Crisálidas

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Alida se levantaba temprano como todos los días, tenía una única fijación, salía de su casa junto con el sol y se posaba, como éste, sobre la crisálida. La mayoría de los días era más fácil conocer el amanecer al ver salir a la niña, que observando el astro, éste brillaba más por su ausencia que otra cosa. Las espesas nubes cubrían el puerto casi continuamente, era raro desde hacía décadas, ver días despejados; tres o cuatro ocurrencias en todo el año. La mayoría de los habitantes de Férrega habían olvidado ya, lo que eran las estrellas, sólo los ancianos contaban historias sobre cielos brillantes poblados de lucecillas en el bosque, y aguas cristalinas en las que se podía nadar en la playa. Para los demás, todas estas historias eran sinsentidos y no les prestaban atención.

Detrás de Alida salía su madre con una gran canasta, en esta oportunidad, particularmente, volvía a entrar para buscar un palo y otra canasta. No se hablaba de ocasiones especiales, un día soleado simplemente significaba que la recolección de bayas sería más productiva, Hala sabía que una canasta se le llenaría demasiado rápido en esas condiciones. Como todas las mañanas, una fugaz preocupación le pasaba por la mente, cómo hacer para que su hija estuviese menos tiempo pegada al huevo gigante, lo había intentado todo y no tenía caso, casi inmediatamente se daba por vencida nuevamente y se internaba en el bosque.

—¿Va a hacer mermelada, vecina?— Generalmente se topaba con Nanceh, más descuidada, salía a recoger bayas más tarde, rara vez llenaba la cesta. —¡Anda madrugadora!— No tenía caso responderle, no tenía caso señalarle que se levantaba todos los días a la misma hora, ni que aquel día, por estar despejado, era diferente. Le prestaba poca atención, no era que le tuviese aversión, sólo le costaba entender su desorden vital; para Hala el día había que aprovecharlo con productividad.

Así como Alida había heredado la intraversión de su madre, Kei tenía lo opuesto de la suya, ya se encontraba a esa hora orbitando a Alida y haciéndole las mismas preguntas de todos los días, aun sabiendo que su amiga no respondería, como de costumbre. Para ella ese monólogo rutinario era casi un juego, su parte favorita era rematar. —Bueno, para qué me gasto ¡tú nunca contestas nada!— Sin darle tiempo, antes, de responder, se llevaba la mano a la mejilla, especialmente mientras decía "para qué me gasto", la hacía sentirse adulta, como su madre. Sin embargo, hoy Alida replicaba, obviando que el monólogo hubiese acabado dando por hecho su falta de participación. —Quiere calor. Quiere que le den calor.

—¿Ah?— Había escuchado perfectamente, lo que no sabía era cómo reaccionar, no se había preparado para que Alida le contestara, la había tomado por sorpresa, eso era trampa.

—Necesita calor. Ahora que le llega sol está más contenta.

Kei se agachó a su lado, la observaba en cuclillas, Alida presionaba su mejilla contra el cascarón, era evidente para ella que no le estaba dando calor, le estaba dando amor; pero Alida no entendía de esas cosas. Acercó su mejilla sin tocarlo, acercó su palma, se concentró unos segundos -mucho tiempo-, mas no sentía nada. Quizás había que darle amor, efectivamente, para que la crisálida se comunicara de vuelta, pero ella tenía cosas más importantes qué hacer. Se retiró silbando, alegre, y dando saltos sintiendo cómo el calor del sol bañaba su vestido café. Antes de llegar a la casa de Cotargue, se arregló la cinta magenta que adornaba su cuello, tenía que asegurarse de estar presentable. Tocó varias veces la puerta, nadie respondía. Continuó tocando mientras preguntaba. —¿Buenos días tío, está Rolo?— En voz baja, no estaba practicando, era la anticipación la que no la dejaba esperar a la interacción real para proferir las líneas que acostumbraba a decir. Cosas como ésta la sacaban de quicio, primero Alida le había respondido y ahora el viejo Cotargue no le abría la puerta, ¡le estaban boicoteando todas sus líneas! De espalda a la casa, se quedó pensativa, este día estaba raro, y no era por el sol, algo le pasaba a la gente. Finalmente, fue Rolo quien abrió la puerta. Rolo era un hombre mayor, un hombre hecho y derecho, tenía once años, ella sólo siete, era natural que se sintiera atraída hacia él, no románticamente, Kei se preciaba de ser recatada, simplemente estaba interesada en rodearse de gente madura, eso la nutría, socialmente.

La Ciudad Desesperada (Parte 1 - La Ciudad Desesperada)Where stories live. Discover now