente el hierro que los primeros descubridores habían despreciado por completo. La noticia de un lugar paradisíaco con minas de hierro a flor de piel, de las que las grandes empresas no intentaban apropiarse, atrajo a su vez a varios artesanos de tierras cercanas y lejanas. En pocas décadas, una comunidad sumamente heterogénea se conformaba en un paisaje que lo era aún más.

Pese a su súbito florecimiento, la aldea no creció desenfrenadamente, las montañas y bosques verticales dejaban escaso espacio efectivo para morar, y éste se llenó al poco andar. Apenas unas ochenta viviendas abarcaban todo el espacio disponible, por lo que la población nunca superó los trescientos habitantes. Un par de siglos transcurrieron tranquilos, más allá de los habitáculos, la mano humana no perturbaba el entorno mayormente. Los bosques se mantuvieron con respeto y dedicación, en tanto la modesta población cubría con sus generosos frutos gran parte de sus necesidades alimentarias. La fauna tampoco se vio afectada, en realidad la caza esporádica ayudó más bien, a proteger la zona de la creciente plaga de tapires enanos, una de las pocas especies de mamíferos capaces de trasladarse con facilidad entre la selva vertical. Una de estas mansas bestias enormes, que se alimentaban principalmente de bayas e insectos, podía proveer de carne a diez familias por una semana.

La Ciudad Desesperada (Parte 1 - La Ciudad Desesperada)Where stories live. Discover now