El nacimiento de Nutpariya

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Entre las nubes el cielo se dejó ver, ¿era el cielo? Una interminable masa sangrienta observaba entre los nimbus, observaba rabiosa, determinada. Era la ira de los dioses que amenazaba con acabar la existencia. Roma y Suho observaban atemorizados, una peculiar sensación de indefensión e incerteza los orbitaba mientras tenían el impulso de refugiarse tras la crisálida, pero intuitivamente a la vez, no les parecía buena idea. La misma sensación parecía guiar erráticamente a Chong, que correteaba de un lado a otro, se acercaba a su establillo, corría hacia el bosque, volvía, daba vueltas alrededor de Suho, y finalmente no sabía dónde meterse.

Alida permanecía pegada a la misma crisálida, a pocos pasos, no se percataba de la tenebrosa visión que compartían sus mayores. Estaba concentrada en la cáscara, sus palmas devotamente sobre ésta, sus ojos cerrados, parecía estar en trance. Cuando Hala volvió a sus sentidos, su primer instinto fue buscarla, sabía que estaría allí, en el instante que su mirada la encontraba, una única lágrima se deslizaba por su pequeñita mejilla, a la vez que se acercaba más al cascarón luminoso. Algo era distinto.

De pronto las nubes se abrieron y el sol brilló. Algo no estaba bien, no era la sorpresa del sol súbito sobre Férrega, la luz había llegado en compañía de algo más. Una presencia avasalladora se imponía desde esa calidez. Con los ojos saturados se alcanzaba a ver apenas el astro gigante asomado sin cielo, como si su solo destello fuese lo que apartaba las nubes. El brillo fue tan intenso, que lo mismo podía haber sido oscuridad, pues nada se veía en su fuerza. Los aldeanos dejaron de confiar en su vista y pudieron sentir, aquello que iluminaba sobre ellos no era el sol, estaba delante, como un segundo sol, más fuerte y justo allí a unos pocos kilómetros sobre la tierra. Su presencia tenía un componente físico inefable y espiritual intangible, aunque gruesamente perceptible. No sólo sentían su presencia, también irradiaba una intención violenta que amenazaba con acabar todo.

Cotargue fue uno de los últimos en salir de su casa, en sus manos cargaba la pupa de cotaga, la había tomado intuitivamente, como si el mismo capullo se lo hubiese pedido. Al salir pudo sentir el sol calentando al ser en sus manos, selectivamente, era como si el sol únicamente brillase para el huevo y no para él. El animal reaccionó, la cotaga dentro de ella se movía, ese haz de luz era todo lo que necesitaba, estaba por emerger. De pronto los ojos de todos siguieron la señal de Bordo, que con un grueso movimiento indicaba las montañas, por todas partes los árboles se prolongaban en una nube de humo negro que emergía de entre las ramas y las hojas en una masa uniforme. Eran cientos de miles de cotagas que emprendían vuelo hacia las alturas. La presencia ominosa entre las nubes aún observaba, buscaba, se sentía su mirada escudriñando de un lugar a otro, algunos lo describieron como un ojo del tamaño de la luna, moviéndose frenético en medias revoluciones. Las cotagas crecieron en tal cantidad que llegaron a nublar el firmamento y oscurecieron al ser que los juzgaba desde las alturas. Volaban hacia eso como hipnotizadas, Cotargue sostenía su pupa intentando impedir que se abriese, los trozos del cascaron caían a los lados y sus manos llenas de pánico trataban de atajar lo que más pudiesen, cada vez con movimientos más toscos, hasta que sólo la mariposa quedaba en ellas, intentando liberarse con todas sus fuerzas, revoloteando con las grandes alas que se dispersaban entre sus dedos, y él con creciente ineptitud apachurrándola en un pueril esfuerzo por no dañarla a la vez. Hasta que una de sus manos resbaló tirada de una fuerza externa, las manos de Alida y su rostro determinado.

—Tienes que dejarla.

Observó frente a él. La gran crisálida se había roto, Nutpariya había sido liberada. Sus manos cayeron al suelo y sus ojos se elevaron con desesperanza, buscaba con tanto ímpetu como la entidad que los había amenazado hacía unos instantes y que ahora se perdía tras la sombra de las mariposas. Tenía que estar en alguna parte, dónde estaba la gran cotaga, tenía que medir diez metros de envergadura por lo menos, no podía ser que no destacara su vuelo en el tumulto. Nada, no había nada más que la nube de cotagas alejándose lentamente, desapareciendo como puntos pequeños que se desvanecían en la distancia y liberando las nubes densas, como si nada hubiese ocurrido.

La Ciudad Desesperada (Parte 1 - La Ciudad Desesperada)Where stories live. Discover now