Uno más

2 0 0
                                    

La investigación de Suho no avanzó mayormente en los días siguientes. Al principio conversaba con los aldeanos preguntando cosas, preguntaba sobre los hácalos, sobre hitos históricos, sobre desapariciones. Pronto la historia se había vuelto repetitiva y comenzaba a aceptar que sus avances se habían estancado.

Dos semanas después de conocerlo, Roma ya había construido un gran artefacto similar a un reloj, no daba la hora, simplemente tenía manecillas que giraban a distintas velocidades sin indicar nada. Le daba cuerda todas las mañanas y las manecillas continuaban girando hasta el atardecer, a veces se detenían antes, a veces después. También se aparecía más por el centro del pueblo, le gustaba visitar a Chong un rato, antes de salir al bosque.

En ese tiempo conoció al resto de los aldeanos, descubrió que la mayor parte se dedicaba a la recolección de frutas o a la producción de artesanías en metal. Las únicas excepciones eran los personajes que había conocido los primeros días y Resadio, el único herrero del pueblo que se dedicaba a forjar otro tipo de piezas útiles. Era fácil reconocer las casas de los artesanos, pues sus obras se amontonaban afuera, cada uno tenía un estilo distinto. El de Rugando era tosco, consistía en soldar piedras metálicas crudas entre sí, resultando en enormes y pesadas esculturas abstractas. Goljor mantenía una caldera con hierro fundido que hacía gotear lentamente, en la medida que el material anterior se solidificaba, resultando en formas fluídas que se erguían o revolucionaban en contorsiones que desafiaban su composición, cada pieza podía tomarle desde varios días hasta meses en completar. Ardalia tomaba piedras que le parecían interesantes y, luego pulirlas hasta lograr una base suave, las decoraba usando otros materiales vegetales: huesos, ramas, cueros, e incluso frutas, flores y algas secas. Como resultado, la zona alrededor de su casa adquiría el aspecto de un bosque intervenido por fuerzas mágicas que hubiesen transformado a los visitantes en pequeños seres metálicos, le había valido a la vez el apodo de Medusa por los infrecuentes marinos que visitaban el puerto. La casa de Háuser contaba con una especie de público de figuras de distintos tamaños, que tallaba a la imagen de Sutilux, además de Nutpariya, Ployprapas y Batchama según se las imaginaba él, de la sirena, y de otros animales de los que los pocos visitantes solían describir, como Tapires y Serralias.

Férrega le pareció estar presa en un círculo temporal, allí todos los días eran una repetición del anterior. Podía anticipar la visita de Bordo, las horas a las que la puerta de Cotargue se abría, primero para dejar salir a Rolo y Coto que se encontraban con Kei, luego para que Cotargue se encaminara al bosque y por último al regreso casi simultáneo de las tres generaciones. En su mente hacía un mapa de flujos, un tercio de la aldea se retiraba hacia el bosque por la mañana, media docena de personas, principalmente niños, deambulaban entre los caminos durante el día, el resto rara vez se movía de sus hogares. Y finalmente durante la tarde, se reunían casi todos en el monumento de Sutilux, donde asaban medio tapir para la cena, dejando la otra mitad para el día siguiente. Cotargue, por lo demás, luego de mostrarle ambos hácalos, había dejado de hablarle por completo, como si jamás hubiese existido intercambio alguno entre ellos. El interés que había visto en las fábricas había desaparecido por completo y la intriga que le había producido la similitud de su pupa con la crisálida de Nutpariya también se había extinguido. Incluso le parecía que lo evitaba, aunque no sólo a él, sino a todos. Y así mismo, haciendo como que nada sucedía, pocas cosas cambiaban o evolucionaban, quizás el único cambio perceptible eran las construcciones de Roma, que desprovista de propósitos para su talento, continuaba expandiendo su manto de huesos hacia el bosque y adornando con ellos los caminos. Por esos días estaba particularmente fascinada con las máquinas de Suho que giraban incesantemente, construía estructuras cada vez más imponentes inspiradas en ellas. Los relojes de Suho también se convirtieron en parte de la vida diaria, al poco andar, cada familia contaba ya con uno, les había tocado recibirlo involuntariamente tras haber ayudado al afuerino en algún menester. La ofrenda se daba cuando Suho sentía cualquier gratitud hacia alguien, y ésta muchas veces surgía de sutilezas completamente involuntarias o invisibles, de manera que la mayoría de ellos no sabía siquiera a qué se debía el curioso obsequio.

La Ciudad Desesperada (Parte 1 - La Ciudad Desesperada)Where stories live. Discover now